Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– Cuando encienda las luces podréis abrir los ojos -anunció Zoé.

Lanzaron un grito de sorpresa. En el lugar de la silla vacía estaba instalado… Antoine. Una foto de Antoine de tamaño natural pegada sobre un panel de poliestireno.

– Os presento a papá -declaró Zoé, con los ojos brillantes.

Ellos contemplaron, con embarazo, la silueta de Antoine, y sus miradas se volvieron hacia Zoé. Para volver después a fijarse en Antoine, como si fuese a cobrar vida.

– Creía que estaría aquí por Nochebuena, pero no ha podido. Así que he pensado que estaría bien que estuviese con nosotros esta noche, porque una Nochebuena sin papá no es una Nochebuena. Nadie puede reemplazar a papá. Nadie. Así que me gustaría que levantásemos todos nuestras copas a su salud, que le digamos que le esperamos y que estamos deseando que esté con nosotros.

Debía de haberse aprendido su discursito de memoria, porque lo había recitado de un tirón. Los ojos fijos en la efigie de su padre en traje de cazador.

– ¡ Se me olvidaba! No va muy elegante para una cena de Nochebuena, pero me ha dicho que lo comprenderíais…, que después de todo lo que había vivido, la elegancia era la menor de sus preocupaciones. ¡Porque ha vivido muchas aventuras!

Antoine vestía una camisa sport beige, un fular blanco y un pantalón de caza caqui. La camisa remangada dejaba al descubierto sus antebrazos rubios, bronceados. Sonreía. El pelo castaño claro, cortado muy corto, el tono tostado y un aire de orgullo le daban la audacia de un cazador de grandes fieras. Tenía el pie derecho sobre un antílope, pero no se veía, el pie y el antílope estaban escondidos bajo el mantel. Joséphine reconoció la foto: la habían hecho justo antes de que le despidiesen de Gunman, cuando el futuro todavía le sonreía, cuando no se hablaba de fusión ni de despidos. El efecto era sobrecogedor; todos tenían la impresión de que Antoine estaba con ellos.

Alexandre hizo un movimiento instintivo de sorpresa y desplazó su silla hacia atrás, lo que provocó que Antoine se desequilibrara y cayera.

– ¿No le das un beso, mamá? -pidió Zoé recogiendo la efigie de su padre, que volvió a colocar ante su plato.

Joséphine sacudió la cabeza, petrificada. No es posible. ¿Estará vivo de verdad? ¿Habrá vuelto a ver a Zoé sin que yo lo sepa? ¿Fue él quien tuvo la idea de esta grotesca puesta en escena o lo ha hecho ella sola? Permaneció inmóvil, frente al Antoine de cartón piedra, intentando comprender.

Philippe y Shirley se miraban, con unas terribles ganas de echarse a reír que intentaban reprimir mordiéndose el interior de las mejillas. Muy del estilo de ese cazador de opereta venir a aguarnos la fiesta, rumiaba Shirley en su cabeza, ¡él, que sudaba a chorros de miedo cuando tenía que hablar en público!

– No eres nada hospitalaria, mamá. A un marido hay que darle un beso en Nochebuena. Al fin y al cabo, todavía estáis casados.

– Zoé…, te lo ruego -balbuceó Joséphine.

Hortense contemplaba el retrato de su padre tirándose de un mechón de pelo.

– ¿A qué estás jugando, Zoé? ¿Nos estás ofreciendo una secuela de los Invasores o de «Papuchi, el regreso»?

– Papá no puede reunirse todavía con nosotros, así que se me ha ocurrido hacerle un sitio en la mesa y me gustaría que bebiésemos todos a su salud.

– ¡Papatabla, querrás decir! -soltó Hortense-. De este modo llaman a este tipo de collage en Estados Unidos ¡y lo sabes muy bien, Zoé!

Zoé no se inmutó.

– Eso no se le ha ocurrido a ella sólita, lo ha leído en los periódicos ingleses -continuó Hortense-. Fiat Daddy! Viene de Norteamérica. Empezó cuando la mujer de un militar destinado en Iraq se dio cuenta de que su hija de cuatro años ya no reconocía a su padre durante un permiso, después las familias de la Guardia Nacional la imitaron y se extendió. Ahora todas las familias de militares americanos destinados en el extranjero reciben su Fiat Daddy por correo si lo piden. ¡Zoé no ha inventado nada! Simplemente ha decidido aguarnos la fiesta.

– ¡Nada de eso! Tenía ganas de que estuviese aquí, con nosotros.

Hortense saltó como un muelle liberado de su caja.

– ¿Qué quieres, que nos sintamos culpables? ¿Demostrarnos que eres la única que no le olvida? ¿Que le quieres de verdad? Pues has perdido. Porque papá está muerto. ¡Hace seis meses! ¡Se lo comió un cocodrilo! No te lo han dicho para protegerte ¡pero es la verdad!

– ¡Es mentira!-chilló Zoé tapándose los oídos con las manos-. ¡No se lo ha comido un cocodrilo porque nos ha enviado una postal!

– ¡Pero si no era más que una vieja postal enmohecida, olvidada en correos!

– ¡Mentira! ¡Supermentira! ¡Era papá, vivo, que nos enviaba noticias suyas! ¡Y tú no eres más que una garrapata asquerosa que apesta y a quien le gustaría que todo el mundo estuviese muerto para que no hubiese nadie más que tú en la tierra! ¡Sucia garrapata! ¡Sucia garrapata! -Zoé empezó a insultarla a voz en grito entre sollozos.

Hortense se dejó caer sobre la silla haciendo un gesto con la mano que significaba: «Esto es demasiado para mí. Abandono». Joséphine se deshizo en lágrimas, tiró la servilleta y abandonó la mesa.

– ¡Genial, Zoé! -gritó Hortense-. ¿Tienes alguna otra sor- presita reservada para que nos sigamos divirtiendo? ¡Porque estamos muertos de risa!

Gary, Shirley y Philippe esperaban, incómodos. La mirada de Alexandre iba de una prima a otra, intentando comprender. ¿Estaba muerto, Antoine? ¿Devorado por un cocodrilo? ¿Como en el cine? El foie gras palidecía en el plato, las tostadas se acartonaban, el salmón transpiraba. Un olor a quemado se extendió, procedente de la cocina.

– ¡El pavo!-gritó Philippe-. ¡Nos hemos olvidado de apagar el horno!

En ese mismo momento, reapareció Joséphine, cubierta con el gran delantal blanco.

– El pavo se ha quemado -anunció con gesto de disgusto.

Gary lanzó un suspiro de desesperación.

– Son las once y no hemos cenado todavía. ¡No hacéis más que joder con vuestros melodramas, los Cortès! ¡Es la última Nochebuena que paso con vosotros!

– Pero ¿qué pasa? ¿Es la guerra? -exclamó Shirley.

– ¡ Respuesta correcta!-chilló Zoé, apropiándose del Papatabla y volviendo a su habitación con paso militar.

Gary cogió el plato de salmón, se sirvió dos lonchas e hizo lo mismo con el foie gras.

– Lo siento -comentó con la boca llena-, yo empiezo antes de que se monte un nuevo numerito. ¡Lo apreciaré mejor con la tripa llena!

Alexandre le imitó, metiendo las manos en las bandejas. Philippe volvió la cabeza. No era el momento de dar una lección de modales a su hijo. Joséphine, derrotada en la silla, contemplaba la mesa con la mirada perdida y acariciaba las letras bordadas del delantal. Soy el chef y hay que obedecerme.

Philippe propuso olvidar el pavo calcinado y pasar directamente a los quesos y al tronco de Navidad.

– Empezad sin mí. Voy a ver a Zoé -anunció Joséphine, levantándose.

– ¡Ya empezamos! ¡Volvemos al juego de la gente que desaparece!-dijo Shirley-. ¡Me gustaría probar el foie gras antes de convertirme en un fantasma!

* * *

Mylène Corbier tiró su bolso Hermès -auténtico, comprado en París, no una imitación como las que se encontraban en cualquier esquina- sobre el gran sillón de cuero rojo de la entrada y contempló su hogar con satisfacción. Murmuró ¡qué bonita! ¡Pero qué bonita es! ¡Y es mi casa! ¡La he pagado con MI dinero!

En los seis meses que había pasado en Shanghai no había perdido el tiempo. El piso que tenía lo atestiguaba. Amplio, con grandes ventanales, grandes cortinas de tela cruda y carpintería en las paredes que le recordaban la casa de su infancia, cuando era aprendiz de peluquera y vivía en casa de su abuela en Lons-le-Saunier. Lons-le-Saunier, cuyo orgullo era ser la ciudad natal de Rouget de Lisie. Lons-le-Saunier, dos minutos de parada, Lons-le-Saunier, una eternidad de aburrimiento.

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