— Esa es otra historia.
— No, no es otra; es la misma — replicó Yaiza al tiempo que se acostaba en la proa de la «curiara» dispuesta a dar por concluida la conversación—. Es la eterna historia de los ocho hermanos Galeones que cometieron toda clase de crímenes por emular las hazaсas del noveno… — Su tono de voz era profundamente despectivo—. ¡Pobres tontos!
Aquélla fue la última conversación que mantuvieron, porque podría creerse que se habían dicho ya todo cuanto tenían que decirse, y Yaiza sabía que Ramiro Galeón no cambiaría de opinión, decidido a presentarse con ella en casa de su hermano costase lo que costase.
Esa misma tarde alcanzaron el ancho cauce del inmenso Orinoco y el estrábico no lo dudó un instante a la hora de enfilar la proa de la embarcación aguas arriba, luchando ahora contra corriente en busca de la confluencia con el Meta, que se encontraba casi a doscientos kilómetros de distancia rumbo al Sur.
El paisaje se había transformado, pasando de la monotonía del llano a la monotonía de la selva, y era como si la tierra hubiese desaparecido para dar paso a un verde muro de vegetación impenetrable en el que gigantescos árboles, bejucos, enredaderas y arbustos espinosos se hubieran puesto de acuerdo para entretejer una hostil cota de mallas de materia viva.
Con las aguas a punto de alcanzar su nivel máximo, no quedaban al descubierto playones ni sesteaderos, y se podía navegar durante horas sin descubrir un pedazo de orilla en el que varar la «curiara» para estirar las piernas.
Se vieron obligados por tanto a dormir a bordo, aprovechando las minúsculas ensenadas de las curvas del río, amarrados de proa a algún tronco y escuchando el rumor de la corriente al rozar contra el casco, lo que se había convertido ya en el obsesivo acompaсamiento de la desesperante travesía.
Seguía lloviendo, pero la lluvia llegaba ahora en forma de violentos chaparrones que pretendían ahogar el Universo bajo el peso de las toneladas de agua que caían en cuestión de minutos, para dejar luego paso a un cielo despejado y muy limpio que en las noches se adornaba con miríadas de estrellas y de día con un sol casi blanco que hacía nacer de la superficie del río un pesado vaho denso y caliente.
Tres días tardaron en remontar el Orinoco y luego el Meta, acosados por el calor, los mosquitos, el cansancio y las tormentas, y cuando al mediodía del cuarto divisaron al fin la isla en que se alzaba la casa de Goyo Galeón, Yaiza no pudo evitar experimentar la desagradable sensación de que comenzaba a despertar de un pesado sueсo para adentrarse en una profunda y violenta pesadilla.
A Goyo Galeón le dolía la cabeza.
Había pasado la noche y gran parte del día con una de aquellas terribles jaquecas que un par de veces al mes solían aquejarle obligándole a encerrarse en una habitación en penumbras, a morderse los labios para no aullar de dolor al experimentar la angustiosa impresión de que el cerebro le estallaba, pero como siempre sucedía, la opresión desapareció como si se tratara de un globo que se deshinchara de improviso, y a la caída de la tarde una maravillosa sensación de paz se apoderó de todo su cuerpo, y tras darse una larga ducha salió al porche a respirar un poco de aire fresco.
Y la vio allí contemplando la puesta de sol, enfundada en la bata azul de una de las negritas guayanesas, con la que la confundió en un principio, pero cuando pudo observarla a gusto, reconoció que su hermano tenía razón y aquélla era sin lugar a dudas la mujer más hermosa que hubiera pisado jamás los Llanos a cualquier lado de la frontera.
— ¡Aquí la tienes!
Se volvió a Ramiro que, balanceándose en el «chinchorro», quedaba en un principio fuera de su campo de visión, e hizo un leve gesto de asentimiento.
— Sí, en efecto, y no exageraste al describirla… — Hizo una corta pausa mientras iba a tomar asiento en una especie de extraсa butaca de mimbre que colgaba del techo y le servía para columpiarse apoyándose únicamente con las puntas de los pies en el suelo—. Pero tengo una mala noticia que darte…
— Cándido Amado ha muerto.
Era Yaiza quien lo había dicho, y resultó indudable que ambos hermanos se sorprendieron, Ramiro por lo inesperado de esa muerte y Goyo por el hecho de que fuera ella quien se adelantara a anunciarla.
— ¿Cómo lo sabes? — inquirió de inmediato.
— Lo sé.
— ¿Desde cuándo?
— Desde anteanoche.
Ramiro, que se había puesto en pie y se diría que se encontraba tan desconcertado que no sabía a quién dirigirse, se volvió a su hermano.
— ¿Es cierto? — quiso saber—. ¿Ha muerto Cándido Amado?
— Hace diez días.
— ¿De qué?
Goyo, cuyos inquietantes ojos dorados no se habían apartado un instante del rostro de Yaiza, como si estuviera tratando de averiguar cuanto pasaba por su mente, se dirigió a ella en tono casi provocativo.
— ¿Lo sabes también? — preguntó—. ¿Sabes cómo murió Cándido Amado?
Ella se limitó a negar con la cabeza, y únicamente entonces Goyo se volvió a su hermano y con estudiada lentitud aсadió:
— Lo mató Imelda Camorra.
— ¡No!
Había sido el grito de dolor de un animal herido; una negación angustiosa y desesperada, impropia de un hombre aparentemente tan duro y curtido como Ramiro Galeón.
— No… ¡Imelda, no! ¿Por qué habría de hacerlo?
— Tuvieron una pelea y lo estranguló… — Goyo hizo un ademán con las manos que parecía indicar que era algo que no debía sorprenderle—. Todos sabían que algún día acabarían matándose…
— ¿Dónde está?
— ¿Imelda? En Elorza, a la espera de que mejore el tiempo y puedan llevarla a Caracas.
Ramiro Galeón miró a su hermano con tanta fijeza que se diría que en verdad no estaba viéndole, luego se volvió a Yaiza, y por último al sol que acababa de ocultarse sobre la superficie del río.
— Iré a buscarla — dijo—. Iré a Elorza y la sacaré de allí. — Dio unos pasos hacia un lado y luego hacia otro, como una bestia enjaulada—. No dejaré que se la lleven a Caracas.
— Iré contigo — indicó Goyo con naturalidad.
— ¡No! — La voz del estrábico sonó más firme que nunca y se le diría a punto de abalanzarse sobre su hermano si se le ocurría insistir «n su ofrecimiento—. No quiero que intervengas en esto. — Agitó las manos como si desechara incluso su contacto—. ¡Yo la sacaré de Elorza! Únicamente yo. ¿Lo has entendido?
— Está muy claro… — Goyo Galeón no acababa de entender a su hermano, pero tampoco parecía tener demasiado interés por mezclarse en aquel asunto, y con un levísimo deje de burla, aсadió —: Si crees que no me necesitas, no vale la pena que me moleste.
— Lo único que quiero es un animal de remonta y algún dinero.
— ¿Cuándo piensas marcharte?
— Maсana; en cuanto aclare el día.
— No vaya.
Ramiro Galeón se volvió a Yaiza como si le hubiera pinchado, y su voz sonó profundamente hostil cuando advirtió:
— ¡Tú, calla! Me cansé de tus vainas. No quiero que predigas que me va a partir un rayo, ni mierdas por el estilo. Se trata de Imelda y nada me hará cambiar de opinión… Me largo y punto.
Su hermano, que había tomado un coco de una gran pila que había en un cesto, comenzó a cortarlo con ayuda de un afilado machete y como si el tema no le interesara demasiado seсaló a Yaiza.
— ¿Qué piensas hacer con ella…? — quiso saber.
El bizco pareció tardar en comprender de lo que estaba hablando porque su mente se encontraba muy lejos de allí, pero reaccionó encogiéndose de hombros.
— ¿Con ella? — repitió—. Decide tú. Es tuya.
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