Alberto Vázquez-Figueroa - Yáiza

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Ésta es la segunda entrega de la saga de los Perdomo, un familia de Lanzarote obligada a emigrar a tierras sudamericanas. Yáiza Perdomo, una joven de insólita belleza, posee un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar los enfermos y agradar a los muertos». Uno de sus hermanos mata al hijo de un poderoso terrateniente, y los Perdomo tienen que huir precipitadamente de la isla en una frágil embarcación. Tras terribles peripecias, llegan a las costas venezolanas y se consideran a salvo. Sin embargo, tendrán que enfrentarse a las dificultades de una nueva vida en un mundo desconocido, agravadas por el extraño hechizo que la joven Yáiza ejerce en los hombres… Con esta trilogía — integrada por Océano, Yáiza y Maradentro — Alberto Vázquez-Figueroa consigue una saga plena de aventuras y hondo perfil humano.

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— No quiero andar con rodeos, ni perder el tiempo — le advirtió—.

Pienso acostarme contigo durante quince días porque siempre he creído que un hombre y una mujer tienen un número determinado de polvos que echar juntos, y con ésos me basta. Al término de ese tiempo te devolveré a «Cunaguaro» y todos contentos. — Hizo una significativa pausa—. Pero si empiezas a fregarme la paciencia, te juro que dentro de tres días, ¡tres días, óyeme bien! te cuelgo sobre el río para que te coman los caimanes… ¿Está claro?

— Muy claro.

— Decídete pues.

Yaiza seсaló su plato:

— ¿Puedo terminar de desayunar?

Goyo Galeón notó que una oleada de calor le congestionaba el rostro y su mano hizo tanta presión sobre el tenedor que estuvo a punto de doblarlo, pero pese a la ira que le invadía su voz sonó tranquila al comentar.

— La verdad es que aún no he decidido si eres demasiado lista, o demasiado inconsciente… — Hizo una pausa y su tono se volvió amenazador—. ¿Tienes una idea de con quién estás hablando?

Yaiza asintió convencida:

— Con Goyo Galeón, que sólo ha tenido miedo a dos cosas en su vida: a ser hijo del sargento Quiroga, o de Anastasio Trinidad.

El tenedor cayó sobre los fríjoles con un «ploff» que sonó absurdamente, y el mantel y la camisa del dueсo de la casa quedaron salpicados de una salsa marrón oscura y espesa.

Durante un par de minutos Goyo Galeón pareció haber perdido el habla quedando como idiotizado, con la vista fija en el rostro de la muchacha que se sentaba frente a él, y que se limitaba a mirarle por encima de su taza mientras bebía, con notable parsimonia, su retinto café.

Por último, casi con un hilo de voz, articuló a duras penas:

— ¿Cómo sabes eso?

— Anoche me lo contaron.

— ¿Quién?

— Alguien que lo sabía.

— Únicamente mi madre lo sabía.

— Pues sería ella.

— Murió hace once aсos.

— No me dijo la fecha. Sólo me dijo que cuando era niсo y se encontraba a solas le insistía, llorando y suplicando, para que fe dijera el nombre de su padre. Que era el único de sus hijos al que parecía importarle, y que como nunca consintió en confesárselo le pedía que al menos le jurara que no se trataba ni del sargento Quiroga, ni del borracho Anastasio Trinidad.

Goyo Galeón agitó de un lado a otro la cabeza sin dejar de mirarla y por último, casi mordiendo las palabras, aseguró:

— Eres una mala bestia, hija de puta… Con esa cara de ángel eres el bicho más daсino que he conocido nunca… — Apartó el plato y echó hacia atrás la silla porque podría creerse que de improviso sentía asco, e incluso el aire le faltaba, y sin cambiar el tono, aсadió —: No sé qué trucos empleas, pero conmigo no van a servirte porque al sargento Quiroga le metí una bala entre los cuernos, y a Anastasio Trinidad le rebané el pescuezo cuando dormía sobre sus propios vómitos.

— Ninguno de ellos era su padre.

— ¿Cómo lo sabes?

— Su madre nunca tuvo nada que ver con el sargento porque era impotente. Y Trinidad fue únicamente el padre de su hermano Ceferino.

— ¡Lo estás inventando!

Yaiza se limitó a encogerse de hombros y él insistió machacón:

— Lo estás inventando. Ramiro, que siempre fue un bocazas, ha debido contarte algo y tú lo enredas, pero no soy tan estúpido como para caer en esa trampa. — Encendió un cigarrillo y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que ella advirtiera que la mano que sostenía la cerilla le temblaba. Era la primera vez que le ocurría y eso le enfureció aún más. Cuando al fin aspiró dos bocanadas de humo y se sintió más tranquilo, aсadió —: Ya que pareces saber tanto, dime, ¿quién fue en realidad mi padre?

— Si ella vuelve esta noche tal vez me lo diga.

— ¿Quién, mi madre? — negó convencido—. Dudo que salga de su tumba para contarte algo que jamás contó a nadie. La vieja siempre mantuvo el secreto respecto a la paternidad de cada uno. Éramos hijos suyos y punto. A todos nos quería por igual.

— Y eso le molestaba…

— ¿Qué?

— Que les quisiera a todos por igual. Que no se diera cuenta de que usted era diferente. — Yaiza le miraba fijamente, tratando de leer en su rostro la reacción a cada una de sus palabras—. Y por eso decidió llamar su atención. Con la disculpa de que dos pobres borrachos la habían insultado, los mató. A partir de ese momento ya era diferente.

El no dijo nada. Pareció necesitar tomarse un tiempo para asimilar cuanto acababa de decirle, y al fin se puso lentamente en pie, rodeó la mesa, se plantó frente a ella, y de improviso, con todas las fuerzas de que se sintió capaz, le cruzó la cara de un rabioso bofetón.

Yaiza no hizo gesto alguno, limitándose a mirarle con unos inmensos ojos verdes, profundos y desafiantes que en aquellos momentos parecían pertenecer a una mujer que hubiera vivido mil aсos.

Goyo Galeón debió descubrir en esos ojos que acababa de enfrentarse a la criatura que «atraía a los peces, amansaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», y ese descubrimiento pareció tener la virtud de desconcertarle aún más, porque súbitamente se miró la mano como si le sorprendiera el hecho de que había osado golpearla, y musitando un «lo siento…», apenas audible, dio media vuelta y penetró en la casa para encerrarse en su habitación, porque de nuevo le dolía terriblemente la cabeza.

Yaiza permaneció muy quieta largo rato, luego se sirvió con parsimonia una nueva taza de café, y bebió pensativa, observando la lluvia, los patos, las garzas que sobrevolaban el río y el grueso tronco de ceiba que traía la corriente y sobre el que distinguió un diminuto araguato que realizaba desesperados esfuerzos por mantener el equilibro y no caer a un agua en la que le esperaba una muerte cierta. Se preguntaba una vez más qué hacía ella allí, tan lejos de Lanzarote y de su casa, y hasta dónde pensaba empujarla un destino estúpidamente caprichoso que parecía complacerse en jugar con su vida y la de los seres que amaba, como si no tuvieran mayor oportunidad que aquel triste mono, al que el agua arrastraba, obligándole a sufrir mil sobresaltos, hasta llegar al raudal de la próxima angostura donde lo enviaría definitivamente a las fauces de los caimanes.

Allí estaba ella, en mitad de un turbulento río de aguas oscuras que servía de salvaje frontera en el confín remoto de dos países, lejos de su madre y sus hermanos, y a solas con un asesino cuyo evidente desequilibrio mental parecía remontarse a su infancia.

— Quería destacar siempre — le había confesado Feliciana Galeón—. Quería parecer superior a todos en todos los conceptos y odiaba que pese a cuanto hiciera le continuaran llamando «hijo de puta» porque ésa era una realidad que jamás conseguiría cambiar.

Debió ser muy atractiva en su tiempo aquella mujer ya raída por los aсos, que había tomado asiento en el más alejado rincón de su dormitorio y no había apartado ni un instante de su rostro unos ojos cansados y enrojecidos.

— Siempre quise tener una hija — dijo luego—. Una niсa que pudiera entender que desde el día en que mis padres me echaron de casa no me quedaban muchos caminos que seguir. Pero Dios tan sólo quiso darme hijos. Nueve hijos rebeldes, o más bien un rebelde y ocho idiotas, que se dejaron manejar como corderos. Los quise a todos por igual, les di cuanto tenía y luché por convertirlos en hombres de provecho. — Su voz era como un quejumbroso runruneo—. Pero uno estaba «bichado» y me pudrió al resto. Y ahora siete de mis hijos están muertos, y Goyo rico y cubierto de sangre. ¡No es justo! — protestó—. No es justo, ni por sus hermanos, ni por mí, ni por su pobre padre que merecía un hijo mejor.

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