César Vidal - El último tren a Zurich

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Premio Jaén de narrativa infantil y juvenil
Otoño de 1937. Un adolescente llamado Eric Rominger, originario de una población rural, llega a Viena con la intención de cursar estudios de arte. De manera inesperada, en su primer día en la ciudad, descubre la violencia de los camisas pardas y conoce a Karl Lebendig, un poeta con el que trabará amistad. En los meses inmediatamente anteriores a la invasión de Austria por las tropas de Hitler, Eric descubrirá igualmente el amor de Rose y, sin proponérselo, despertará a una vida nueva y totalmete distina a todo lo que hubiera podido imaginar. Pero entonces el Fürer erntra como victorioso conquistador contra Viena.

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Lebendig apartó la mirada del libro y, mirando a Eric, le dijo:

– ¿Sabes quién escribió esto?

El estudiante negó con la cabeza.

– Fue el papa Inocencio IV -dijo Karl-. ¿Y sabes a quién dirigió la carta?

Eric volvió a mover el cuello en un gesto de negación.

– Al mismísimo arzobispo de Viena -exclamó Lebendig.

– Pero… pero en ese periódico dice que usan la sangre para sus ritos -protestó Eric, desconcertado.

Karl pasó algunas páginas del libro que tenía en las manos y a continuación leyó:

– «Para refrenar la codicia y la maldad de los hombres, prohibimos saquear y violar las tumbas de los judíos o desenterrar sus cadáveres con el pretexto de buscar dinero, como también prohibimos acusar a los judíos de utilizar sangre humana en sus ritos, porque en el Antiguo Testamento se les ordena no mancharse con ninguna sangre en general y no sólo la sangre humana».

– ¿Y eso quién lo escribió? -preguntó Eric sorprendido.

– Es la bula papal de 25 de septiembre de 1253, confirmada posteriormente por los papas Gregorio X y Pablo III -respondió Lebendig.

– Pero si lo dice un periódico… -musitó Eric.

– ¡Ja! -exclamó con voz amarga Karl-. ¡Si lo dice un periódico! Lenin escribió en Rusia que había que fusilar y encerrar a la gente en campos de concentración y causó millones de víctimas. Stalin escribió lo mismo y causó millones de víctimas. Hitler también lo ha escrito y acabará causando millones de víctimas. La prensa, desgraciadamente, no siempre dice la verdad, Eric. En ocasiones, como en ese periodicucho, lo único que hace es contar mentiras que acabarán provocando más derramamiento de sangre… ¡Vamos, si hasta los papas han reconocido que la acusación de asesinato ritual es falsa!

Lebendig guardó silencio un instante y luego se acercó a un par de pasos de Eric y, levantando la voz, exclamó:

– Pero, ¿cómo puede un católico creer más en un periódico nacional-socialista que en el papa?

El muchacho guardó silencio. Sí, quizá su amigo Karl estuviera en lo cierto. Quizá todas aquellas afirmaciones no eran sino una acumulación de mentiras nacidas en el seno de aquel partido, cuya violencia ya había tenido ocasión de contemplar. Quizá todos los ataques contra los judíos nacían sólo del odio y de la codicia, pero no de la razón. Quizá…

– No sabía que fueras católico -dijo al fin.

– Es lógico que no lo supieras -comentó Karl con una sonrisa-. No lo soy.

XVII

– Soy protestante -dijo al fin Lebendig-. Sé que no es algo muy común en Austria, donde apenas representamos un cinco por ciento de la población, pero la verdad es que siempre me he sentido muy a gusto en medio de este católico pueblo y creo que lo mismo les ha sucedido a los judíos hasta hace unos días. Hasta ahora, tanto unos como otros hemos podido vivir en paz… por más que algunos se sintieran molestos.

– No parece que la gente sienta mucho que Hitler gobierne ahora Austria… -pensó en voz alta Eric.

– Tampoco parece que lamenten las detenciones -dijo Lebendig con la voz impregnada de tristeza.

– Yo no he visto ninguna detención -comentó el estudiante.

– Y seguramente no la verás. ¿No creerás que van a ser tan estúpidos como para llevarse a la gente a plena luz del sol? No, de momento prefieren actuar en secreto para no preocupar a las personas decentes.

Eric guardó silencio. Quizá lo que decía su amigo era cierto, quizá actuaban al abrigo de las sombras, quizá…

– Tengo que deshacerme de algunos papeles y por eso estoy ahora en casa -dijo al fin Lebendig-. ¿Querrías echarme una mano?

El estudiante asintió con la cabeza.

– Bien. Entonces enciende la chimenea -dijo Lebendig-. Bastará con que hagas unas bolas de papel, les prendas fuego y las acerques a algunos leños. Las cerillas están encima de la mesita.

Mientras Eric se afanaba por llevar a cabo la petición de su amigo, Lebendig fue colocando unas cajas de cartón en el suelo y comenzó a sacar papeles y fotografías. Apenas pasaron unos minutos antes de que unas llamas rojiamarillas aparecieran en el hogar, creando sombras caprichosas en el interior de la chimenea.

– Bien -dijo el escritor cuando vio el fuego-. Ve arrojando los papeles que te dé.

Primero, se trató de folios cubiertos de notas, de artículos, de reflexiones. Uno a uno cayeron en aquella boca flamígera para retorcerse efímeramente antes de verse reducidos a un montoncito negruzco de cenizas. Luego Lebendig le pasó lo que parecían cartas. Las había de todos los tamaños, colores y formas; en papeles grandes y pequeños, amarillos y blancos, pautados y lisos. Sin embargo, a pesar de su abundancia, ofrecieron menor resistencia a las llamas.

– Empuja bien las cenizas -dijo Lebendig, a la vez que le tendía un trozo de metal que recordaba vagamente a un atizador-. Tenemos que acabar con esto cuanto antes.

Eric empujó las cenizas y continuó lanzando las cartas al fuego. Llevaba haciéndolo unos minutos cuando del sobre que sujetaba con la mano derecha se escapó un trozo de papel que, planeando, cayó sobre el suelo. Se agachó el estudiante a recogerlo y pudo ver algunas líneas escritas con una letra extraordinariamente extendida. Al final, casi en un solo trazo, se podía ver una firma que decía: «Tanya tuya». Fue leer aquello y sentir que su amigo se estaba equivocando en la selección de materiales destinados a la hoguera.

– Karl -dijo mientras sujetaba con fuerza el trozo de papel-. Es una carta de Tanya…

Lebendig dejó caer los papeles que llevaba en la mano y luego, de una zancada, se colocó al lado de Eric y tomó la carta, le echó un vistazo rápido y la arrojó al fuego.

– Sé de sobra lo que estoy quemando -dijo Lebendig, mientras le miraba directamente a los ojos.

Eric continuó arrojando a las llamas los papeles que le entregaba el escritor, pero ahora no pudo evitar escudriñarlos. Así vio que por sus manos pasaban no sólo las cartas de Tanya, sino también fotos antiguas de niños sonrientes, dibujos indecisos trazados con lápiz y objetos diminutos de cristal, madera y cartón. Ante sus ojos aparecieron animales extraños y recipientes desconocidos; desfilaron razas nunca vistas y atuendos pintorescos; y se mostraron monumentos situados en lugares del globo donde casi siempre reinaban las nieves o en los que los desiertos circundaban los edificios. Sin embargo, en casi todas las fotos aparecían retratados Tanya y Lebendig. Él estaba más grueso, pero también más joven; ella, por el contrario, parecía igual con el paso de los años. Siempre presentaba el contorno sugestivo de sus cabellos rubios y ondulados, la mirada suavemente ladeada y rebosante de misterio, la silueta corporal que no perdía su atractivo, por muy distinto que fuera el atavío de una foto a otra. Sin duda, aquellos tiempos tenían que haber sido muy felices, siquiera porque ambos descubrían un universo que la mayoría de los seres humanos nunca tenía la posibilidad de conocer. Reflexionaba Eric sobre esto, cuando descubrió que el montón que acababa de entregarle Lebendig contenía fotos conocidas. No se trataba de imágenes de Egipto y Rusia, de España y Francia. Éstas se habían tomado en la misma Viena, tan sólo unas semanas antes, y los personajes que aparecían en ellas no eran sólo Karl y su amada, sino también Rose y el propio Eric. Eran los retratos que se habían hecho el día que conocieron a Tanya. En ese mismo instante, Eric comprendió que el escritor no estaba quemando papeles. En realidad, lo que estaba ejecutando era una ceremonia en la que todos aquellos años, todos aquellos viajes, todos aquellos momentos de felicidad se estaban convirtiendo en humo y cenizas.

– ¿Puedo conservar estas fotos? -preguntó el estudiante.

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