Laila Goutreau pareció librar una dura batalla consigo misma. La tragedia de la que acababa de ser testigo la había desquiciado, puesto que era necesario tener un corazón de piedra para permanecer impasible cuando un hombre sano y fuerte se introducía en el agua para no volver nunca, pero se esforzaba por entender las razones de quien había invertido una fortuna en un sueño maravilloso y corría el riesgo de que se lo arrebataran cuando lo rozaba con la punta de los dedos.
No entendía mucho de leyes, y menos aún de leyes marinas y derechos sobre las riquezas que pudiera contener un barco hundido, ya que en cierto modo aquella historia del galeón y sus barras de oro se le antojaba una fantasía de cuentos infantiles, pero como al fin y al cabo la contrataron para hacer más agradable la vida a un aburrido millonario a bordo de un yate de lujo, nunca se había tomado demasiado en serio todo aquel asunto. Ahora, sin embargo, aquella «pendejada» — para utilizar una expresión muy propia de Rómulo Cardenal— llevaba camino de convertirse en un maldito embrollo sin sentido, y del que al parecer tenían la culpa unos simpáticos bichos que hasta unos días antes tan sólo merecían la consideración de payasos de circo.
¿Qué pintaba ella en todo eso?
¿Por qué razón tenía que correr el riesgo de que las autoridades de un país extranjero, que al parecer la tenían fichada como «furcia de lujo», pudieran encontrar una disculpa para encerrarla?
Laila Goutreau sabía bien lo que era una cárcel y temblaba tan sólo de recordarlo.
Tres años antes, un supuesto diplomático holandés la había «contratado» para un fastuoso viaje de placer, pero en realidad la utilizó como tapadera en un feo asunto de tráfico de divisas. Al cabo de dos meses Marc Cotrell consiguió que las cosas se aclarasen, pero aquélla constituyó una de las más amargas experiencias en la vida de la argelina, que tuvo que mostrarse particularmente «afectuosa» con los funcionarios italianos que se ocuparon de acelerar los trámites de su caso.
— Preferiría volver a París — musitó al fin.
— Si tú no estás, ya nada será lo mismo — replicó Rómulo Cardenal acariciándole amorosamente el cabello—. Ni siquiera encontrar ese oro habrá valido la pena. — Su tono sonaba absolutamente sincero—. ¡Te necesito! — añadió—. Te necesito como te juro que no he necesitado a ninguna mujer en mi vida.
— ¡Pero tengo miedo — gimió ella— y me da tanta pena ese hombre!
— Ya nada se puede hacer por él — le hizo notar—. Contárselo a la Policía no le devolverá la vida, y no nos traería más que problemas. ¡Confía en mí — añadió—. Quédate mañana en Palma, vete de compras, a la peluquería o al cine, y cuando vuelvas al barco ya todo se habrá solucionado.
— ¿Y si no es así?
— Te pagaré el doble de lo convenido y podrás irte.
— No es cuestión de dinero.
— Lo sé — admitió—. Pero es lo único que tengo.
— ¡Es una lástima!
Aceptó el trato, y a la mañana siguiente, cuando el Guaicaipuro regresó al mar, se fue de tiendas, aunque no se sentía con ánimos para fijarse en la belleza de los vestidos ni de la elegancia de los zapatos.
El mediodía le sorprendió sentada en una terraza del Paseo Marítimo hojeando distraídamente un periódico de su país, pero lo que en verdad más le sorprendió fue alzar la vista para enfrentarse a la desaliñada presencia de Adrián Fonseca, que la observaba sonriente.
— ¡Buenos días, señorita Goutreau! — fue su alegre saludo—. ¡Qué feliz coincidencia!
— ¿Coincidencia? — replicó con ironía—. ¡Vamos, inspector! Las mujeres como yo sabemos que estas «coincidencias» suelen estar cuidadosamente preparadas.
— ¿Y no le enorgullece?
— No, cuando se trata de la Policía.
— Lo comprendo. — Fonseca señaló una silla frente a ella—. ¿Puedo…? — quiso saber.
— Será mejor que le diga que sí, o corro el riesgo de «meterme en problemas» — replicó mordaz—. ¿No tiene nada mejor que hacer que seguirme?
— ¡Ojalá! — Rió él de buen humor—. Seguirla sería el trabajo más agradable que jamás me hubieran encomendado. — Alzó el brazo para llamar la atención del camarero—. ¡Una cerveza sin alcohol! — pidió.
Laila aguardó a que tomara asiento, le estudió de arriba abajo con inquietante detenimiento, y por último comentó burlona:
— Fuma cigarrillos de plástico, bebe cerveza sin alcohol, se «viste» con los desechos de alguna asociación benéfica, y juraría que se corta el pelo con una segadora… Su mujer debe sentirse orgullosa del hombre que tiene al lado — concluyó.
— Soy viudo.
La argelina cambió inmediatamente el tono.
— Lo siento — dijo—. ¡Como lleva alianza…!
— Que muriera no significa que deje de considerarla mi esposa, pero no creo que ahora le importe mi aspecto.
— ¿Y a usted no le importa?
— Me baño y me afeito cada mañana.
— ¿Cuánto hace que murió su esposa?
— Tres años.
— ¿Y no cree que va siendo hora de que alguna mujer se fije en que es usted un hombre de mediana edad medianamente atractivo?
— ¡Qué tonterías dice! Tengo más de cincuenta años, y un espejo.
— ¡Pues no lo parece! Ni que tenga cincuenta años, ni, mucho menos, que tenga espejo.
— ¡Dejemos eso! — pidió Fonseca, y tras hacer una pausa esperando a que el camarero dejara la cerveza y se alejara de nuevo, añadió señalando el periódico que había quedado sobre la mesa—: Nunca entenderé cómo alguien puede comprender esos signos árabes.
— Es mi lengua materna. Como supongo que sabrá, nací en Argel.
— Sí, lo sé. Y también sé que habla y escribe correctamente cinco idiomas. — La miró a los ojos y quedó como un conejo deslumbrado por los faros de un coche—. ¿Cómo es que una mujer tan inteligente no ha encontrado un trabajo más acorde a sus méritos? — inquirió por último.
— Hablar cinco idiomas no significa necesariamente ser inteligente — fue la sencilla respuesta carente de presunción—. Y si lo soy, quizá por eso mismo escogí un trabajo cómodo, tranquilo y bien pagado.
— ¿Durante cuánto tiempo?
— Soy puta, no adivina. — Rió ella de mala gana—. Y serán los hombres los que se encarguen de hacerme comprender que ha llegado el momento de buscarme otro empleo. — Le guiñó un ojo—. Aunque por la forma en que me mira, sospecho que aún es pronto para preocuparme.
— Es usted una mujer sorprendente — admitió él—. Sabe que es la criatura más hermosa que jamás ha existido, y sin embargo no parece darle importancia.
— ¡Pero bueno, inspector…! — le recriminó la argelina como a un niño—. ¡Cualquiera diría que está usted tratando de embaucarme! Yo sé bien lo que valgo; lo sé mejor que nadie, puesto que soy la «Número Uno» del principal proxeneta de Francia, y eso tiene una cotización en la bolsa de valores, casi como las acciones de un Banco. Lo sé, lo cobro, y basta. — Hizo una corta pausa y añadió con intención—: Y ahora lo que me gustaría saber es por qué diablos me vigila.
— No la vigilo a usted, vigilo el barco, y me sorprendió que decidiera quedarse en tierra.
— Quería ir de compras.
— En casi cuatro horas no ha comprado nada. Y si una mujer joven, guapa y con dinero en el bolso no compra nada en cuatro horas, es porque algo le preocupa.
— Tal vez empiece a temer que estoy embarazada.
— Se hubiera hecho un análisis, o hubiera pedido un test en la farmacia. Lo único que se llevó fueron «Tampax», y dudo que sean para el cocinero.
— ¡Muy agudo! — admitió ella divertida—. Pero dígame, ¿a qué viene tanta preocupación por ese barco?
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