El piso se extendía como un largo loft, dividido por separaciones altas equipadas con persianas. En las paredes, una pátina color cáscara de huevo. «¡El colmo de lo chic!», pronunció en voz alta chascando la lengua contra el paladar. Era inevitable que hablara sola, no tenía a nadie con quien compartir su satisfacción. Ya era suficientemente penoso vivir sola, ¡así que sola y muda! Sobre todo en esta época de fiestas. Nochebuena y Nochevieja, iba a celebrarlas en la intimidad, junto a su abeto de plástico encargado en Internet. Y un pequeño belén al pie del abeto. Su abuela se lo había dado antes de partir a China: «¡Y no te olvides de rezar al Niño Jesús cada noche! Él te protegerá».
De momento, el Niño Jesús había cumplido su contrato a pies juntillas. No tenía nada que reprocharle. Le hubiese gustado un poco de compañía, un abrazo de vez en cuando, pero aquello no parecía ser su prioridad. Suspiró, no se puede tenerlo todo, lo sé. Había elegido vivir en Shanghai y tener éxito, las alegres celebraciones las dejaría para más adelante. Cuando fuera rica. Muy rica. Por el momento, era pasablemente rica. Tenía un hermoso piso, un chofer a tiempo completo (¡cincuenta euros al mes!), pero todavía dudaba si comprarse un animal de compañía. Cinco mil euros al año de impuestos si sobrepasaba el tamaño de un chihuahua. Quería un perro de verdad, lleno de pelo y babeante, no un modelo reducido que pudiera meterse en el bolso, junto a la polvera. En este país, en cuanto se añadía un habitante al metro cuadrado, había que pagar. ¡Cinco años de salario si querías un segundo hijo! Por el momento, se contentaba con hablar sola o ver la tele. Si la soledad me pesa demasiado, me compraré un pez rojo. Eso está permitido. Incluso traen buena suerte. Empiezo por el pez rojo, me hago rica y después… O me compro una tortuga. Las tortugas también traen buena suerte. Una bonita tortuga y su pareja. Me mirarán con sus ojos esféricos y su espolón sobre la nariz. Parece que son muy afectuosas… Sí pero, cuando tienen miedo, ¡sueltan gases nauseabundos!
En el belén estaban el buey y la muía, las ovejas, los pastores, los campesinos acarreando gavillas de paja sobre los hombros. Jesús y sus padres no habían llegado todavía. Esa noche, a las doce en punto, depositaría al pequeño Jesús en pañales en su lecho de paja, rezaría sus oraciones, cogería una pequeña botella de champán e iría a acostarse delante de la tele.
Desde la entrada se veía su habitación, la gran cama con dosel de hierro forjado cubierta de colchas blancas, el parqué de largas lamas claras, los muebles bien encerados, las lámparas de laca de China. Había aprendido el gusto, el buen gusto de los que nacen con el sentido de los materiales, de los colores, de las proporciones. Había estudiado las revistas de decoración. Para el resto, bastaba con pagar las facturas. Todo era posible. Y cuando digo «todo», quiero decir TODO. Se les pone delante la cosa más complicada, y la copian hasta el más mínimo detalle. ¡Ya está! Te reproducen incluso las marcas de la carcoma en la madera de los muebles, para imitar el paso del tiempo.
Había recorrido un largo camino desde que había dejado su asqueroso estudio de Courbevoie. «¡Asqueroso, sí, cariño! ¡No tengamos miedo a decir las cosas por su nombre!» exclamó lanzando los zapatos de tacón alto que le curvaban la espalda como un torero frente al astado. Muebles reciclados, una cocinilla estrecha, mal ventilada, que daba a la única habitación que servía de salón-comedor-habitación-armario. Una colcha de piqué blanco, cojines desperdigados, migas de pan que se incrustaban en los pliegues y que le pinchaban en los riñones cuando se acostaba. Y por la noche, cuando desplegaba la tabla de planchar, podía tocar la nariz del presentador del telediario con la punta de la plancha.«¡Hola, Patrick!», exclamaba mientras alisaba el cuello blanco. Lo había convertido en un chiste: «¡Al presentador le conozco bien, le plancho la nuez del cuello todas las noches!». Seguía siendo coqueta y planchaba cuidadosamente la ropa que iba a ponerse al día siguiente. No por el hecho de no tener nada hay que comportarse como una cualquiera, confiaba al periodista que relataba con voz anodina toda la infelicidad del planeta.
¡Qué asco de época! Cuidando las propinas para terminar el mes y reanimar su miserable salario. Saltándose la cena para conservar su línea y la de su cartera. No descolgaba el teléfono cuando aparecía el número del banquero y se desmayaba cuando recibía un sobre impreso. ¡Menuda existencia! Se había planteado seriamente dedicarse a las citas, una o dos por semana, con tal de subsistir. Tenía algunas amigas que ligaban por Internet. Se había preparado para ello, al menos eres tú la que decides, eliges el cliente, las posturas, la duración de la entrevista, la tarifa. Eres tu propio jefe. Tienes tu pequeña empresa. Nadie que te acose. Aquí te pillo aquí te mato. ¿Tenía acaso alternativa? ¿Cómo pago el alquiler, los impuestos, las tasas locales, los seguros, la licencia, el gas, la electricidad, el teléfono, con los tres duros y medio que gano? Sentía la mirada de los hombres sobre su escote. Babeaban. Ella los llamaba los Rantanplán. Estaba a punto de ceder ante los ardores de un Rantanplán con pasta cuando llegó Antoine Cortès.
Un salvador. Antoine Cortès, el caballero sin miedo ni reproche que le hablaba de África, de las grandes fieras, de los vivaques, de los disparos de fusil en la noche, de los beneficios, del éxito, mientras daba mordiscos a la quiche congelada que ella le calentaba en el microondas, antes de reunirse con él bajo la colcha de piqué blanco.
Después había llegado África. El Croco Park en Kilifi. Entre Mombasa y Malindi. Estremecedor. Las playas de arena blanca. Los cocoteros. Los cocodrilos. Los proyectos grandiosos. La casa con criados. ¡Nada que hacer salvo estirar los pies bajo la mesa! Las hijas de Antoine iban a visitarle. Eran majas. Sobre todo Zoé, la pequeña. Ella se dedicaba a confeccionarle un guardarropa, la vestía como a una muñeca, le rizaba el pelo. La mayor la había despreciado al principio, pero había terminado por metérsela en el bolsillo. Cuando ellas estaban, todo marchaba bien. Incluso marchaba muy bien. Quería mucho a esas niñas. Tenía que contenerse para no comérselas a besos. Sobre todo a Hortense, a la que no le gustaba nada que la sobaran. Se las llevaba a la playa con una cesta de picnic llena de sus bocadillos preferidos, zumos de fruta fresca, mangos y pinas. Jugaban a las cartas y cocinaban cantando a voz en grito. Recordaba un wapiti con patatas dulces que había acabado caramelizándose en el fondo de la olla, imposible despegarlo, ¡un bloque de hormigón! Hortense lo había bautizado What a pity. ¿Cuándo volvemos a comer What a pity?, canturreaba por la casa. Sobre todo no se lo digas a tu padre, piensa que soy una pésima cocinera, había suplicado Mylène, será nuestro secreto, nuestro secretito, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero ¿qué me das a cambio?, había respondido Hortense. Te enseñaré a pintarte el contorno de ojos y a ponerte pestañas postizas, y te haré una manicura francesa. Hortense le había tendido las manos.
Pero en cambio… Los días sin hacer nada salvo leer revistas y cuidarse las uñas. Esperar a Antoine, tumbada en la hamaca. Antoine trabajando, Antoine desanimándose, Antoine desencantándose. Las dificultades por culpa de esos bichos asquerosos que se negaban a reproducirse y se comían a los empleados. El señor Wei que amenazaba a Antoine. Antoine que ya no trabajaba. Antoine que había empezado a beber. Se aburría en su hamaca. ¡Los dedos se me van a quedar como muñones a fuerza de limarme las uñas! ¡Yo no estoy acostumbrada a la ociosidad! Ganas de trabajar, de ganar dinero. Él se reía sarcásticamente, y bebía. Ella había cogido la sartén por el mango. Se había sentado a su mesa, había llevado la contabilidad, anotó las cifras en el gran libro, estudió los ingresos, las amortizaciones, los beneficios, había aprendido cómo funcionaba el negocio. Imitaba la letra de Antoine, las patas de las emes estrechas y delgadas, y sus oes agarrotadas, el brusco pico de sus eses aplastado al final de la palabra. Imitaba su firma. ¡Y ya está! El señor Wei no se dio cuenta de nada. Hasta el día trágico en que…
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