Alberto Vázquez-Figueroa - Yáiza

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Ésta es la segunda entrega de la saga de los Perdomo, un familia de Lanzarote obligada a emigrar a tierras sudamericanas. Yáiza Perdomo, una joven de insólita belleza, posee un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar los enfermos y agradar a los muertos». Uno de sus hermanos mata al hijo de un poderoso terrateniente, y los Perdomo tienen que huir precipitadamente de la isla en una frágil embarcación. Tras terribles peripecias, llegan a las costas venezolanas y se consideran a salvo. Sin embargo, tendrán que enfrentarse a las dificultades de una nueva vida en un mundo desconocido, agravadas por el extraño hechizo que la joven Yáiza ejerce en los hombres… Con esta trilogía — integrada por Océano, Yáiza y Maradentro — Alberto Vázquez-Figueroa consigue una saga plena de aventuras y hondo perfil humano.

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La luz, filtrada y vuelta a filtrar por las espesas nubes, llegaba al suelo tan fatigada ya que ni extraía reflejos al metal o los esteros, y estos últimos no acertaban a servir de espejo a las palmeras, pues su superficie jamás conseguía aquietarse un solo instante por culpa de la lluvia.

Era melancolía más que tristeza lo que se apoderaba en aquel tiempo del espíritu, y abrazada a sus rodillas bajo la diminuta toldilla de lona encerada, que ya incluso comenzaba a permitir que traspasara el agua, Yaiza dejaba que transcurrieran las horas, callada y mustia, con el pensamiento puesto en su familia a la que imaginaba mucho más preocupada de lo que ella misma se sentía.

No tenía miedo. No le asustaba Ramiro Galeón, ni le inquietaba tampoco que intentara «venderla» a Cándido Amado, pero no podía sentirse segura con respecto a Goyo Galeón, pues, según Celeste Báez, bajo su apariencia de hombre tranquilo ocultaba una auténtica personalidad de psicópata asesino que jamás dudaba a la hora de matar a un ser humano por dinero, pero que a menudo también mataba por el simple placer de hacerlo.

— Hay quien asegura que la sangre le emborracha — había contado una noche tras la cena—. Al verla se vuelve como loco y ya no le importa si son mujeres o niсos lo que mata.

Yaiza huía de los locos. Se sentía rechazada por ellos, y recordaba que al verla, el tonto de Uga, Tinín el Microcéfalo lanzaba espuma por la boca, aullaba y le tiraba piedras, pese a que por lo general solía comportarse como un pobre bobo inofensivo. Más tarde, otro loco, fogonero de un mercante andaluz que recaló de arribada forzosa a Playa Blanca, comenzó a insultarla a gritos, sin motivo, y fueron necesarios cuatro tripulantes para arrastrarlo a un bote que le llevara de regreso al barco, donde el capitán tuvo que encerrarle en la sentina hasta que se le pasó el ataque. Ella que amansaba a las bestias y atraía a los muertos, desagradaba sin embargo profundamente a los locos, y ahora temía enfrentarse al más peligroso de los locos conocidos.

Ramiro Galeón no hablaba demasiado de su hermano pero cada vez que lo hacía dejaba traslucir la desmesurada admiración que sentía por él; admiración que le impulsaba a justificar todos sus actos, achacándolos a que se había visto forzado por las circunstancias.

— Cuando has nacido hijo de cantinera y padre de paso, esta tierra no te deja donde elegir. Ó aceptas ser perro de cualquier amo que come no más que los huesos, o te afilas las espuelas lanzándote a la gallera a ganar o a que te ganen.

— ¿Y hacía falta matar tanto?

— Lo malo de ese oficio no es lo mucho que mates, sino que basta con que a ti te maten una sola.

— ¿Y por qué no lo deja? Por lo oído, dinero no le falta…

— El es Goyo Galeón y lo será hasta el final. «Tigre es tigre, y hasta muerto huele a tigre.» Yo intenté dejarlo por Imelda Camorra y aquí estoy aguardando a que el patrón me arroje sus sobras, y ladrando en su nombre. — Chascó la lengua—. Y cuando quise morder me zumbaron doce tiros.

— ¿Y por qué en lugar de raptarme no raptó a Imelda Camorra?

— ¿A Imelda? — se asombró—. ¡Castrado quien lo intente! Un día quise darle un beso a la fuerza y aquí está la cicatriz del bocado que me arreó en los hocicos. Sobrada de cojones anda ésa para haber nacido hembra, y no se abre las piernas si no es a cambio de un «Hato» con dos mil toros.

— ¿Y espera conseguirlos vendiéndome…?

— Al menos Goyo verá que lo he intentado.

¡Goyo! En ocasiones tenía la impresión de que más que admiración había una punta de temor en la voz de Ramiro Galeón, como si se estuviese refiriendo a un padre excesivamente severo o un maestro riguroso, y se preguntaba qué clase de hombre tenía que ser quien conseguía asustar incluso a Ramiro Galeón.

El viaje se hacía eterno. Húmedo, fastidioso y eterno, porque al desembocar en el Arauca cambió la anchura del río, pero no el tedio del paisaje, y tan sólo el aumento de las manchas de ganado que pastaban en la sabana y aisladas rancherías que se alzaban a una y otra orilla, hacían pensar que navegaban por una de las más importantes arterias fluviales de la llanura, pero al fin apareció ante sus ojos lo que sin duda Ramiro Galeón venía buscando desde mucho tiempo atrás, un caserón de considerables proporciones ante el que se encontraba varada una ancha «curiara» de cinco metros de largo, dotada de un potente motor.

Nada más verla, el estrábico varó el «bongó», se cercioró de que nadie se había apercibido aún de su presencia, y con un trozo de cuerda de la toldilla ató las manos de la muchacha.

— ¡Quédate aquí y no digas nada! — le ordenó—. No estoy para vainas.

Tomó luego su rifle, se cercioró de que estaba cargado, lo amartilló, y echó a andar sigilosamente hacia la casa procurando que el talud de la orilla le ocultase.

Yaiza lo siguió con la vista hasta que desapareció en el interior de la vivienda, y a los pocos instantes escuchó un disparo. Se hizo un silencio y cuando reapareció, Ramiro Galeón cargaba un saco y un pequeсo bidón de gasolina que dejó en la «curiara» y regresó, sin prisas, en su busca.

— Vamos — dijo—. Viajaremos más cómodos.

Le siguió, subió a la embarcación, y mientras él la empujaba para ponerla a flote, percibió, llegando de la casa, unos sollozos.

—;Ha sido capaz de matar a alguien tan sólo por viajar más cómodos? — inquirió horrorizada.

— Únicamente le esmoché una pata — contestó él sin mirarla—. Y fue porque se lo buscó.

Saltó a la embarcación y puso en marcha el motor, al tiempo que la corriente les empujaba río abajo, mientras Yaiza, que continuaba con la vista fija en la casa, advertía cómo una negra y una niсa salían a la puerta y les miraban. Mostró sus manos atadas en seсal de impotencia, y la negra y ella se estuvieron mirando hasta que Ramiro Galeón la hizo volver a la realidad.

— Ahora todos sabrán con quién vas y qué dirección llevas — fue lo que dijo—. ¿Crees que eso le servirá de algo a tus hermanos?

— Espero que no — respondió ella—. Espero que no intervengan y no haya más tragedias que lamentar. No me inquieta que se enfrenten a Cándido Amado, pero sí a su hermano.

— ¿Te asusta Goyo?

— Casi tanto como a usted.

Ramiro Galeón soltó una divertida carcajada y le guiсó un ojo, inclinando a un lado la cabeza en seсal de admiración.

— ¡Ah, carajita endemoniada nacida para enredar! — exclamó—. Empiezo a creer que eres demasiado lista para mí, y me siento como puma con puercoespín como cena, dudando entre acostarse con hambre o con el morro escocido. — Hizo un gesto para que extendiera las manos y mientras la liberaba de sus ataduras, inquirió observándola muy de cerca—. ¿Qué te hace pensar que le tengo miedo a Goyo? Si es mi hermano, ¿por qué habría de temerle?

— ¿Cómo quiere que averigьe en tres días lo que usted no ha sabido averiguar en aсos…? — replicó ella con calma—. Se comporta como el chiquillo que ha hecho algo malo y está intentando que su padre le perdone… — Hizo una larga pausa y al fin aсadió severamente —: Yo soy su regalo.

— ¿Regalo? — se sorprendió el bizco—. ¿De qué regalo hablas? Cincuenta mil bolívares no son ningún regalo.

— ¿Y quién espera que se los pague? ¿Cándido Amado? — Había dejado de mirarle, volviéndose a contemplar una vez más la orilla del río que continuaba sin cambiar de apariencia—. Usted no se ha tomado tantas molestias para entregarme a Cándido Amado a cambio de un dinero que nunca le va a pagar. Usted me lleva como trofeo a su hermano.

— Al menos, Goyo es un hombre.

— No es más que una bestia, por muy «hombre» que usted lo considere. — Resultaba difícil sostener fijamente la mirada del bizco—. ¿E Imelda Camorra? — quiso saber—. ¿También renunciará a ella por su hermano?

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