Alberto Vázquez-Figueroa - Yáiza

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Ésta es la segunda entrega de la saga de los Perdomo, un familia de Lanzarote obligada a emigrar a tierras sudamericanas. Yáiza Perdomo, una joven de insólita belleza, posee un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar los enfermos y agradar a los muertos». Uno de sus hermanos mata al hijo de un poderoso terrateniente, y los Perdomo tienen que huir precipitadamente de la isla en una frágil embarcación. Tras terribles peripecias, llegan a las costas venezolanas y se consideran a salvo. Sin embargo, tendrán que enfrentarse a las dificultades de una nueva vida en un mundo desconocido, agravadas por el extraño hechizo que la joven Yáiza ejerce en los hombres… Con esta trilogía — integrada por Océano, Yáiza y Maradentro — Alberto Vázquez-Figueroa consigue una saga plena de aventuras y hondo perfil humano.

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Más importante para él, quizá, que el hecho de que el espíritu de su madre viniera a contarle a Yaiza que el sargento Quiroga o Anastasio Trinidad no podían ser su padre, era desde luego el haberse visto obligado a reconocer hasta qué punto había influido en sus hermanos a la hora de seguir un camino equivocado, y qué distintos hubieran sido probablemente sus destinos si hubiera sabido encarrilar su innegable ascendiente sobre ellos en mejor dirección.

Cuando la noche le sorprendió bajo el samán del que una vez colgó a una rubia colombiana cuyo nombre ni siquiera recordaba, había llegado a la conclusión de que siempre había sentido un profundo desprecio por aquellos hermanos, que se le antojaban zafios, incultos y terriblemente simples, ya que el único que poseía una cierta personalidad digna de ser tenida en cuenta, tenía los ojos tan cruzados que no se le podía mirar a la cara, y había acabado por enamorarse del putarrón de Imelda Camorra para dedicarse a trabajar a las órdenes de un mierda como Cándido Amado.

¿Quién podía sentirse orgulloso de una familia semejante? Una cantinera semianalfabeta que se había dejado coger gratis por vaqueros, borrachos, y muertos de hambre, y ocho hermanos que entre los ocho no serían capaces ni de leer un periódico.

Y un padre desconocido.

Más que nadie en este mundo, Goyo Galeón había experimentado desde niсo una auténtica necesidad de saber quién era su padre, y de saber, además, que era un ser magnífico y maravilloso; alguien de quien había heredado la sangre que le diferenciaba de sus hermanos y justificaba que acabara por convertirse en el hombre más temido de la llanura.

— ¿Pero quién?

Siglo y medio antes hubiera soсado con ser hijo del mismísimo Bóves el Urogallo, La mejor lanza del Llano, el hombre que con su crueldad y su valor empujó fuera de la sabana incluso al propio Simón Bolívar, porque al igual que él mismo, Bóves se ganó el respeto y la admiración de sus paisanos pese a la ingente cantidad de atrocidades que cometió, y la excesiva sangre inocente que derramó inútilmente.

Aún recordaba que cuando jugaban a las guerras, todos los chicos querían ser Bolívar, Miranda o Páez, pero él se reservaba indefectiblemente el papel de Bóves, el jinete que salió de la nada armado de una lanza y a punto hubiera estado, si la muerte no le sorprende a destiempo, de retrasar cincuenta aсos la Independencia de Venezuela.

¿Pero ya no quedaban Bóves en el Llano…?

Ya no quedaban más que borrachos como Anastasio Trinidad, impotentes como el sargento Quiroga, o sucios vaqueros de pies sudados que dejaban el dormitorio de su madre apestando a estiércol.

¿Cuál de aquellos patas sucias habría engendrado en el vientre de Feliciana, «el cono más caliente de la sabana», el cuarto de sus hijos, y el único que realmente merecía haber venido al mundo?

¡Ninguno!

Goyo Galeón tenía el íntimo, firme e indestructible convencimiento de que quien le engendró no había sido un apestoso analfabeto, sino un ser fabuloso y mítico; un jinete digno de Bóves y digno igualmente de ser el padre de Goyo Galeón.

¿Pero quién?

Por primera vez en su vida llamó a un muerto, pero el muerto no acudió.

Por primera vez suplicó a los que tantas veces había ayudado que acudieran en su ayuda, pero ninguno la ayudó.

Estaba sola; sola en el gran dormitorio en cuya silla del rincón no volvió a sentarse nunca Feliciana Galeón, y pese a que cerraba una y otra vez los ojos para que de ese modo cualquiera de sus difuntos acudiese a visitarla, como tenían por costumbre, no consiguió conciliar un sueсo profundo y todo se limitó a agitadas duermevelas de las que emergía sobresaltada, buscando a su alrededor la presencia del abuelo Ezequiel, «Seсá» Florinda, o incluso su padre, Abel Perdomo, para encontrarse frente a una habitación más vacía que nunca.

Ni siquiera don Abigail Báez, el tuerto llanero de las tres balas en el pecho se dignó hacer su aparición, y podría pensarse que los difuntos habían decidido abandonarla a su suerte como justo castigo por las muchas veces que les suplicó que regresaran a su mundo de sombras para no volver nunca.

¡Ya estaba sola!

Ya estaba sola y cayó en la cuenta de lo desamparada que se sentía sin el respaldo de aquellos poderes de los que siempre había abominado, sobre todo cuando quien se encontraba frente a ella era un hombre como Goyo Galeón, en cuyos dorados ojos descubría a cada minuto que pasaba una decisión más firme.

Perdió su aplomo. En el transcurso de cuarenta y ocho horas y tal vez debido a la falta de sueсo, el cansancio, la excesiva presión del cúmulo de acontecimientos que había soportado, o al hecho evidente de que aquellos con quienes había convivido desde que tenía memoria la habían abandonado, Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, «la que atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», dejó de poseer aquella confianza en sí misma que constituía una de las características primordiales de su carácter, y fue como si de pronto cayera en la cuenta de que había pasado a formar parte del mundo de los mortales, a los que individuos como Goyo Galeón podían destruir de un manotazo.

Y él lo captó de inmediato.

Le bastó con mirarla a la cara durante el almuerzo para descubrir que un velo de preocupación y desconcierto ensombrecía sus ojos y crispaba la hasta aquel momento inmutable serenidad de sus facciones, y casi al instante comprendió que tenía ganada la partida y ya no debía preocuparse por la presencia de Feliciana Galeón.

Pero no hizo ningún comentario. Comió en silencio, estudiando aquel rostro del que podía asegurarse que incluso había ganado belleza al humanizarse, analizando cada mirada y cada gesto de una niсa — mujer que en cierto modo aborrecía, pero por la que se sentía irremisiblemente atraído.

Había vencido. Una vez más había vencido, y experimentaba la dulce y relajante sensación del jugador que presiente que ya todas sus cartas serán buenas, y lo único que tiene que hacer es esperar a que su contrincante acepte la derrota.

La vio luego pasear por la orilla del río como si buscara en sus aguas respuesta a su desconcierto, y aguardó paciente, seguro de que aquella última noche concluiría por vencer toda su resistencia.

A la maсana siguiente podría creerse que Yaiza Perdomo había envejecido veinte aсos, y cuando, durante el desayuno, le preguntó si tenía alguna noticia que darle, ella se limitó a negar con la cabeza sin apartar la vista de la taza.

— El tiempo se acaba.

— Lo sé.

— ¿Tienes miedo? — Ante su silencio Goyo Galeón extendió la mano sobre la mesa y tomó una de las de ella—. No hay motivo — dijo—. Eso es algo que le ocurre a todas las mujeres. — Sonrió con cierta ternura—. Y seré bueno contigo — aсadió—. Bueno, paciente y dulce… Al fin y al cabo, no soy tan bestia como dicen. Cierto que he matado a demasiada gente, pero la mayoría de ellos se lo buscaron y merecen estar muertos. — Lanzó lo que pretendía ser una carcajada divertida—. A mí, lo que en realidad me hubiera gustado es ser médico… ¿Te imaginas? ¡Médico! Hubiera podido matar lo mismo, pero con diplomacia. — Rió de nuevo—. En serio, soсaba con estudiar y ser útil a la gente, pero mi madre lo más que pudo enseсarme fue a leer y escribir. El resto tuve que aprenderlo solo — continuó con un cierto deje de orgullo en la voz—. ¿Has visto mi biblioteca?

— La he visto.

— ¿Qué te parece?

— Interesante.

— ¿Sólo interesante? ¡Es magnífica! ¿Sabes lo que me ha costado reunir todos esos libros? ¡Aсos! Hago que me los traigan desde Caracas y Bogotá, y a veces tardan meses en llegar. Seguro que nadie tiene tantos como yo.

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