César Vidal - El último tren a Zurich

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Premio Jaén de narrativa infantil y juvenil
Otoño de 1937. Un adolescente llamado Eric Rominger, originario de una población rural, llega a Viena con la intención de cursar estudios de arte. De manera inesperada, en su primer día en la ciudad, descubre la violencia de los camisas pardas y conoce a Karl Lebendig, un poeta con el que trabará amistad. En los meses inmediatamente anteriores a la invasión de Austria por las tropas de Hitler, Eric descubrirá igualmente el amor de Rose y, sin proponérselo, despertará a una vida nueva y totalmete distina a todo lo que hubiera podido imaginar. Pero entonces el Fürer erntra como victorioso conquistador contra Viena.

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Apartó la mirada del patio y descubrió que el agua borboteaba en el cacillo. Descolgó un paño de un clavo y, envolviéndose la mano en él, retiró el recipiente del fuego. Vertió a continuación el líquido en una tetera de metal y alargó la mano para coger un tarro, donde guardaba algo de té. Apenas acababa de alcanzarlo, cuando escuchó que llamaban a la puerta.

No era habitual que a esas horas le molestara nadie, pero los niños tenían una especial habilidad para crear problemas inesperados y no resultaba raro que, ocasionalmente, pidieran su colaboración para solventarlos. Depositó el cacillo sobre la mesa y se dirigió a abrir la puerta.

Al otro lado del umbral había un hombre cuyo rostro ceniciento se encontraba ensombrecido por una barba de varios días. Llevaba el cráneo rapado, hasta el punto de parecer calvo, y su mirada emergía atemorizada de unas cuencas negruzcas y hundidas.

– Hola, Eric -dijo con voz apagada-. ¿No… no me reconoces?

El muchacho entornó la mirada intentando dilucidar quién era aquel personaje. Si se hubiera cruzado con él por la calle con toda seguridad no habría sabido de quién se trataba, pero ahora, al mirarle fijamente, le pareció encontrar algo familiar en aquella cara demacrada y flaca. De repente, la luz de la memoria se abrió camino en el cerebro de Eric. ¡Sí, claro, sí! El hombre que se encontraba frente a él no era otro que Ludwig Lehar, el periodista.

XXIII

Quiso darle la mano pero antes de poder extenderla, el recién llegado se abrazó al muchacho y rompió a llorar. Fue un llanto débil, callado, tembloroso, similar al de un niño.

– Siéntese, Ludwig, siéntese -dijo Eric, a la vez que acercaba una silla al visitante.

El hombre se desplomó sobre el asiento y el muchacho pudo comprobar que sus sienes estaban horriblemente hundidas, como si no se albergara carne alguna entre la piel y el cráneo. Es posible que eso mismo sucediera en el resto del cuerpo. De hecho, mientras lo abrazaba, había tenido la sensación de sujetar un saco de huesos.

– ¿Quiere un poco de té? -preguntó Eric.

– Sí… sí… -respondió el antiguo periodista con un hilo de voz.

El silencio reinó en la habitación mientras el muchacho disponía el té, junto con un poco de pan y margarina. Ludwig echó mano de una de las rebanadas y la oprimió contra su pecho, como si temiera que se la arrebataran. A continuación, comenzó a comérsela a bocados rápidos y furtivos.

Eric vertió el té en una taza, le añadió dos cucharadas de azúcar y se lo acercó a Ludwig.

– Gracias, gracias… -dijo éste con la boca llena, e inmediatamente se llevó la taza a los labios para sorber el líquido caliente de manera apresurada e inquieta.

– Está muy bueno -exclamó al fin-. Muy bueno. Hacía mucho que no tomaba un té tan rico.

Sin decir palabra, Eric volvió a llenarle la taza y aguardó pacientemente a que terminara. No fue una espera larga.

– Salí de Mauthausen la semana pasada -dijo Ludwig, mientras desmigajaba una segunda rebanada de pan para comérsela a pedacitos.

– ¿Dónde está Mauthausen? -preguntó Eric.

– A veinte kilómetros de Linz, la ciudad de Hitler -respondió Ludwig-. Es un campo de reeducación.

Desconocía Eric el significado exacto del término «reeducación», pero el tono con que lo había pronunciado Ludwig fue lo bastante lúgubre como para que llegara a la conclusión de que debía ocultar una realidad nada amable.

Durante la siguiente media hora, Ludwig contó a Eric la manera en que había impedido que los camisas pardas le detuvieran en la estación de Viena; la paliza que le habían propinado en el vestíbulo y otra posterior, aún más horrible, en una de las celdas de las SA; la deportación a Dachau, un campo situado en Alemania; las duchas, el rasuramiento de todo el vello corporal, los maltratos continuos perpetrados por las SS y, finalmente, en agosto, el traslado a Mauthausen.

– Cuando descendimos del tren no existía prácticamente nada -dijo Ludwig-. En realidad, sólo había alguna vivienda para los miembros de las SS y una cantera. Todo tuvimos que levantarlo, casi con las manos desnudas, y en medio de un calor que nos ahogaba. No era raro que alguno de nosotros se desmayara y entonces…

Ludwig alzó la mirada del suelo y la dirigió a Eric.

– ¿Podría tomar un vaso de agua?

El muchacho saltó de su asiento y se apresuró a servir a su visitante.

– Cuando alguno caía -prosiguió Ludwig-, los hombres de las SS lo levantaban a golpes, a patadas, a latigazos. No sé cuántos murieron en aquellos días, pero estoy convencido de que se contaron por docenas. Claro que lo peor estaba por venir. Los nacional-socialistas habían decidido reeducamos en los principios de la nueva Alemania y estaban convencidos de que la mejor manera de hacerlo era el trabajo. Teníamos que subir docenas de veces al día los peldaños de la cantera llevando bloques de piedra. Los escalones eran estrechos, Eric, y resbaladizos y… y casi siempre estaban manchados con la sangre de los que trabajábamos allí…

Ludwig interrumpió el relato y bebió un trago de agua. En aquel momento, Eric hubiera dicho que la piel del antiguo recluso había alcanzado una tonalidad casi translúcida y que tenía los ojos más hundidos que nunca.

– No puedes imaginar siquiera -prosiguió Ludwig- lo que significaba aquel trabajo agotador, un día tras otro. Antes de que saliera el sol, dejábamos nuestros camastros y comenzábamos a acarrear piedra, y tan sólo descansábamos por la noche y a la hora de la comida. Comida… medio litro de un caldo de nabos que apestaba y un pedazo de pan. Ah, sí, en su generosidad, el Führer había dispuesto que los domingos se nos diera una salchicha de sangre. La gente moría como si fueran moscas, porque los cuerpos no podían resistir aquellas tareas con tan poco descanso y tan escaso alimento. Claro que primero empezaban a perder peso, o se les caían los dientes, o la disentería los minaba por dentro hasta que no podían moverse. Cuando llegaban a ese punto, los SS los mataban sin miramientos.

– No deberías preocuparte ahora de eso -dijo Eric, aprovechando que Ludwig había interrumpido su relato para tomar aliento-. Estás aquí y eso significa que ya no pueden volver a encerrarte en ese lugar.

– A veces -continuó hablando Ludwig, como si no hubiera escuchado al muchacho-, algunos de los reclusos eran puestos en libertad. Nadie sabía por qué los sacaban, de la misma manera que casi nadie sabía cómo habíamos ido a parar allí. Quiero decir que a mí nadie me juzgó y me condenó. Tan sólo me golpearon, me interrogaron y me encerraron en Mauthausen. Por eso pensaba, como todos nosotros, que quizá un día yo también podría tener la fortuna de salir, y por eso me esforzaba por seguir vivo como fuera.

– ¿Fue así cómo saliste? -indagó Eric.

– Sí -respondió Ludwig-. Un buen día decidieron que ya debía de estar lo suficientemente escarmentado y me pusieron en libertad, pero antes… pero antes sucedió algo que debo contarte.

– Quizá podrías hacerlo otro día -dijo el muchacho, preocupado por el aspecto cada vez peor del antiguo periodista.

– Una mañana -continuó Ludwig, desoyendo por segunda vez las palabras de Eric-, corrió la voz de que iba a llegar al campo un nuevo convoy de reclusos. Al parecer, las SS habían llevado a cabo una redada más en Viena y detenido a la gente por millares. ¡Pobre Viena! ¡No menos de cincuenta mil personas fueron encarceladas allí por los nacional-socialistas! El rumor era cierto, y aquella tarde comenzaron a descender de los transportes por centenares, sin que para ellos hubiera techo, ni uniformes ni comida. Entonces comenzó a llover.

– ¡Dios santo! -musitó Eric.

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