Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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La escasa iluminación confería a todo un aspecto extraño, casi fantasmagórico, puesto que las desnudas curvas del barco menos adelantado dibujaban caprichosas sombras sobre las paredes, alargándolas y convirtiéndolas en su parte alta casi en los arcos de una ultramoderna catedral de inspiración gótica.

Claudia Lorenz los observó fascinada, y adelantándose pasó la mano por la proa del navio más cercano, maravillándose ante la suavidad de las líneas y la magnífica calidad de la madera.

— ¿Así que construyes barcos? — señaló por último.

— Desde que murió mi hermano, soy el único propietario de uno de los últimos astilleros auténticamente artesanos que quedan en el mundo. — César rió sin ganas—. Un celoso guardián de la vieja y hermosa tradición de los carpinteros de ribera, que muere bajo el peso de los barcos de fibra plástica.

— Pues sí que es una hermosa tradición — admitió ella sin dejar de curiosear—. Y haces unos barcos fabulosos.

— Por lo menos, únicos — puntualizó él—. Cada velero que sale de aquí no se parece a ningún otro, y jamás hemos repetido un modelo en cien años de historia.

— Yo me sentiría orgullosa de trabajar en algo así — le hizo notar Claudia volviéndose a observarle—. Son casi como obras de arte.

— «Son» obras de arte — recalcó él acariciando a su vez el costillar del barco—. Van firmados, y para los entendidos, tener un auténtico «Brujas», es tener un fuera de serie: «Un "Rolls" del Viento», aunque por desgracia no puedo hacer más que dos al año.

— Amplía el negocio.

— No es tan fácil. Ya no existen operarios que amen su oficio, cuiden los detalles y comprendan que un auténtico velero es algo a lo que hay que darle su propia personalidad desde el momento mismo en que se planta la quilla. Mis barcos, al estar hechos de una materia viva como es la madera, «viven», mientras que los de hierro o fibra tan sólo son «cosas» puestas sobre el agua que navegan por obra y gracia de la técnica, no porque hayan nacido para ello.

— Sin embargo, tú tienes una lancha de fibra.

— Porque no puedo pagarme un auténtico «Brujas». — Rió él abiertamente—. ¿Sabes lo que cuesta la madera de éste? Viene directamente de los bosques más profundos del Gabón, de árboles hermanos, seleccionados por expertos y aserrados en Tulón. Su dueño, un Lord inglés, me lo encargó hace cinco años, porque mi padre le construyó el Ebony Segundo, y mi abuelo, a su padre, el primer Ebony. Éste será el tercero, y lo más triste es que no habrá ya quien construya el cuarto. La tradición acabará con el fin de la dinastía «Brujas».

— Hoy la ciencia hace milagros.

— No en mi caso. — Se encogió de hombros—. Además cada día quedan menos románticos que prefieran un costoso velero de artesanía a un superyate capaz de coger los cuarenta nudos. La gente tiene prisa incluso en vacaciones.

— No creo que tengas razón para sentirte amargado. Es un trabajo precioso, independiente, y por lo visto bien pagado. Tienes un coche deportivo y una motora de lujo, y apuesto a que vives en un chalet de Magaluf o Port d'Andratx.

— Te equivocas. Vivo aquí.

— ¿Aquí? — Se sorprendió ella volviendo la vista a su alrededor—. ¿Dónde?

César alzó el rostro indicándole lo que parecía ser la acristalada popa de un navio de principios del XIX que sobresalía del alto muro que cerraba la nave por uno de sus extremos, y a la que se ascendía por una corta escalera de caracol.

— Es la Camareta del Almirante — dijo—. Réplica exacta de la de Nelson a bordo del Victoria. ¿Quieres verla?

Ella le observó de reojo.

— ¡Qué bien te lo montas! ¿Acaso existe una sola mujer que haya resistido semejante tentación?

— ¿Por qué tienes que imaginar lo que no es? — protestó él sin demasiado entusiasmo—. Verla no compromete a nada.

— No, desde luego — admitió Claudia sonriente—. Visitar el dormitorio del almirante Nelson a las doce de la noche no compromete, pero te puede colocar en una situación «comprometida». ¿Qué tienes de beber?

— Más de lo que tenía Nelson, desde luego — admitió César—. Y mucho más frío.

La Camareta del Almirante era, al parecer, una «réplica exacta» de la del vizconde Horacio Tíelson a bordo de su buque insignia, pero dotada de una cama muchísimo más grande y mullida, luces indirectas, música ambiental, televisor, nevera, lujoso cuarto de baño y todo cuanto pudiera contribuir a hacer notablemente más comprometida y peligrosa la visita de una hermosa mujer a altas horas de la noche.

Con todo ello contaba Claudia Lorenz, pero con lo que desde luego no contaba, ni por lo más remoto, era con el hecho de que cuando más profundamente dormía tras una larguísima y apasionada batalla — no precisamente naval— la puerta se abriera de improviso para que un vociferante hombrecillo corriera bruscamente las cortinas exclamando sin la más mínima consideración:

— ¡Buenos días, jefe…! Hoy se le pegaron las sábanas… — Extendió un enorme plano sobre la alfombra, junto al rostro de César que abrió de mala gana un ojo, y añadió—: Tenemos un problema: si levantamos el mamparo del baño donde teníamos previsto, se queda sin el apoyo de la cuaderna y temo que, a la larga, se afloje.

— ¿Cuánto a la larga? — masculló el otro con voz ronca y casi inaudible.

— ¡No lo sé! Ocho o diez años… Pero si lo corremos una cuarta hacia proa, lo afirmamos a la quinta cuaderna y eso ya será eterno… — Tomó asiento en el suelo, al otro lado de la cama, ocasión que Claudia aprovechó para cubrirse la cabeza con la sábana y tratar de pasar desapercibida, aunque al hacerlo destapó el trasero de César que se había inclinado sobre el plano.

— Pero, en ese caso, el baño perdería mucho espacio — señaló éste—. Si un tipo alto se sentara en el retrete las rodillas le tocarían en la pared de enfrente.

— Ya lo he pensado — fue la rápida respuesta—. Pero podríamos correr este otro mamparo en la misma proporción.

Dos nuevos operarios de mono azul hicieron su irrupción con la naturalidad de quien en lugar de en la supuesta Camareta del Almirante Nelson se encuentra en la trastienda de una ferretería, ya que uno de ellos exhibía un muestrario de pinturas, mientras el otro cargaba con un pequeño molinete de ancla.

— ¡Buenos días, jefe! — saludaron alegremente casi al unísono mientras el primero tomaba asiento en la cama y su compañero dejaba su carga en el suelo.

— ¡Buenos días! — gruñó César—. ¿Qué tripa se os ha roto ahora?

— Aquí tiene las pinturas — replicó el del muestrario—. Yo me inclino por el castaño claro.

César había acabado por tomar asiento en la cama, colocándose la almohada tras la espalda, y podría decirse que se había olvidado por completo de la presencia de su acompañante, que cada vez se acurrucaba más bajo las sábanas esforzándose sin éxito por hacer creer que no existía.

— Ése es el tono que quería. — Se volvió al segundo de los recién llegados y señaló el molinillo—. ¿Qué tal se acopla? — quiso saber.

— Como un guante — replicó el otro feliz—. Nadie podrá decir que está allí. Pregúnteselo a Manolo. — Sin darle tiempo a dar su opinión, gritó hacia fuera—: ¡Manolo!

I

— Escuche, jefe, que esto es más importante. — La interrupción llegó ahora por parte del hombrecillo del plano que insistía en su problema—. Cierto que al correr el mamparo el tambucho de proa se reduce, pero como ganamos ese espacio aquí, nos iría muy bien…

Ahora fue un gordinflón sudoroso el que penetró volando en la estancia como si hubiese un incendio.

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