La muchacha meditó mientras reanudaba su labor, y por último negó con la cabeza:
— No — dijo —. No creo que deba hablarle de mi padre. Cuanto le dijera sería parcial porque lo adoraba y eso resultaría contraproducente para usted.
Zoltan Karrás se interrumpió en su tarea de encender su cachimba y pareció molesto.
— ¿Qué quieres decir con eso? — quiso saber —. ¿Qué tengo que ver yo con tu padre?
— ¡Oh, vamos, Zoltan! — rió ella —. «No me navegue con bandeja de pendejo», como dicen por aquí. Pretende que le hable de mi padre para hacerse una idea de lo que continúa significando para mi madre… — Le miró a la cara —. ¿O no?
El húngaro tomó la cómica actitud de un niño cogido en falta, estuvo a punto de protestar, pero al fin hizo un claro ademán de impotencia:
— Aunque fuera cierto… ¿Qué hay de malo en eso?
— Que no es a mí. sino a ella, a quien debe pedirle que le hable de mi padre. — No lo hará.
— Lo sé. Sus recuerdos los guarda para sí.
— Nadie puede vivir eternamente de recuerdos.
— Pues a menudo valdría la pena hacerlo. Los recuerdos suelen ser mejores que la realidad… — Inclinó una vez más la cabeza sobre la costura, pero al poco, añadió —: Si quiere un consejo, no mencione a mi padre. El pertenecerá siempre a otra dimensión, y nadie podrá ocupar su puesto. Es posible que un día mi madre evolucione, pero una cosa es la evolución y otra el olvido. — Hizo una pausa —. Quizá yo la deje pronto, por lógica lo harán también mis hermanos, y ella necesitará entonces alguien en quien apoyarse, pero ese alguien tendrá que tener su propia identidad sin ningún tipo de relación con el pasado. — Le sonrió apenas —. Al menos, eso es lo que yo pienso.
— ¡Vieja! — fue la burlona respuesta —. A veces se me antoja que eres más vieja que los tepuys de la sabana… ¿Realmente no tienes más que dieciocho años?
Yáiza sonrió de nuevo sin alzar la vista, y cuando él hizo ademán de levantarse, la interrumpió con un gesto:
— Espere — rogó —. No se vaya. Tengo un mensaje para usted.
— ¿Para mí? — se sorprendió —. ¿De quién?
— De Xanán. Quiere que duerma junto al fuego, y no lo haga nunca a oscuras, porque en la oscuridad la sombra de los hombres se separa de su cuerpo, y es entonces cuando «Kanaima» puede robarla. Al parecer «Kanaima» quiere robar su sombra.
— ¿Por qué?
— No lo sé. ¿Lo sabe usted?
— ¿Cómo podría saberlo? — replicó Zoltan Karrás visiblemente malhumorado —. Yo no hablo con los muertos.
— Pero sabía que «Kanaima» quería robar su sombra… — Ante el desconcierto del húngaro, dejó a un lado la destrozada camisa y extendiendo la mano la colocó sobre una de sus rodillas —. Los «yanoami» creen que la sombra de los hombres no es otra cosa que su conciencia. Casi siempre va detrás de él, pero a veces, también se le adelanta para obligarle a que la vea. Puede ser muy grande o muy pequeña, según la luz que la ilumine, pero siempre está unida a su destino y tan sólo se diluye cuando se diluye el humo de su cuerpo que se quema. Aquel que consiente que «Kanaima» le robe su conciencia está perdido.
— ¿Qué pretendes decir con eso?
— No lo sé exactamente. Son palabras de Xanán, e imagino que él espera que usted comprenda su significado.
— ¿Cómo puedo saber lo que espera de mí un indio muerto? — replicó Zoltan Karrás con manifiesta hostilidad —. Jamás me gustaron las charadas y empiezo a cansarme de tanta incongruencia…
Se puso en pie, decidido a marcharse, pero al bajar la vista descubrió que el sol del atardecer alargaba casi hasta el centro del patio del «shabono» su flaca y desgarbada sombra. Permaneció unos instantes muy quieto, observándola, movió las manos como si tratara de cerciorarse de que le imitaba y era en efecto su sombra y se volvió luego al expectante rostro de Yáiza.
— En ocasiones — dijo —, me convenzo a mí mismo de que deseo protegerte como un padre, pero otras experimento un incontenible deseo de arrancarte la ropa y violarte mil veces. — Agitó la cabeza como si tratara de alejar con ello sus negros pensamientos —. Es muy duro tenerte siempre cerca… — añadió —. Muy duro, y «Kanaima» lo sabe.
— Xanán también lo sabe.
— Y tú… ¿Lo sabes?
Ella sonrió con profunda tristeza:
— Lo sé desde un atardecer en que mi padre me pidió que no volviera a sentarme en sus rodillas. Tal vez ese día, también él tenía el sol a las espaldas, pero vo me sentí muy desgraciada.
— ¿Y ahora?
— Ahora todo es distinto. Usted no es mi padre y yo ya estoy acostumbrada.
Gritaba al vacío y tan sólo le respondía el silencio.
Las verdes copas de los árboles, barridas por una suave brisa, se agitaban como leves olas de un mar oscuro y sólido constituyendo un manto impenetrable, bajo el cual no sabía dónde se ocultaba un hombre decidido a matarle.
Las blancas garzas regresaban a sus nidos, los «coro-coros» continuaban adornado de rojo el flamboyan amarillo, el gavilán se había posado en la cima de la negra pared de roca como mudo testigo de su miedo, y el humo seguía manchando un cielo añil por el que el sol se deslizaba hacia su ocaso.
Llamó una vez más a su enemigo, pero su enemigo eran los miles de árboles que le daban cobijo
¿Dónde estaba?
¿De dónde partían los disparos que buscaban su muerte en cuanto pretendía asomar la cabeza por el borde de la cornisa?
Era como si todo el Universo se hubiera vuelto hostil porque allí arriba estaba él, y abajo el resto de los seres vivientes — y aun de las cosas — que se habían puesto claramente del lado de su enemigo.
Incluso el sol le acosaba hora tras hora machacando su negra piel y sus cabellos rojos sin permitirle buscar refugio en sombra alguna clavado contra la lisa pared de una montaña que jamás latía ya bajo la palma de su mano.
— ¿Dónde estaba?
Una mullida alfombra de mil tonos de verde le invitaba a lanzarse al vacío con la falsa promesa de frenar su caída, y el vértigo le aferraba a cada instante por el cuello murmurándole a! oído que nada había más fácil que entregarse al abismo.
¿Dónde estaba?
Se despidió el sol dejándole aún mas solo, cambió el tono de voz de los insomnes pobladores de la selva y el croar de miríadas de ranas y la llamada del búho saludaron a una noche engalanada de estrellas que iniciaba su turno de trabajo.
Abajo, ¡tan abajo! el color negro había concebido un largo descanso a todos los demás colores del espectro y cuando una vez más gritó, ese grito ge dividió en mil ecos, como si el aire oscuro hubiese cambiado de improviso su capacidad de expandir los sonidos.
Esperó aún media hora, calculó hasta qué punto su silueta se recortaría contra el cielo estrellado, y temblando de miedo se puso en pie y comenzó a descender centímetro a centímetro por la estrecha y empinada cornisa que se perdía de vista en las tinieblas.
¿Dónde estaba?
Dos metros, tres, tal vez cuatro, eso fue todo porque una llamarada iluminó el abismo, advirtió cómo el fuego le abrasaba, y gimiendo de dolor, a gatas y mordiscos, trepó de nuevo hasta su refugio y se acurrucó como un niño enfermo y asustado.
Cuando al fin pudo recuperar el control de sí mismo, comprobó, atónito, que la bala le había destrozado una rodilla, la pierna le colgaba, y una sangre espesa y olorosa, borboteaba en la herida.
Apoyó la nuca en el muro, a sus espaldas, contempló la Osa Mayor que en esos momentos colgaba sobre su cabeza, y experimentó unos profundos deseos de llorar porque comprendió que hiciera lo que hiciera estaba muerto.
Pese a ello aún tuvo suficiente presencia de ánimo como para despojarse del cinturón y anudárselo en el muslo apretando al máximo hasta convertirlo en un torniquete que detuviera la hemorragia, mordiéndose al mismo tiempo los labios para no aullar de dolor demostrándole así a su enemigo que había conseguido alcanzarle.
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