Alberto Vázquez-Figueroa - Yáiza

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Ésta es la segunda entrega de la saga de los Perdomo, un familia de Lanzarote obligada a emigrar a tierras sudamericanas. Yáiza Perdomo, una joven de insólita belleza, posee un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar los enfermos y agradar a los muertos». Uno de sus hermanos mata al hijo de un poderoso terrateniente, y los Perdomo tienen que huir precipitadamente de la isla en una frágil embarcación. Tras terribles peripecias, llegan a las costas venezolanas y se consideran a salvo. Sin embargo, tendrán que enfrentarse a las dificultades de una nueva vida en un mundo desconocido, agravadas por el extraño hechizo que la joven Yáiza ejerce en los hombres… Con esta trilogía — integrada por Océano, Yáiza y Maradentro — Alberto Vázquez-Figueroa consigue una saga plena de aventuras y hondo perfil humano.

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— ¿Mía? ¡Guá! ¡Tronco de regalo…! Me has brindado muchas cosas en mi vida, pero nunca una «guaricha» que se entiende con los muertos. — Bebió del coco sin importarle que parte del líquido le corriera por la barba y se secó con el dorso de la mano—. ¡Me lo estaba temiendo! — aсadió—. Desde que te fuiste imaginé que tenías entre los cuernos la idea de echarme tremenda lavativa… — Se encaró con él, pero sonrió con ironía—. ¿Y quién te ha dicho que quiero quedármela? ¿Qué hago con Sandra y Lena?

— ¡Las regalas! ¡O regalas a ésta…! ¿Qué más da? — La seсaló acusadoramente—. No quiero saber nada de ella — dijo—. Nada en absoluto, porque desde el día que la vi no me ha traído más que disgustos. ¡Caraja mandada hacer para jeringar! Primero murió aquel indio. Luego Ceferino, Nicolás, Florencio y Sancho. Ahora Cándido Amado, y han metido presa a Imelda. Ganas me dan de tirarla al río y que se indigesten los «zamuritos». — Cruzó los dedos y golpeó repetidas veces la pata de la mesa más cercana—. ¡Pavosa! Tanta cara, tanto culo y tanta teta, para andar echándole mal de ojo a la gente… — Se volvió a su hermano y se le diría convencido de lo que estaba afirmando—. Mejor te libras de ella: trae mala suerte.

— Yo no creo en pendejadas.

— Allá tú, pero lo que es yo, me salgo de ésta. Te la coges, se la regalas a tus hombres, o la tiras al río, pero no quiero volver a verla… — Lanzó una mirada a su alrededor como si buscara algo, ni él mismo sabía qué, y penetró decidido en la casa—. Voy a preparar mis «corotos» — dijo—. Voy a descansar o a descapullar monos… ¡Cualquier cosa con tal de no volver a verla…!

Desapareció tan agitado como si le estuvieran acosando todos los zancudos de la sabana, y Goyo y Yaiza permanecieron unos instantes silenciosos, observándose.

— No le hagas caso — comentó él al cabo de un rato—. Lo de Imelda Camorra lo ha desquiciado. Se diría que esa mujer le dio «pusana».

— ¿Qué es eso?

— Un brebaje de los indios. Un afrodisíaco, aunque hay quien dice que en realidad es un filtro amoroso y el que lo bebe ya no vive más que para adorar a quien se lo dio. ¡Aсos lleva así ese cretino de hermano mío! ¡Con tanta hembra buena como sobra en el mundo…!

Yaiza no dijo nada. Tomó asiento en un banco de madera que corría a todo lo largo de la pared, observó cómo las sombras se apoderaban rápidamente del río y los árboles de la orilla, y por último, sin volverse, inquirió:

— ¿Qué piensa hacer conmigo?

— Joder, naturalmente…! — Goyo Galeón hizo una corta pausa—. Eres un regalo.

— No se puede regalar a las personas como si se tratara de libros o cajas de bombones. El no es mi dueсo.

— Ese no es mi problema. Cómo te obtuvo es cosa suya. — Seсaló a su alrededor—. En esta isla todo me pertenece, yo soy la ley y suelo ser justo. Si eres buena conmigo, seré bueno contigo… — Sonrió levemente—. Pero no te asustes. No soy de los que se lanzan sobre una mujer, la golpean y la violan.

— No estoy asustada — le hizo notar ella—, pero no voy a ponerme a suplicarle porque, si como dicen está loco, de poco iba a valerme.

— ¿Quién dice que esté loco?

— Todo el mundo. Mata por matar, y no ha parado hasta que siete de sus hermanos han muerto también.

— ¿Y yo qué culpa tengo? A Chucho y Jacinto se los cargaron en una riсa de taberna cuando yo estaba al otro lado del Llano. A cuatro los aplastaron los toros, y Blas cayó en una emboscada al cruzar la frontera. ¿Estoy loco por eso?

— Lo está quien provoca a sus hermanos a comportarse como lo hicieron — sentenció Yaiza con calma—. Tengo la impresión de que a los siete se les fue la vida en aguardar a que usted les diera una palmadita en la espalda por ser tan «machos». Y sabiendo que eso acabaría por llevarlos a la tumba, lo más piadoso que se puede pensar es que está loco.

— He matado a muchos por la décima parte de lo que has dicho — fue la seca advertencia—. No abuses. Hace media hora no te conocía y dentro de media hora, cuando los caribes no hubieran dejado de ti más que los huesos, ya te habría olvidado. — Goyo Galeón se llevó la mano a la frente y se la palpó apretando los parietales entre los dedos pulgares y corazón—. He tenido un mal día — aсadió—. Aún me duele un poco la cabeza, y no me gustaría arrecharme… Lo dicho: no abuses.

Ella lo observó un largo rato y por último asintió con un leve gesto:

— ¡De acuerdo! No abuso, pero recuerde que yo no pertenezco a nadie.

Dio media vuelta y sin aguardar respuesta descendió hacia la orilla del río que no era ya más que una mancha oscura al final del sendero.

Goyo Galeón que no había cesado de masajearse la frente, la siguió con la vista hasta que se perdió en las sombras y por último se rotó los ojos con gesta de fatiga. Dudaba entre tomar el machete de cortar cocos y abrirle la cabeza, o echarse a reír ante el hecho de que una mocosa hubiera sido capaz de plantarle cara, cosa a la que nadie se había atrevido desde que contaba los mismos aсos que ella. — Tiene bolas — musitó por fin—. Cuadradas las tiene, pero le voy a enseсar educación, que buena falta le hace. Va a aprender quien es Goyo Galeón. ¡Maldita sea! — masculló con rabia—. Había dejado de dolerme y esa estúpida ha vuelto a «barajustármela»… — Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Esta noche no estoy para galopadas, pero maсana va a aprender esa cretina lo que son dos cojones.

Al amanecer, Ramiro Galeón había emprendido viaje hacia Elorza, y una hora más tarde las negritas guayanesas salían acompaсadas por un «baqueano» hacia Buena Vista con la orden expresa de pasar quince días divirtiéndose y comprando «trapos».,

— ¡Pero no más de dos semanas! — advirtió severamente Sandra, que era la más lista—. Disfruta de la «guaricha» blanca, pero cuando volvamos tiene que haberse marchado… ¿Prometido?

Goyo Galeón lo prometió, convencido que aquél era tiempo suficiente para hastiarse de una muchacha inexperta, y cuando acabó de agitar la mano y la «curiara» desapareció aguas arriba en la curva del río, comenzó a silbar una alegre cancioncilla, feliz por el hecho de que ya no le dolía la cabeza y le habían dejado sin más compaсía que una vieja cocinera mulata y una preciosa criatura que estaba pidiendo a gritos que le enseсaran lo que no sabía.

El desayuno, a base de «perico», caráotas, «arepas», queso fuerte y café muy cargado, aguardaba sobre la mesa de la terraza cuando Yaiza apareció, y resultó evidente que le bastó un golpe de vista para darse cuenta de cuál era la nueva situación.

— ¿Se han ido? — inquirió.

Desde la cabecera de la mesa, Goyo Galeón asintió con un gesto al tiempo que le indicaba que tomara asiento.

— Todos — admitió—. A Ramiro ni siquiera tuve oportunidad de verle.

— Pues me temo que ya jamás podrá hacerlo… — seсaló ella mientras comenzaba a servirse un gran plato de huevos revueltos con tomate y cebolla, acompaсado de abundantes fríjoles negros—. No debió permitir que se marchara.

— Ya es mayorcito y no es mi trabajo andar cuidando hermanos.

— Eso se nota, visto que se le han muerto siete, pero imaginé que a éste, que es el último, trataría de conservarlo… — Comenzó a comer con apetito pero aún aсadió —: ¿Quién espera que le admire el día que también desaparezca?

— Nunca he necesitado que nadie me admire.

— ¿Ah, no?

Había tanta burla, ironía o incredulidad en sus palabras, que Goyo Galeón a punto estuvo de montar en cólera pese a que se había prometido a sí mismo que no permitiría que aquella chiquilla, a la que doblaba en aсos, consiguiera sacarle de quicio.

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