— Quienquiera que haya sido, se largó — señaló al fin César Brujas—. Y si no fuera por esos malditos delfines, me sumergiría ahora mismo. Por aquí suele haber unos corales preciosos.
— No creo que haya delfines cerca — sentenció Max Lorenz.
— Pero pueden llegar en cualquier momento, y la verdad es que después de lo que ha pasado no me apetece enfrentarme a ellos.
— Me pregunto qué ocurriría si se tratase de una epidemia — comentó Claudia—. Los delfines están en todos los mares y se aproximan a todas las costas. Acabarían con la pesca, el deporte, el turismo… ¡Significaría el caos!
— Confiemos en encontrar una vacuna antes de que la plaga se extienda — señaló su padre—. Sigo opinando que tiene que existir un agente externo, muy concreto, que es el que les ha producido esa alteración emocional, probablemente pasajera. Le he recomendado a Fonseca que ordene a todas las autoridades de la costa que me proporcionen muestras de agua, e informen sobre cualquier fenómeno anormal.
— ¿Qué clase de fenómeno?
— Desde la aparición de delfines muertos a una gran mancha de petróleo, cualquier cosa. Nos enfrentamos a…
Fue a añadir algo, pero su hija adelantando la mano pidió silencio, ya que a través del altavoz llegaba un rumor sordo que iba ganando intensidad segundo a segundo, y al que acompañaba una especie de chasquido intermitente.
— ¡Calla un momento! — pidió la muchacha—. ¿Qué es eso?
Max Lorenz y César Brujas prestaron atención, y al fin el primero señaló seguro de sí mismo:
— Los motores de un barco que llega por detrás de la isla grande.
— ¿Y el chasquido?
— El «sonar».
— ¡Pues menudo «sonar» se gasta! Debe tratarse de un barco de guerra.
Permanecieron a la expectativa hasta que bajo el alto acantilado del Cap Ventos hizo su aparición la elegante y afilada proa del Guaicaipuro, que apenas descubrió su presencia aceleró la marcha virando hacia el Norte al tiempo que silenciaba el chasquido del «sonar».
— ¿Por qué se marcha?
— No lo sé — replicó César Brujas inquieto—. Pero empiezo a creer que Miriam tenía razón: siempre está al acecho, como un buitre.
— Usa un «sonar» desproporcionado en un barco de recreo, y en cuanto hay alguien a su alrededor se aleja — admitió Max Lorenz—. Tal vez sería oportuno pedirle al inspector que investigara a ese venezolano más a fondo. No se comporta de un modo lógico en quien se supone que tan sólo pretende disfrutar de unas tranquilas vacaciones.
El inspector Adrián Fonseca aceptó de buena gana la insinuación, hizo varias llamadas telefónicas, y a la noche siguiente, cuando Laila Goutreau se retocaba el maquillaje en los lavabos del Casino, quedó muy sorprendida al observar a través del espejo cómo el policía penetraba tranquilamente en el «tocador de señoras» para apoyarse sonriente en el quicio de la puerta.
— Creo que se ha equivocado de baño — comentó sin alterarse.
Él se limitó a mostrarle la placa al tiempo que negaba con suavidad.
— ¡No! No me he equivocado. Inspector Fonseca, de la Brigada Criminal. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
— ¿Aquí? — replicó la argelina divertida—. ¿Tan mal le van las cosas a la Policía española?
— Van mal, pero, pero no tanto — admitió el otro en parecido tono—. Éste es el único lugar en el que podía hablar tranquilamente con usted sin que su «amigo» se diera cuenta. ¿Lo conoce hace mucho?
— ¿A Rómulo? Poco menos de un mes.
— ¿Se lo presentó Marc Cotrell?
— ¿Qué sabe usted sobre Marc Cotrell?
— Lo que saben casi todos los policías del mundo. — Hizo una pausa en la que se diría que se limitaba a admirar la portentosa belleza de la mujer que tenía a menos de dos metros de distancia, lo que le producía una innegable inquietud—. También sé muchas cosas sobre usted — añadió al fin—. Aunque debo admitir que aunque creí que exageraban se quedaron cortos. Es realmente impresionante. — Sacudió la cabeza como alejando un mal pensamiento—. ¡Disculpe! — rogó—. No he venido a cortejarla, ni estoy interesado en sus relaciones con Rómulo Cardenal. Tan sólo quiero que me informe sobre sus actividades.
— ¿Por qué tendría que hacerlo? — fue la desabrida respuesta.
— Porque a Marc Cotrell no le gusta que sus «chicas» le busquen problemas, y a mí no me gusta buscarlos si no resulta absolutamente imprescindible… ¿Entiende el lenguaje?
— Es siempre el mismo. — El tono de la muchacha se hizo cínico—. ¿Incluye algún «servicio» especial fuera de cuota?
— ¡En absoluto! Incluye tan sólo una amistosa colaboración con la Justicia para que todo vaya por buen camino. ¿A qué se dedica su amigo Rómulo Cardenal?
— A tirar el dinero en la ruleta.
— Eso ya lo sabemos. ¿Qué más?
— ¡Está bien! — se resignó la muchacha—. Además de derrochar dinero como un loco, Rómulo pierde su tiempo en buscar un viejo galeón hundido a finales del siglo XVI.
— ¡No joda!
— Si no jodo, no como — replicó ella con naturalidad—. El muy iluso se pasa el día rastreando el fondo de las islas con un «sonar» inmenso y haciendo marcas en un mapa. — Se encogió de hombros como dando a entender que no podía hacer nada por evitarlo—. Es bueno, cariñoso y espléndido, pero está algo «tocado» de la mollera, aunque cada cual se gasta el dinero en lo que más le apetece, ¿no cree?
— Desde luego — admitió el policía que no podía evitar sentirse incómodo, tanto por lo que acababa de averiguar, como por la presencia de una mujer que a todas luces le había producido un profundo impacto—. ¿Quién lo iba a imaginar?
— ¿Satisfecha su curiosidad?
— Esa explicación lo aclara todo.
— En ese caso le ruego que me permita terminar de arreglarme, o Rómulo creerá que me he caído en la taza del retrete.
— De acuerdo. Pero por favor: ni una palabra de esto. No nos gusta que los turistas crean que aún viven bajo un régimen policial.
Laila, que se había girado de nuevo hacia el espejo, le guiñó un ojo y se pasó el dedo por los labios como dando a entender que estaban sellados para siempre.
Adrián Fonseca dirigió una última mirada de admiración a aquel soberbio trasero y aquellas largas piernas que parecían dos columnas perfectamente torneadas, y lanzando un hondo resoplido de angustia abandonó la estancia secándose el incontenible sudor frío que le corría por la frente.
La agresiva piscina sobresalía corno una concha, a más de cien metros de altura sobre el lujuriante bosque tropical que cubría las faldas del «morro», dominando Tijuca y la bahía de Guanabara, con el Cristo del Corcovado a la izquierda y los altos edificios desdibujados por el humo y la polución muy a lo lejos.
Sumergirse en las transparentes aguas sabiendo que debajo no existía más que un cristal y un abismo, requería un valor muy contrastado y una gran confianza en el arquitecto que había diseñado y construido semejante prodigio de ingeniería, por lo que a Paulo Duncan no solía sorprenderle que la mayoría de sus invitados se negasen a darse un refrescante baño en su piscina ni aun durante los más sofocantes días de finales de enero.
Pero pocos espectáculos podían compararse, en este mundo, al hecho de contemplar en una noche de carnaval a cinco o seis fabulosas mulatas nadando desnudas en la piscina iluminada, como si se encontraran suspendidas en mitad de las tinieblas, y no había una sola persona en Río de Janeiro que no soñase con la posibilidad de que al menos una vez en su vida Paulo Duncan le invitase a una de sus inimitables fiestas.
Aunque aquel día y en aquel preciso instante, con los últimos coletazos de una resaca de tres noches de alcohol y sexo aún correteándole por las venas, Paulo Duncan lo único que deseaba era continuar a la sombra de su flamboyán predilecto, dejando pasar las horas con la mente absolutamente en blanco.
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