César Vidal - El último tren a Zurich

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Premio Jaén de narrativa infantil y juvenil
Otoño de 1937. Un adolescente llamado Eric Rominger, originario de una población rural, llega a Viena con la intención de cursar estudios de arte. De manera inesperada, en su primer día en la ciudad, descubre la violencia de los camisas pardas y conoce a Karl Lebendig, un poeta con el que trabará amistad. En los meses inmediatamente anteriores a la invasión de Austria por las tropas de Hitler, Eric descubrirá igualmente el amor de Rose y, sin proponérselo, despertará a una vida nueva y totalmete distina a todo lo que hubiera podido imaginar. Pero entonces el Fürer erntra como victorioso conquistador contra Viena.

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La voz de Ludwig se quebró. Sin embargo, una vez más volvió a limpiarse los labios y continuó el relato.

– Heinrich, un viejo socialista de pelo blanco, lo encontró en las letrinas. Colgaba de una soga y su cadáver ya estaba frío.

– ¿Crees que se suicidó?

– Creo que lo asesinaron y que fingieron que había sido un suicidio. De esa manera, al evitar una ejecución pública, no lo convertían en un mártir. Además, podían ir diciendo que había sido incapaz de resistir el campo y que se había quitado la vida por cobardía. Pero yo sé que lo asesinaron los SS. También creo que él sabía que lo iban a matar y que, sin embargo, estaba totalmente tranquilo, porque había llegado a la conclusión de que todo lo que tenía que hacer en esta vida estaba hecho y había llegado el momento de partir hacia la otra.

Eric guardó silencio mientras Ludwig se acercaba el vaso a los labios y bebía otro sorbo de agua.

– A mí me pusieron en libertad al día siguiente, pero advirtiéndome de que, si no quería problemas, lo mejor que podía hacer era marcharme de Austria y no volver.

– Tuviste mucha suerte -dijo Eric.

– Sé que su muerte es muy triste… -comenzó a decir el periodista.

– Sobre todo, injusta -le interrumpió Eric.

– Sí, también injusta -reconoció-, pero creo que Karl no desearía verte apenado. Siempre quiso mucho a Tanya, pero cuando ella decidió marcharse no la abrumó con preguntas ni con reproches, y cuando regresó prefirió continuar a su lado, aunque eso supusiera arriesgar la vida. A ti te quería como si hubieras sido un hijo suyo. Hablaba continuamente de ti, se refería a las esperanzas que podía tener Austria de contar con un gran pintor nacional gracias a ti, enseñaba con orgullo los bocetos que le habías obsequiado… Cuando tuvo que pensar en alguien a quien salvar de aquella cárcel que es ahora Austria, pensó en Rose y en ti. Por eso… por eso, Eric, la mejor manera de recordarle es que no te apenes más por él y, a la vez, te esfuerces por llegar a ser aquello para lo que tienes talento.

– Ahora tengo que hacer -dijo Eric tras mirar el reloj de bolsillo que le había regalado Karl Lebendig.

– Sí, sí, lo comprendo -comentó Ludwig poniéndose rápidamente en pie.

– No quiero que me interpretes mal -repuso enseguida el muchacho-. Te agradezco mucho que hayas venido a verme, pero debo atender a algunas personas.

– Claro, claro… -insistió el periodista, mientras hacía un gesto de tranquilidad con las manos.

– Tenemos que volver a vemos, Ludwig.

– Seguro, seguro que sí. Aún me quedaré en Zurich algunos días. Bueno, no te entretengo más.

No se dijeron «ha sido un placer» ni «qué alegría verte», porque a ambos les habría parecido una cortesía sin sentido, después de hablar de la muerte del mejor amigo que habían tenido. Se estrecharon la mano y después, como movidos por un resorte, se dieron un abrazo.

Eric cerró la puerta detrás de Ludwig y luego se sentó. Entonces apoyó los codos en la mesa, hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar.

XXV

Fue el suyo un sollozo impetuoso pero también muy breve. Apenas comenzó a surgirle a borbotones, sintió en su interior un deseo casi desesperado de reprimirlo. No, no quería llorar. En el último medio año había realizado enormes esfuerzos para no desmoronarse, para recuperar la alegría, para mantener la esperanza, y no deseaba que todo se colapsara en esos momentos. Saltó del asiento y comenzó a reordenar todo lo que se daba cita en la habitación. La experiencia le había enseñado que podía sofocar la tristeza si se ocupaba en alguna actividad. Así, comenzó, primero, a colocar de manera meticulosa los vasos y cubiertos, pasó luego a los ya dispuestos útiles de dibujo y, luego, clasificó sus papeles.

Poco orden necesitaban los escasos haberes de Eric, pero aquella sencilla labor le entretuvo y, de esa manera, le fue apartando poco a poco de la congoja que le había ocasionado la inesperada visita de Ludwig. Sintió un calambre de dolor al mover el volumen de las Canciones para Tanya, pero no se dejó vencer y prosiguió su actividad con renovado ímpetu. Tan deprisa se movía ahora por su cuarto que, sin querer, tropezó con una silla y la carpeta que llevaba en la mano salió disparada contra la pared. Buena parte del suelo quedó cubierta por papeles de distinto tipo. Eric respiró hondo y se inclinó para recogerlos. Entonces la vio.

Había quedado un poco torcida sobre un par de papeles, pero, aun así, se podía contemplar de frente. Era una fotografía en blanco y negro en que aparecían cuatro personas que sonreían alegremente sobre un fondo de paisaje vienes. La dos primeras -Tanya y Karl- ya habían muerto, la tercera era él y sobre la cuarta, su amada Rose, sólo tenía interrogantes en esos momentos. Tomó asiento en el suelo y sostuvo la fotografía con las dos manos. Mientras contemplaba aquellos rostros, un aluvión de recuerdos e imágenes le vino a la cabeza. Frases, risas, paseos, humoradas comenzaron a subirle del corazón y a cubrirle con una sensación agridulce.

Por un instante, detuvo la mirada en el rostro de Tanya. Aquella mujer podía haberse comportado de manera contradictoria, pero siempre por amor. Era el amor el que la había empujado en un momento dado a marcharse del lado de Karl, era el amor el que la había impulsado a regresar con él y era el amor el que le había cerrado la boca ocultando la verdadera naturaleza de sus sufrimientos. Aquel amor había sido también más que suficiente para que el escritor la dejara marchar sin preguntas, para que después la acogiera con los brazos abiertos, se desprendiera de lo poco que tenía e incluso arriesgara su vida para no abandonarla sola en el último momento.

Su destino había sido muy duro -podría decirse que injusto-, pero no era menos cierto que ambos habían abandonado este mundo en paz y sabiendo que su amor era único. Tanya había pasado a la eternidad, mientras escuchaba una canción de amor susurrada por el escritor; Karl estaba convencido de que se reuniría con el Dios en el que había creído.

Sí, ahora Hitler dominaba su país y la mayoría de la gente parecía haber perdido el sentido común y la decencia, mientras los buenos resultaban sospechosos tan sólo por el hecho de serlo. Sin embargo, aquello no podía durar. Austria y la libertad se abrazarían de nuevo, de la misma manera que lo habían hecho Tanya y Karl y que también lo harían Rose y él. Un día Hitler desaparecería y su país volvería a ser libre y, antes o después de que eso sucediera, se encontraría de nuevo con Rose; un día podría mostrarle sus dibujos y ella le reprendería por los defectos que pudiera percibir; un día volverían a reunirse y ya no se separarían hasta exhalar el último aliento. Sí, se dijo, mientras notaba cómo la esperanza se alzaba en su pecho con una extraordinaria pujanza, todo eso acabaría sucediendo y, cuando así fuera, el último tren a Zurich habría alcanzado el destino que quiso darle un escritor enamorado que se llamaba Karl Lebendig.

Nota del Autor

Aunque los protagonistas de este relato son imaginarios, el contexto descrito y las referencias a personajes históricos concretos son exactos. En efecto, Max Pulver fue un brillante especialista en grafología y Rilke estuvo en Toledo y quedó profundamente impresionado por la ciudad.

El partido nacional-socialista estaba prohibido en Austria, por lo que sus actividades eran clandestinas y no pocas veces se limitaban a la realización de obras sociales, como la entrega de comida a parados, o a manifestaciones de violencia, menos frecuentes que en Alemania. Esta circunstancia explica por qué resultaron tan importantes las concentraciones de nazis austriacos celebradas en el territorio del III Reich, especialmente en Aquisgrán. En ellas millares de jóvenes abrazaron el evangelio del nacional-socialismo y de la superioridad de la raza aria, contribuyendo a que su nación acabara siendo anexionada por Hitler.

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