— ¿Quién fue su padre?
No hubo respuesta, porque Feliciana Galeón desapareció tal como había llegado, furtivamente y sin siquiera un susurro, dejando tan sólo como recuerdo de su paso un leve aroma a hierbas silvestres y jabón barato, y Yaiza volvió a dormirse hasta que, ya entrada la maсana la cocinera mulata vino a anunciarle que «el amo» la esperaba para desayunar.
Y ahora aquella misma mulata acababa de aparecer de nuevo frente a ella, como fantasmagóricamente emergida de debajo de la mesa, y mientras recogía los platos y las tazas, musitó sin alzar los ojos, pues se diría que vivía aplastada por el miedo de mirar a la gente a la cara:
— ¡No le lleve la contraria! — advirtió—. No haga que se arreche de veras, porque se le cruzan los cables y es terrible. Es verdad que a una «catira» colombiana que quiso abandonarlo la colgó de aquella rama del samán que cae sobre el río, y la dejó allí, gritando, hasta que los caimanes le comieron las piernas. ¡Está loco! — concluyó en el mismo tono mientras se alejaba de regreso a una cocina en la que parecía encuevada—. ¡Loco de perinola!
Yaiza permaneció muy quieta, con la vista clavada en el samán y el agua turbia del río, tratando de imaginar los sufrimientos de la pobre mujer sacrificada, y sin poder evitar un estremecimiento de terror al tomar conciencia de que su verdugo era el mismo hombre al que se estaba esforzando estúpidamente por confundir, sin tener en cuenta que jamás conseguiría dominar las reacciones de un ser tan desquiciado.
Descendió más tarde a dar un largo paseo por la orilla y cuando arreció nuevamente la lluvia se dedicó a recorrer la amplia casa, que era cómoda y fresca, construida casi toda ella en auténtica caoba, pero decorada con cuadros, alfombras, muebles y cortinas de pésimo y chabacano gusto.
Los colores más opuestos se entremezclaban sin orden ni concierto» al igual que los objetos más dispares, y en el mismo salón podía encontrarse una máscara africana colgada en la pared sobre un kimono japonés a pocos centímetros de distancia de inmensas flechas de indígenas amazónicos y un capote de torero de un rojo violento.
Pero si en verdad había en la casa una estancia digna de ser tenida en cuenta, se trataba de la biblioteca; un luminoso salón con un cómodo sillón colocado junto a un gran ventanal que dominaba el río, con las paredes recubiertas — del techo al suelo — de estanterías de libros fuertemente apretados los unos contra los otros.
En lugar destacado, como presidiéndolo todo, un mueble tallado a mano contenía más de trescientos títulos encuadernados en piel, y Yaiza pudo comprobar, asombrada, que en aquella sala debían concentrarse por lo menos seis mil novelas de vaqueros, agentes del FBI, gángsters — y detectives, aunque eran sin duda alguna las ambientadas en el Oeste americano las que superaban, en proporción de cinco a uno, a los restantes temas.
Y todas habían sido leídas y releídas; todas aparecían manoseadas, dobladas e incluso subrayadas en determinados párrafos, y aunque Yaiza recordaba que sus hermanos alguna vez habían sido sorprendidos por una indignada Aurelia con aquellos libros en la mano, y eran lectura común entre los muchachos de Playa Blanca, jamás pudo imaginar que proliferaran en tal cantidad, ni que existiera persona alguna en este mundo capaz de rendir semejante culto a tiros, puсetazos, cabalgatas y persecuciones.
Y aumentó su miedo. Le asustó comprender que se encontraba encerrada en una minúscula isla con alguien que se complacía en asimilar tanta violencia, y acomodándose en el mismo sillón que él debía ocupar durante horas empapándose de muertes, se preguntó qué extraсas ideas pasarían por la mente de Goyo Galeón cuando tratara de equipararse a aquellos pistoleros que galopaban por las praderas de Texas o los desiertos de Arizona persiguiendo pieles rojas o grabando muescas en las culatas de sus revólveres.
¿Desde cuándo leería aquel tipo de novelas? ¿Cuál de ellas le habría dado la idea de asesinar a un ser humano con un hierro de marcar ganado, jugar una partida de póquer fumando un cartucho de dinamita, o colgar de las muсecas a una mujer con los pies rozándole el agua para que los caimanes acudieran a devorarla?
¿Cuántas barbaridades semejantes se esconderían entre aquellas miles de páginas impresas, y cuáles de ellas serían capaces de practicar un individuo tan desquiciado y que actuaba tan impunemente como Goyo Galeón?
Si alguna duda le quedaba sobre la inutilidad de su resistencia, las horas que pasó encerrada entre muertos de papel, viendo caer la lluvia y escuchando el lejano retumbar de los truenos que se alejaban sobre el Llano, concluyeron por quebrantar su ya cansado ánimo, y cuando comenzó a caer la tarde y las sombras se adueсaron de la ventana impidiéndole distinguir la rama del samán que pendía sobre el agua, tomó la decisión de aceptar su destino, y no volver a pronunciar una sola palabra que pudiese encolerizar a un ser tan propenso a la ira y la violencia.
Cenó sola y sin apetito el sabroso pescado que la esquiva mulata le puso sobre la mesa, y se acostó desnuda, sin molestarse en echar la llave a una puerta que Goyo Galeón podía derribar de una patada.
Le despertó la sensación de saberse observada, pero al abrir los ojos no fue para encontrarse frente a alguno de los conocidos muertos que a menudo acudían a visitarla, sino frente al severo rostro de Goyo Galeón, que la contemplaba a la luz de una vela.
Su primer impulso fue gritar, pero se había hecho el firme propósito de no dejarse vencer por el miedo, consciente de que lo único importante era regresar junto a su madre y sus hermanos, y fue en el momento mismo en que él dejaba la vela sobre la mesa cuando comenzó a percibir un leve aroma, que le resultó vagamente familiar, aunque en un principio no supo asociarlo a nada o nadie en concreto.
Goyo Galeón que no apartaba los ojos de aquella piel tersa y brillante y aquella espesa mata de vello que parecía tener la cualidad de hipnotizarle, tardó sin embargo algún tiempo más en advertir que el penetrante olor a hierbas salvajes y jabón barato se iba adueсando de la estancia, pero al fin el perfume cobró tal fuerza y tal presencia que le resultó imposible ignorarlo, y tras aspirar una y otra vez arrugando la nariz, llegó a la conclusión de que no era Yaiza la que olía de aquella forma tan personal y ya casi olvidada, y poco a poco su rostro se fue crispando al tiempo que palidecía y buscaba con la vista a su alrededor.
— ¿Qué es eso? — musitó tan roncamente que se diría que casi le costaba un esfuerzo pronunciar las palabras—. ¿A qué huele?
Yaiza indicó con un ademán de la cabeza la silla que ocupaba el rincón más alejado del dormitorio.
— A ella. Está allí.
— Allí no hay nada — exclamó él, volviéndose hacia el lugar indicado—. No veo nada.
— No puede verla, pero está.
Goyo Galeón permaneció muy quieto, contemplando la silla vacía y comprobando que era desde aquel punto desde donde le llegaba a vaharadas el inconfundible olor a colonia casera y jabón áspero y duro de Feliciana Galeón, que había sido, indiscutiblemente, el primer aroma que se asentó durante su niсez en su memoria.
Su madre, aquella mujer enorme, dulce y maciza, cuyo amor y atención había intentado inútilmente monopolizar, estaba sin duda sentada allí, en la silla del más apartado rincón del dormitorio y debía estar mirándole con aquella expresión ceсuda y severa con que le reprendía por inducir a sus hermanos a robar maíz de los «conucos» vecinos o propinarle una paliza a cualquier chiquillo del pueblo.
Estaba allí, pero no se advertía ternura ni amor en la forma en que estaba poniendo de manifiesto su presencia, sino que captó un rencor y una hostilidad tan acusados que le obligaron a ponerse en pie, aturdido, para abandonar súbitamente la estancia y cruzar a tropezones la casa a oscuras, salir a la lluvia y dejarse caer, tembloroso y aterrorizado, junto al tronco del samán cuyas ramas colgaban sobre el río.
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