Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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Fue un largo viaje en el que el indio disfrazado de jaguar marchaba con paso rápido y seguro, como si conociera cada metro de aquel camino que le llevaba a la casa del dios de sus antepasados, y Yáiza le seguía con aire ausente, hundida en sus negros pensamientos sin prestar atención a cuanto le rodeaba como si los árboles, los animales o incluso las hermosísimas orquídeas que estallaban de color aquí y allá, hubieran dejado súbitamente de existir.

Etuko no se detuvo ni una sola vez, ni ella se lo pidió, pues pese a la viveza del paso no se sentía fatigada, y cuando dos horas más tarde se encontró de improviso al pie de la impresionante mole de piedra del tepuy, le sorprendió descubrir que habían llegado y a pesar de que el sol estaba muy alto le asaltó la impresión de que tan sólo hacía unos minutos que habían iniciado la marcha.

El hechicero hizo entonces un gesto para que se quedara donde estaba y recorrió muy despacio los escasos metros que le separaban del nacimiento de la pared de roca en la que apoyó la frente para permanecer así largo rato, como si rezara o rindiera pleitesía a la montaña. Luego, la llamó con la mano y comenzó a rodear la escarpada muralla aunque de tanto en tanto se detenía a escuchar, y resultaba evidente que todos y cada uno de sus sentidos se encontraban alerta.

Yáiza la dejaba actuar limitándose a detenerse o seguirle según le indicara, impresionada únicamente por la altura y la verticalidad de aquel tepuy que se diría diseñado por el más meticuloso de los arquitectos modernistas, hasta que el «yanoami» apartó un espeso grupo de altos matorrales que crecían al pie del muro, y penetraron en lo que parecía una caverna natural en la que se habían tallado anchos y toscos escalones sumamente resbaladizos a causa del agua que rezumaba e iba cayendo en forma de diminutas cascadas.

Ascendieron con prudencia unos treinta metros, alumbrados tan sólo por la escasa luz que llegaba desde lo alto, y cuando emergieron de nuevo al exterior, Yáiza no pudo por menos que admirarse por la belleza de un paisaje en el que la selva se extendía hasta perderse de vista en una lejana cadena de montañas que apenas se vislumbraban hacia el Sur.

Un sendero de unos dos metros de ancho trepaba formando una pronunciada pendiente que con frecuencia se hacía necesario salvar por medio de viejos peldaños que manos anónimas habían labrado muchísimos años atrás, y ahora sí que experimentaba una fatiga tan acusada, que de tanto en tanto se veía obligada a detenerse para recuperar el aliento y permitir que el corazón dejara de latirle con violencia.

El sol caía a plomo cuando alcanzaron un amplio descansillo en el que se había remansado el agua formando una especie de piscina transparente y poco profunda en la que el indígena se introdujo para beber de aquella forma tan característica de su raza, y Yáiza lo hizo utilizando las manos para concluir por dejarse caer junto a una piedra y dormirse tal como no había dormido quizás en mucho tiempo.

El «yanoami» aguardó impasible a que abriera los ojos y se puso entonces de nuevo en marcha velozmente aunque el sendero se iba haciendo cada vez más estrecho, empinado y peligroso, hasta el punto en que al llegar a los recodos se hacía necesario aferrarse a los salientes de la pared. Más tarde, y a medida que se aproximaban a la cumbre, se fueron haciendo cada vez más frecuentes las cataratas que se precipitaban sobre ellos como duchas gigantescas, pero unos metros más abajo el agua se evaporaba diluyéndose en el aire como una blanca cola de caballo que se transformara por caprichos de la Naturaleza en un incompleto arco iris que destacaba contra el verde fondo de la selva.

No cabía sentir vértigo. Cuando setecientos metros en vertical les separaban de las primeras copas de los árboles, el vértigo constituía un lujo inadmisible, y tenían que limitarse a fijar la vista al frente y confiar en que el sendero no se volviera aún más escarpado ni la roca más resbaladiza.

Una hora después, y tras cruzar bajo dos grandes cascadas que les dejaron empapados y temblorosos, desembocaron de improviso en una explanada cubierta de chaparros y pedruscos, en la que Etuko se detuvo indicándole que desde allí debía continuar sola mientras él permanecía esperando.

El sol se encontraba casi a la altura de sus ojos cuando reemprendió!a marcha, y unos treinta metros más arriba se volvió para observar cómo el «yanoami», acuclillado junto a la pared de piedra, la observaba a su vez. Hizo un leve gesto de despedida con la mano pero el otro ni siquiera se movió, y en el siguiente recodo del camino lo perdió de vista por completo.

Al alcanzar la cima le impresionó ante todo su soledad y su silencio. No tendría más de dos kilómetros de largo por uno de ancho, y aparecía lisa y casi sin accidentes, como una inmensa caja de zapatos que un gigantesco cíclope hubiese tenido el capricho de colocar en el centro de la llanura, y de la que el agua y el viento se habían encargado de arrastrar, con el transcurso de los siglos, hasta la última mota de polvo.

Algunos matojos, de un verde muy oscuro, casi negro, pugnaban por asomar naciendo entre los resquicios del suelo de piedra, y en los charcos que se formaban en algunas hondonadas crecían mustios nenúfares de gruesas flores de tonos carmesí.

Únicamente un águila solitaria alzó el vuelo a su paso, no se hizo presente ningún otro signo de vida, y cuando el ave se perdió de vista en el abismo en busca de su nido, le invadió la sensación de que se había convertido en el último habitante de un planeta muy lejano ya muerto.

Al concluir de atravesar la meseta para asomarse al borde opuesto, el sol rozaba ya la línea del horizonte, y la selva, a sus pies, no era más que una ancha y mullida alfombra sobre la que trazaba caprichosos dibujos un río lejano cuyas aguas adquirían tonalidades que oscilaban del oro al ocre.

De pie casi a mil metros de altura en el filo de una pared de negra roca cortada a cuchillo, le invadió al fin una profunda sensación de paz y el convencimiento de que habla llegado al término de todos los caminos, porque aquél era sin duda el punto en que Dios cortó el cordón umbilical que le unía a la Tierra y la dejó marchar para que comenzara a girar alejándose por sí sola en busca de su lugar en la inmensidad del Universo.

Caía la noche; más quieta, más callada; más noche que ninguna otra noche que pudiera haber existido anteriormente, porque no soplaba la más ligera brisa que trajera siquiera un rumor muy lejano, no había vida, ni luz, ni movimiento, y cuando el cielo se engalanó con estrellas y galaxias, el abismo se volvió aún más profundo y tenebroso, lo que le hizo abrigar la sensación de que se encontraba suspendida en el vacío, a mitad de camino entre la selva y el infinito.

Estaba allí: en El mundo perdido de sus terrores infantiles; en la cima del tepuy en que habitaba el monstruo de tantas pesadillas; sola y a oscuras, cansada e indefensa pero firme y serena porque no le temía ya a las bestias prehistóricas, a los dioses indígenas, a los muertos que venían a inquietarla, ni aun a su propia muerte tan insistentemente presentida.

Estaba allí, esperando a Omaoa, pero Omaoa no acudía.

Tomó asiento al borde del precipicio, recostó la cabeza en una roca, y decidió aguardar la llegada del dios, buscando reconocer en aquellas estrellas las que su abuelo le enseñara de niña. Allí estaban todas, tan fieles como siempre, pero acompañadas por millones de otras nuevas, porque allá arriba el aire era tan limpio y la visión tan clara, que cada estrella parecía haberse dividido en mil mágicamente.

Tuvo tiempo de pasar revista a sus recuerdos, mucho tiempo. El dios «yanoami» se hacia esperar, y recostada allí en el más lejano y portentoso mirador jamás creado, permitió que su vida fuera cruzando ante sus ojos como si cada escena naciera de la profunda selva oscura y ascendiera hacia ella con el único fin de hacerle revivir momentos ya olvidados.

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