César Vidal - El último tren a Zurich

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Premio Jaén de narrativa infantil y juvenil
Otoño de 1937. Un adolescente llamado Eric Rominger, originario de una población rural, llega a Viena con la intención de cursar estudios de arte. De manera inesperada, en su primer día en la ciudad, descubre la violencia de los camisas pardas y conoce a Karl Lebendig, un poeta con el que trabará amistad. En los meses inmediatamente anteriores a la invasión de Austria por las tropas de Hitler, Eric descubrirá igualmente el amor de Rose y, sin proponérselo, despertará a una vida nueva y totalmete distina a todo lo que hubiera podido imaginar. Pero entonces el Fürer erntra como victorioso conquistador contra Viena.

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– Un día -continuó Ludwig- uno de los oficiales de las SS tuvo una idea. No sé… no sé cómo se le pasó por la cabeza, pero decidió que en la sesión de interrogatorio estuviera presente un mono.

– ¿Un mono? -preguntó Eric con un hilo de voz.

– Lo habían golpeado mucho -dijo Ludwig sin responder a la pregunta-. Yo entré para llevar unas bebidas a los SS y estuve a punto de que se me cayera la bandeja al verlo. No se trataba sólo de que tuviera la cara hinchada y el pecho cubierto de sangre. Además tenía las manos moradas y sangrando. Quizá… quizá le habían roto los dedos para evitar que pudiera seguir escribiendo… A ciencia cierta, no lo sé.

Eric sintió que se le formaba un nudo en la garganta, pero se propuso aguantar hasta el final del relato.

– Entonces el oficial de las SS que sujetaba al mono con una correa dijo: «¡Vamos, Pipino! ¡Acaba con él!»

– ¡Dios santo! -musitó Eric.

– Los monos son animales fácilmente excitables. Si se ponen nerviosos o si se sienten presionados, reaccionan de manera violenta. Muerden, arañan, golpean… se convierten en verdaderos monstruos, en fieras enloquecidas…

Ludwig interrumpió el relato y se llevó la mano a la boca, como si deseara limpiarse los labios.

– El oficial de las SS volvió a azuzar al mono y, a continuación, descargó su fusta cerca del lugar donde estaba. No sé… no sé qué clase de adiestramiento tenía aquel simio, pero entendió a la perfección lo que le ordenaban. Saltó al suelo y, corriendo sobre sus cuatro manos, se acercó hasta donde estaba Karl.

Eric guardó silencio, a la vez que los ojos se le humedecían y el nudo que tenía en la garganta se le hacía insoportable.

– Aparté la vista, porque estaba convencido de que el animal saltaría sobre Karl y comenzaría a morderlo y golpearlo, hasta destrozarle la cara y el cuerpo, sin que él pudiera defenderse. Sin embargo, pasaron los segundos y no escuché el menor ruido. Fue como si el mundo hubiera quedado paralizado. Estaba tan extrañado de aquel silencio que acabé por mirar a Karl y entonces… entonces…

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Eric, a punto de romper a llorar.

– El mono se había detenido a unos pasos de Karl y lo miraba… lo miraba de una manera que no me pareció feroz, que… que incluso me hizo pensar que sentía compasión por él. Luego, lentamente, muy lentamente, llegó hasta Karl, apoyó las manos en sus rodillas y se izó hasta sentarse en su regazo.

Ludwig volvió a secarse la boca de manera casi compulsiva.

– Lo que sucedió entonces, Eric, no lo hubiéramos esperado ninguno de los que estábamos allí. Ni Karl, ni yo, ni, por supuesto, los SS -dijo con voz temblorosa el amigo de Lebendig-. El mono tendió ambas manos hacia Karl y le retiró el pelo de la cara como si fuera a peinarlo. Luego comenzó a besarle dulcemente y a acariciarle el rostro y la cabeza.

Ludwig interrumpió su relato mientras unos gruesos lagrimones comenzaban a deslizarse por sus mejillas chupadas. Procurando mantener un control sobre sus emociones, lo que cada vez se le hacía más difícil, se pasó el dorso de la mano por los ojos para secárselos.

– Eric… -prosiguió-. Era… era como si, al ver tanto dolor injusto, aquel animal se sintiera más cerca del pobre Karl que de sus amos, como si algo en su interior le impulsara a comportarse con independencia de su amaestramiento… Cuando Karl se percató de lo que hacía el mono, levantó las manos… Dios santo, Eric, las tenía deshechas, llenas de moratones… y… y abrazó también al animal.

– ¿Qué hicieron los SS? -preguntó el muchacho con un hilo de voz.

– Por unos instantes no supieron qué hacer -respondió Ludwig-. Creo que les pasaba como a mí. Estaban tan sorprendidos por lo que veían que no reaccionaban. Les duró poco. De repente, el oficial comenzó a golpear con la fusta en la mesa y a gritar: «Pipino, ataca, Pipino, ataca», pero Pipino no estaba dispuesto a obedecerle. Seguía abrazado a Karl como… como si fueran dos viejos amigos.

– Dios santo… -musitó Eric.

– Entonces -continuó Ludwig- el oficial se acercó dando zancadas hasta el mono y le descargó un fustazo en la espalda. Lo normal, seguramente, habría sido que el animal se apartara pero, en lugar de hacerlo, se abrazó más a Karl, como… como si deseara cubrirlo con su cuerpo. Luego… luego todo fue tan rápido que… que casi no pude observarlo con claridad. El oficial de las SS desabrochó la cartuchera que llevaba al cinto, sacó la pistola, apoyó el cañón en la cabeza del mono y apretó el gatillo. Se oyó un ruido sordo, como el de una botella de champán al destaparse, y el animal cayó al suelo como si fuera un muñeco roto.

– ¿Y qué hizo Karl?

– Creo que al principio no se percató de lo que acababa de suceder, pero cuando sintió que el mono caía al suelo y vio que se quedaba tendido e inmóvil, con aquella mirada perdida y la boca entreabierta, los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces apretó la mandíbula, sonrió… sí, Eric, créeme, sonrió, y le dijo al oficial: «Herr Hoffmann, ¿acaso le resulta imposible tolerar que los monos sean más humanos que los nacional-socialistas?».

– ¿Eso le dijo? -preguntó sorprendido Eric.

– Sí -respondió Ludwig-, y a continuación añadió: «Afortunadamente para usted, no creo en las teorías de Darwin. De lo contrario, me resultaría imposible no inventarme algún chiste sobre su Führer».

– ¿Y qué le hicieron?

– En aquel momento, temí que el oficial lo matara de la misma manera que había hecho con el mono. Estaba convencido de que le pegaría un tiro o de que comenzaría a golpearlo hasta romperle la fusta en el cuerpo, pero no lo hizo. Se limitó a ordenar que se lo llevaran a su barracón.

– ¿No le pegó? -preguntó sorprendido Eric-. ¿Ni siquiera le insultó?

– Ni una cosa ni otra -respondió Ludwig-. Sólo dijo que se lo llevaran.

– ¿Y qué pasó luego?

– No sabría explicarte cómo sucedió pero, aunque yo no conté nada a nadie, al cabo de una hora casi todo el campo sabía lo que había pasado con Karl y con el mono. Algunos lloraban como niños al escucharlo, otros apretaban los labios con orgullo, como si ellos fueran los que habían comparado a los nazis con el animal, y no faltaban los que mencionaban que Karl se había portado como un loco pronunciando aquellas palabras. Cuando llamaron para recoger la sopa de la noche, procuré colocarme al lado de Karl. Charlamos apenas unos minutos y no pude dejar de decirle lo preocupado que me sentía por él. «Nunca debiste decirle al SS esas palabras», le comenté. «Nunca te lo perdonará».

– ¿Y qué dijo Karl?

– Sonrió con esa sonrisa tan particular que tenía y me contestó: «Siempre he sabido que nunca viviré un día más, pero tampoco un día menos, de los que Dios haya dispuesto en su voluntad. Cuando tenga que morirme, será porque Él ha decidido llevarme a su lado y no porque le apetezca a un hombre». Le insistí entonces en que fuera prudente, en que no se dejara vencer por el desánimo, en que le quedaban muchos libros que escribir, pero me cortó con un gesto y me dijo: «La mujer que más he amado en este mundo lo abandonó hace tiempo, el joven más prometedor que he conocido en los últimos tiempos se encuentra a salvo en Suiza y tú… tú vas a salir de aquí dentro de poco. Creo que todo lo que tenía que hacer está cumplido».

– ¿Fue la última vez que hablaste con él?

– Sí. Tras el recuento entramos en el barracón, pero él se dirigió directamente a su catre, sin cruzar palabra con nadie. Me pareció que rezaba después de leer en un Nuevo Testamento que siempre llevaba consigo… Estábamos exhaustos y no tardamos en dormimos, pero, ya entrada la noche, escuché unas pisadas que me sacaron del sueño. Procurando que no me vieran, intenté enterarme de quién se trataba. Eran dos SS que llegaron hasta el lecho de Karl y lo despertaron. Estaba muy oscuro, pero no me pareció que les presentara resistencia. Todo lo contrario. Se levantó y salió flanqueado por ellos del barracón. A la mañana siguiente… a la mañana siguiente…

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