— ¿Qué cono pasa? — quiso saber.
— ¿Pregunta el jefe que cómo va el molinillo?
— ¡De putísima madre! — admitió al tiempo que se servía una copa de la botella de coñac que aparecía sobre la mesita y tomaba asiento uniéndose a la tertulia—. Ya le dije que esos suecos fabrican lo que les pidas. ¡Y llegó en el avión de las nueve, como habían prometido!
— ¿Pero qué hora es? — se alarmó César.
— Las once y veinte.
— ¡Las once y veinte! ¡Mierda!
Claudia, que era quien había lanzado la sonora exclamación, saltó de la cama desnuda como estaba, para atravesar decidida la estancia apartando amablemente a los operarios que la observaban boquiabiertos.
— ¡Con permiso! — pidió—. ¡Con permiso! ¡Las once y media! ¡Con permiso! ¡Mi padre me mata! ¡Con permiso!
Penetró en el cuarto de baño cerrando la puerta a sus espaldas, y todos los presentes permanecieron un momento en silencio y meditabundos, hasta que el tal Manolo comentó admirativamente.
— ¡Buen culo!
— ¡Y buenas tetas! — admitió el hombrecillo—. Por fin, ¿qué hacemos con el mamparo, jefe?
El jovencísimo camarero de inmaculado uniforme y blancos guantes se inclinó para servir el pescado, pero la presencia del par de agresivos pechos cuyos rosados pezones desafiaban todas las leyes de la gravedad ya que se proyectaban hacia arriba como los pitones de un toro de casta, a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio lanzando sobre el regazo de Laila el contenido de la bandeja, por lo que necesitó tomarse un tiempo y respirar profundamente antes de atreverse a intentarlo de nuevo.
— ¿Qué hubo, Paquito? — exclamó divertido Rómulo Cardenal—. ¿A qué viene ese «agite» si estamos fondeados y con el mar en calma?
— Usted perdone — fue la azarada respuesta—. La falta de costumbre.
La hermosa argelina no pudo por menos que sonreír a su vez, consciente como estaba de la desorbitada admiración que el muchacho sentía por sus pechos, pero no tuvo tiempo de hacer comentario alguno, puesto que la atención del venezolano había quedado prendida en las violentas imágenes del televisor que ocupaba el fondo del amplio comedor, por lo que utilizando un mando a distancia subió el volumen permitiendo que la voz del locutor ganara intensidad al comentar:
«Fuerzas del Ejército colombiano irrumpieron anteanoche en una vivienda de la zona residencial de Bogotá en la que se ocultaba el conocido narcotraficante Pablo Roldan Santana, número uno del tristemente famoso "Cártel de Medellín".»
En la pantalla hizo su aparición el adusto coronel que mandaba la operación, así como la larga hilera de cadáveres tendidos sobre la acera, para ir a detenerse sobre el rostro de Lucas Barrientos y descender luego a su pecho ensangrentado por tres impactos de bala.
La voz monótona y sin inflexiones del locutor, que lo mismo podía hablar de muertes que del anticiclón de las Azores, continuó sin hacer énfasis en una sola frase:
«En el violentísimo enfrentamiento armado murieron el citado Pablo Roldan y ocho de sus temidos guardaespaldas o "sicarios", así como cinco miembros de las fuerzas de asalto. La desaparición de este narcotraficante puede significar el principio del fin del imperio de la coca procedente de Colombia.»
Con el cambio de imágenes, referidas ahora a las cotizaciones de la Bolsa internacional, Rómulo Cardenal bajó de nuevo el volumen, y tras probar el vino blanco que el camarero acababa de servirle, asintió satisfecho al tiempo que comentaba:
— ¡Jamás creí que le atraparan! Ese tipo era muy listo.
— Se enfrentó a demasiada gente — puntualizó Laila sin especial interés—. Pero conozco a más de uno que se va a tirar de los pelos al quedarse sin su «rayita» de coca. Los precios se van a poner por las nubes.
— Quien es tan estúpido como para dejarse atrapar por esa clase de vicios, tiene que ser tan imbécil como para pagar lo que le pidan — fue la áspera respuesta—. ¿A quién se le ocurre drogarse con la cantidad de cosas magníficas que ofrece la vida?
— ¿Tú nunca lo has probado?
— Nunca.
— ¿Ni siquiera una «snifada»?
— Ni siquiera.
— ¿Ni un simple «porro»?
— ¡Nada de nada! — La voz del venezolano sonó fría y amenazante—. Y recuerda que si se te ocurre subir un gramo de droga al barco o probarla estando conmigo, te tiro por la borda. — Alzó el rostro hacia el camarero que permanecía atento en un rincón de la estancia—. ¡Y eso va por todos! — añadió.
— ¡Descuide, señor! — replicó el otro acojonado—. Ya nos lo explicaron muy claramente el primer día.
— Pues que nadie lo olvide. — Hizo un impaciente gesto con la mano para que se retirase—. Y ahora dile al capitán que zarpe hacia Cabrera.
El otro desapareció sin hacerse repetir la orden, tras dirigir una última ojeada a los pechos de Laila, y ésta permaneció desconcertada y con el tenedor en alto, antes de inquirir visiblemente sorprendida:
— ¿Cabrera? Según las crónicas, el Santo Tomás se hundió cuando avistaba las costas de Mallorca, llegando de Valencia; es decir: por el Oeste. — Trazó un arco con el dedo de la mano izquierda—. Y Cabrera está demasiado desviada al Sudeste.
— Lo sé — admitió Rómulo Cardenal—. Pero aún no hemos explorado esa zona, y tal vez las corrientes la empujaron hacia allá. — Hizo un leve gesto de impotencia—. Lo que está claro, es que las costas del Oeste las tenemos muy machacadas y no hemos encontrado nada… — Bebió de nuevo y al hacerlo la observó con innegable admiración—. Perdona si antes he sido un poco brusco, pero es que el tema de la droga me saca de quicio.
— No tienes por qué disculparte. — La hermosa muchacha extendió la mano y le acarició la mejilla en la que hacía su aparición una incipiente barba blanquecina—. Fue culpa mía, ya que en «mi ambiente» una «snifada» es algo tan natural como tomarse una copa, y olvidé que tú eres un «sano llanero» que odia la droga.
— ¡La encuentro tan estúpida! — fue la agria respuesta—. Y tan cobardes a los que necesitan refugiarse en ella. — La observó con fijeza—. ¿Realmente te gusta?
— No especialmente — replicó Laila con naturalidad—. Pero algunos «clientes» la necesitan para combatir sus angustias, y me he acostumbrado a convivir con ella. Más de uno sería incapaz de llevarme a la cama si no se hubiese metido antes unos gramos entre pecho y espalda. — Ríe divertida—. ¡Y muchas veces se la ponen en otra parte!
Rómulo Cardenal arrojó a un lado los cubiertos con evidente mal humor.
— ¡No me gusta que hables de ese modo! — masculló irritado—. No es tu estilo. — Se bebió de un trago la copa, sirviéndose de nuevo—. ¡Vaina! — exclamó—. En realidad no me gusta que hables de tus «clientes». Me siento como uno más. ¡Un cabrón imbécil!
— Perdona. — Resultaba evidente que Laila tenía plena conciencia de haber cometido un error, pero su voz sonó sincera al añadir—: Tal vez lo he hecho porque me he acostumbrado a no considerarte un «cliente» más. — Extendió la mano apoyándola cariñosamente sobre la de él—. Me siento muy a gusto contigo — murmuró—. ¡Demasiado, quizá! y eso me obliga a olvidar que cualquier día me pedirás que haga las maletas y regrese a París.
— ¿Por qué habría de hacerlo?
— Porque no soy más que una puta de lujo que cobra por semanas. Cuando la gente se cansa de mí, firma el «finiquito» y «puerta»… — Hizo una corta pausa—. Y a veces duele. ¡Duele mucho!
— No es mi caso.
— ¿Cómo puedo saberlo?
— Porque yo te lo digo.
— ¡Me han dicho tantas cosas! Tener estos pechos, este cuerpo y esta cara, te pueden proporcionar una gran seguridad en ti misma, pero al propio tiempo te proporcionan una terrible inseguridad. Cualquier hombre haría cualquier cosa por tenerme, sobre todo mentir, y al final tan sólo me quedan las mentiras y unos cuantos billetes.
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