— ¡No puede marcharse! — aulló—. ¡Dile que no se marche…! — Avanzó aún más dentro del agua hasta que ésta le alcanzó casi la cintura y alzó un brazo hacia la otra orilla—. ¡No te vayas! — rogó—. No puedes irte después de haber estado esperándote toda la vida… ¡Por favor! ¡Por favor, padre…! — sollozó—. ¡Nunca hice otra cosa que esperarte…! ¡Dios mío…! Otra vez vuelve a estallarme la cabeza…
Yaiza sintió pena. Pena y vergьenza por haber empujado a un hombre hasta aquella situación, a la vez ridícula y patética, y pena y vergьenza porque por primera vez en su vida estaba haciendo mal uso del «Don» que le había sido concedido.
— Se ha ido — dijo al fin con un esfuerzo—. Se ha ido.
Goyo Galeón ni siquiera se volvió a mirarla y continuó adentro en el río.
— ¡¡NO!! ¡No puede irse…! ¡No puede irse sin confesar que soy su hijo..! ¡Espera! — llamó hacia el paraguatán—. ¡Espera, padre! ¡Espérame…!
Comenzó a cruzar el río nadando a grandes brazadas, sin escuchar a Yaiza, que desde la orilla suplicaba:
— Vuelva. Vuelva, por favor… ¡Es mentira! Todo es mentira… No hay nadie… ¡Le juro que no hay nadie…!
Pero sordo a todo cuanto no fuera la ilusión infantil de que un hombre como el Catire Rómulo era su padre, Goyo Galeón continuó adentrándose en el río hasta que la corriente lo tomó de pleno y lo arrastró braceando, debatiéndose y aún suplicando, hacia el violento raudal de la angostura.
— …Se lo tragó el remolino y no encontraron su cuerpo. — Yaiza hizo una corta pausa y apretó con fuerza la mano de su madre—. El negro Palomino aceptó llevarme de regreso a Buena Vista, y la Guardia Nacional me acompaсó hasta aquí. Ha sido un viaje muy largo — concluyó.
No habló más porque resultaba evidente que era un tema que deseaba eludir y su interés se centraba ahora en disfrutar de la presencia de los suyos, que con su regreso parecían haber vuelto a la vida tras aquellos interminables días de angustia e inquietud.
— Ahora lo que importa es preparar el viaje — seсaló Sebastián que parecía haber recobrado su calidad de cabeza de familia y no deseaba que la emoción prendiera en el ánimo de los suyos—. Ha dejado de llover y mamá también ha dejado de llorar, por lo que tenemos que darnos prisa o pronto los ríos comenzarán a bajar de nivel. El barco está listo.
Estaba listo en efecto, meciéndose sobre las aguas, en el diminuto remanso que formaba la gran curva, y era un hermoso navío pese a que aún le faltaran los mástiles que no hubieran hecho más que dificultar la navegación por unos ríos flanqueados de copudos árboles.
Disponía, eso sí, de timón, pértigas, toldilla y camaretas, y en proa y popa, cuidadosamente dibujado por la mano de Aurelia Perdomo, lucía orgullosamente su nombre: MARADENTRO. — ¡Es un gran barco! — sentenció Asdrúbal satisfecho de su trabajo mientras atraía hacia sí a su hermana, abrazándola por los hombros—. Aún no hemos podido probarlo, pero lo siento bajo los pies cuando le empuja el agua. Es un gran barco y nos llevará al mar.
Yaiza alzó el rostro hacia él.
— ¿No sientes irte? — inquirió con intención.
— Lo sentiría si no supiera que vamos al mar.
— El mar aún queda lejos — le advirtió suavemente mientras él le besaba la frente con ternura—. Queda muy lejos y pueden ocurrir muchas cosas antes de que lleguemos.
— Lo sé, pequeсa, lo sé. Pero por lejos que esté y muchas cosas que ocurran, siempre, te pongas como te pongas, al final de todo está el mar.
Al día siguiente, mientras Yaiza contemplaba desde la barandilla del porche cómo sus hermanos y el viejo Aquiles se afanaban transportando a bordo el equipaje y provisiones, Celeste Báez acudió a tomar asiento junto a ella y, tras permanecer unos instantes en silencio, comentó:
— Ahora el Llano se pondrá precioso. El sol hará crecer la hierba y millones de flores y parecerá en verdad el paraíso. Me gustaría que pudierais quedaros a verlo, pero comprendo que tengáis que marcharos. — Le acarició con ternura la mejilla—. Y me hubiera gustado conocerte mejor… — Sonrió con dulzura—. De todos modos — aсadió—, sé que por muchos aсos que viva y muchas cosas que ocurran, jamás podré olvidarte. Ni a ti ni a tu familia.
Yaiza la miró a los ojos y había una silenciosa complicidad en aquella mirada.
— Ya lo sé — admitió—. Al fin y al cabo, una parte de los Maradentro se queda aquí.
Una vez más Celeste Báez se sorprendió por algo que Yaiza había dicho; la observó con insistente fijeza e inquirió:
— ¿Tú lo sabes? — Ante el mudo gesto de asentimiento, insistió—. ¿Piensas decírselo a Asdrúbal?
— Ni a Asdrúbal, ni a nadie. Es su hijo; únicamente su hijo; el que siempre quiso tener en sustitución de aquel que le quitaron… — Extendió la mano y la colocó muy suavemente sobre el vientre de Celeste Báez—. Y será un niсo que llenará su vida y le dará infinitas alegrías. Será un digno descendiente de los Báez y los Perdomo Maradentro… — Sonrió con dulzura—. Pero se tiene que llamar Abel, como mi padre.
Lanzarote, agosto 1984
Libro tercero: MARADENTRO