Alberto Vázquez-Figueroa - Yáiza

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Ésta es la segunda entrega de la saga de los Perdomo, un familia de Lanzarote obligada a emigrar a tierras sudamericanas. Yáiza Perdomo, una joven de insólita belleza, posee un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar los enfermos y agradar a los muertos». Uno de sus hermanos mata al hijo de un poderoso terrateniente, y los Perdomo tienen que huir precipitadamente de la isla en una frágil embarcación. Tras terribles peripecias, llegan a las costas venezolanas y se consideran a salvo. Sin embargo, tendrán que enfrentarse a las dificultades de una nueva vida en un mundo desconocido, agravadas por el extraño hechizo que la joven Yáiza ejerce en los hombres… Con esta trilogía — integrada por Océano, Yáiza y Maradentro — Alberto Vázquez-Figueroa consigue una saga plena de aventuras y hondo perfil humano.

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— Seguro.

Goyo Galeón hubiera continuado hablando de los miles de ejemplares de novelas del Oeste que componían su biblioteca,

pero se interrumpió al advertir que un «bongó» hacía su aparición aguas arriba y se aproaba directamente a la pequeсa cala en que se alzaba el samán y constituía el desembarcadero natural de la isla.

Aguzó la vista preocupado en un primer momento, pero pareció tranquilizarse al reconocer a su único ocupante, un negro alto y escuálido que hizo un amistoso gesto con la mano, mientras varaba la embarcación en tierra, a la que saltó con la agilidad de un simio.

Mientras ascendía sin prisas por el minúsculo sendero que conducía a la casa, saludó con un sonoro vozarrón, aunque resultaba evidente que no se le advertía feliz por la visita.

— ¡Buenos días, patrón! — dijo—. ¡Buenos días la compaсía!

— ¡Buenos días, Palomino…! ¿Qué te trae por aquí con este tiempo?

— Malas noticias, patrón… Bastante malas. — Había llegado hasta ellos, y tomando asiento sin esperar a que se lo indicaran, extendió la mano y se sirvió un generoso vaso—. ¡Con su permiso! — dijo y tras bebérselo de un golpe, soltó lo que traía dentro —: El Ramiro se murió.

— ¿Mi hermano? — se asombró Goyo Galeón.

— El mismo, patrón. Por eso me lancé río abajo con ese «palo de agua» que casi me quita el negro de la piel. Me enteré en Buena Vista. Un rayo lo alcanzó por los rumbos de Elorza y pajarito lo dejó. — Hizo una pausa que aprovechó para llenar de nuevo su vaso y servirle uno a Goyo Galeón que parecía estar necesitándolo—. Por lo que me contaron, ahí mismito le echaron tierra, porque como cadáver ni para velorio servía de chamuscado que estaba.

— Ahórrate los detalles — le interrumpió el dueсo de la casa tras apurar de un solo trago su ron—. Mi hermano se murió y punto—. Se volvió a Yaiza y su tono era claramente agresivo—. ¡Estarás contenta! — le espetó—. Una vez más se cumplen tus augurios… Ramiro se murió y murió tal como habías predicho. ¡Maldita seas! — exclamó con rencor—. Maldita tú y todas las de tu raza agorera… Ganas me dan de sentarte en una hoguera, que es donde realmente deberías estar… ¡Vete! — ordenó bruscamente—. ¡Vete antes de que te vuele los sesos de un tiro! — Le apuntó con un dedo, acusadoramente—. ¡Y recuérdalo! Se ha cumplido el plazo, y te juro, como Goyo Galeón que me llamo, que ni el virgo ni el culo te van a llegar sanos a esta noche…

Yaiza se puso en pie y se encaminó a la parte trasera de la casa, desde donde descendió hacia la ancha playa que dominaba los raudales de la angostura por la que el río, ahora en crecida, se precipitaba sonoro y turbulento. Le bastaría con dejar que la corriente la arrastrara para poner fin a todo, pero era aquélla una solución que había decidido no adoptar, porque era Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, la única mujer nacida en el seno de su familia en el transcurso de las cinco últimas generaciones, y tenía que hacer honor a dicha condición.

Tomó por lo tanto asiento en un tronco caído que la corriente había depositado sobre la arena, y esperó. Esperó meditando, y ni tan siquiera hizo el esfuerzo de llamar de nuevo a Feliciana Galeón o a cualquier otro difunto, porque le constaba — tenía la absoluta certeza — de que ninguno vendría en su ayuda. No podía contar más que consigo misma, porque había dejado de ser la niсa que atraía a los peces para convertirse en una mujer que desquiciaba a los hombres.

Permaneció por lo tanto pensativa, perdida la noción del tiempo e incluso del lugar en que se encontraba, con la mente puesta en «Cunaguaro», Lanzarote o aquella inolvidable y trágica travesía del Océano, y tan sólo salió de su abstracción cuando escuchó, bronca y aguardentosa, una imperativa orden que no admitía réplica:

— ¡Desnúdate!

Estaba borracho. Tenía los ojos inyectados en sangre, apestaba a alcohol, hacía equilibrios para mantenerse en pie y probablemente le dolía la cabeza, pero se le advertía más decidido que nunca, y mientras comenzaba a desabrocharse torpemente la camisa, repitió:

— ¡Desnúdate! porque te juro que si en cinco minutos no te la he metido hasta los huevos, te pego un tiro… — Hizo una cruz con los dedos y se los besó—. ¡Por mi madre! Por Feliciana Galeón que en cinco minutos tengo que verte cogida o muerta… — Hipó sin poder contenerse y echó mano a su revólver amenazadoramente—. ¡Venga! ¡Espabila! ¡Fuera esa ropa!

Yaiza obedeció; se despojó primero de las botas y luego de la blusa, y al quedar al aire su portentoso pecho, erguido y desafiante, Goyo Galeón agitó la cabeza tratando quizá de alejar el dolor y encontrarse más lúcido para disfrutar plenamente del momento.

— ¡Vaina! — exclamó—. Eres algo único. ¡Venga! Sigue. Sigue desnudándote y ponte de rodillas… ¡Rápido…! ¡Rápido, caraja de mierda!

Parecía otro hombre. Parecía realmente la bestia humana de la que tantas historias de violencia y muerte se contaban, y Yaiza experimentó un profundo terror porque se dio perfecta cuenta de que en aquellos momentos a Goyo Galeón le daba lo mismo poseerla que pegarle un tiro.

Se desnudó por tanto sin decir una sola palabra, permitió que la abrazara, besara y mordiera hasta casi hacerla gritar de dolor, y sólo en el momento en que pretendió colocarla de rodillas sobre la arena, suplicó:

— ¡Vamos entre esas matas! No quiero que aquel hombre nos vea…

El busca con la mirada en la orilla opuesta del río, y al no ver nada, inquirió agresivo:

— ¿Hombre? ¿Qué hombre?

Ella pareció sorprenderse y alzó el brazo seсalando:

— ¡Aquél! El jinete junto al paraguatán… El que lleva de la rienda otros dos caballos iguales.

Goyo Galeón que aguzaba la vista y trataba de distinguir a alguien, se volvió como si le hubiera mordido una víbora:

— ¿Tres caballos iguales? — exclamó excitado—. ¿De qué color?

— Alazanes… — replicó Yaiza con naturalidad—. Sus tres caballos son alazanes…

— ¿Alazanes tostados? «Tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre»… — recitó quedamente Goyo Galeón cuyo rostro parecía haberse transfigurado—. ¿Cómo es…? ¿Cómo es el hombre?

— No lo distingo. Está a la sombra del árbol.

— ¿Es moreno?

— No. Más bien rubio… — Fingió aguzar la vista avanzando unos pasos hacia el agua—. Ahora lo veo: es rubio.

— ¡Rubio! — exclamó Goyo Galeón como en éxtasis—. ¡El Catire! ¡El Catire Rómulo! ¡No podía ser otro! Estaba seguro de que no podía ser otro… ¡El Catire Rómulo!

— ¿Quién? — inquirió ella mostrando ignorancia.

— El Catire Rómulo: El hombre más grande que ha dado el Llano en este siglo… — Se volvió a mirarla como si no la reconociera—. El mejor jinete, el más valiente, el más noble, aquel a quien únicamente la traición pudo vencer… — Movió de un lado a otro la cabeza y sonrió levemente como si fuera la confirmación de algo que siempre había sabido—. Mi padre.

— ¿Su padre? — se asombró ella alzando la mano hacia el supuesto jinete—. ¡No puede ser su padre! ¡Es muy joven…!

— ¡Es que está muerto! ¿No te das cuenta? ¡Está muerto…! Lo mataron hace más de treinta aсos… Está muerto pero al fin ha venido a decírmelo… — Avanzó hasta el agua y se introdujo en ella, gritando hacia el paraguatán de la otra orilla—. ¿Has venido a decírmelo? ¿Verdad? ¿Has venido a decirme que yo, Goyo Galeón, soy tu hijo? ¡Tu hijo…! ¡Dímelo! — suplicó—. ¡Dímelo de una vez!

— Se marcha.

Se volvió a ella y sus ojos parecían querer saltársele de las órbitas.

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