– Sí, tan increíblemente seria que te dan ganas de reír y de hacer reír…
Y siempre esas palabras que se depositaban en sus labios como una bruma.
– ¡Philippe!
– De hecho, está muy bueno este relleno, Joséphine…
Y fue a buscar más con la cuchara, llevó el contenido a los labios de Joséphine, y se inclinó como diciendo: «¿Puedo probar?». Sus labios se mezclaron con los de ella, los rozaron, sus labios suaves, llenos, perfumados a la salsa de ciruelas con un toque de armagnac, y ella comprendió, presa de un fulminante sentimiento de felicidad, que ya no decidía nada, que había traspasado los límites que ella misma se había prometido no rebasar nunca. Llega un momento, se dijo, en que debemos comprender que los límites no mantienen a los demás a distancia, que no nos protegen de los problemas, de las tentaciones, que sólo provocan que te encierres en ti mismo, apartándote de la vida. Entonces, o decides marchitarte y permanecer dentro de los límites, o abandonarte a mil placeres franqueando esos propios límites.
– Te oigo pensar, Jo. ¡Deja de hacer examen de conciencia!
– Pero…
– Para, si no voy a tener la impresión de estar besando a una monja.
Pero existen ciertos límites que son demasiado peligrosos de atravesar, ciertos límites que no hay que franquear y eso es precisamente lo que estoy haciendo y, ay, Dios mío, Dios mío, ¡qué bien se está con los brazos de ese hombre rodeándome!
– ¡Joséphine! ¡Bésame!
El la estrechó con fuerza, silenciándole la boca como si quisiera morderla. Su beso se hizo brutal, imperioso, la empujó contra la barra ardiente del horno, ella hizo un movimiento para soltarse, él la sostuvo con fuerza, forzó su boca, la recorrió como si buscara todavía un poco de relleno, un poco de ese relleno que ella había amasado con sus manos, como si lamiera las yemas de sus dedos amasando la pasta, el sabor de las ciruelas llenaba sus bocas, él salivaba, Philippe, gemía ella, ¡oh, Philippe! Se echó contra él, hundió su boca en su boca. Cuánto tiempo, Jo, cuánto tiempo… y se apoyaba en el delantal blanco, lo frotaba, lo retorcía, la empujaba contra la puerta acristalada del horno, entraba en su boca, entraba en su cuello, apartaba la blusa blanca, acariciaba su cálida piel, bajaba sus dedos sobre sus senos, pasaba su boca por el más mínimo resquicio de piel que la blusa dejaba a la vista, por el delantal, ponía fin a días y días de espera atormentada.
Una carcajada procedente del salón les sobresaltó.
– ¡Espera! -susurró Joséphine soltándose-. Philippe, ellos no deben…
– ¡No me importa, si supieses lo poco que me importa!
– No debemos volver a caer…
– ¿Volver a caer? -gritó él.
– Quiero decir…
– ¡Joséphine! Vuelve a abrazarme, no he dicho que hayamos terminado…
Era otra voz, otro hombre. A ése no le conocía. Se abandonó, dejándose llevar por una despreocupación nueva. Tenía razón. Le daba igual. Sólo tenía ganas de continuar. ¿Así que eso era un beso? Era como en los libros, cuando la tierra se parte en dos, las montañas se derrumban, cuando se desea morir con la flor en los labios, esa fuerza que la elevaría del suelo haciéndole olvidar a su hermana, a sus dos hijas en el salón, al vagabundo de la cicatriz en el metro, la mirada triste de Luca…, para echarla en brazos de un hombre. ¡Y qué hombre! ¡El marido de Iris! Se echó hacia atrás, él la volvió a atraer, la estrechó contra él, la abrazó, desde la punta de los pies hasta la altura del cuello como si se agarrara a un punto de apoyo firme y definitivo, un apoyo para la eternidad, y susurró: «Y ahora, ¡o dejamos de hablar o nos callamos!».
En el umbral de la cocina, con los brazos cargados de paquetes que había decidido guardar en su habitación, Zoé les observaba. Permaneció allí, contemplando a su madre en brazos de su tío, y después bajó la cabeza y se marchó sigilosamente hacia su habitación.
* * *
– ¿Y ahora a qué esperamos?-preguntó Shirley-. ¡Esto es una fiesta de magos, y cada uno desaparece cuando le toca el turno!
Philippe y Joséphine habían vuelto de la cocina explicando que habían evitado que el pavo quedara reseco. Su excitación contrastaba con la reserva del principio de la velada y Shirley les lanzó una mirada intrigada.
– ¡Esperamos a Zoé y a su misterioso visitante! -suspiró Hortense-. Todavía no sabemos quién es.
Verificó su imagen en el espejo sobre la cómoda, retiró una mecha de pelo para colocarla detrás de la oreja, hizo un mohín, la volvió a colocar delante. Había hecho bien en no cortárselo. Su cabello denso, brillante, emitía reflejos cobrizos que subrayaban el verde de sus ojos. ¡Otra idea de esa inmadura de Agathe que seguía al pie de la letra los consejillos de las revistas! ¿Dónde pasaría las Navidades, esa mentecata? ¿En Val-d'Isére con sus padres o en Londres, en una discoteca junto a sus amigos de aspecto carcelario? Voy a prohibirles que pongan los pies en el piso. Ya no soporto sus miradas sórdidas. Se quedan mirando hasta a Gary.
– ¿Será quizás alguien del edificio?-aventuró Shirley-. Se ha dado cuenta de que había una mujer o un hombre solo, esta noche, y le ha invitado.
– No veo quién puede ser -reflexionó Joséphine-. Los Van den Brock están en familia, los Lefloc-Pignel también, los Merson…
– ¿Lefloc-Pignel?-repitió Philippe-. Conozco a un Lefloc-Pignel, un banquero. Hervé, creo que se llama.
– Un hombre muy guapo -subrayó Hortense-, se come a mamá con la mirada.
– ¿Ah, sí…? -inquirió Philippe, mirando fijamente a Joséphine, que enrojeció bruscamente-. ¿Te ha hecho alguna insinuación?
– ¡No! ¡Hortense no dice más que tonterías!
– ¡Pues ese hombre demostraría tener muy buen gusto! -aseguró Philippe sonriendo-. Pero si es el que yo conozco, no es de los que se andan con jueguecitos.
– Me trata de usted, se niega a llamarme por mi nombre de pila, ¡me llama señora Cortès! ¡Estamos muy lejos de la intimidad y los juegos de seducción!
– Debe de ser el mismo -dijo Philippe-. Banquero, atractivo, austero, casado con una joven de excelente familia cuyo padre posee una banca de negocios donde ha colocado a su yerno como director…
– A ella no la he visto nunca -explicó Joséphine.
– Es rubia, siempre en segundo plano, discreta, apenas habla, se apaga delante de él. Tienen tres hijos, creo. Si recuerdo bien, perdieron uno, el primero, que murió atropellado. Tenía nueve meses. Su madre lo había dejado en su silla de bebé, en el suelo de un aparcamiento, mientras buscaba las llaves y lo aplastó otro coche.
– ¡Dios mío!-gritó Joséphine-. No me extraña que esté completamente destrozada. ¡Pobre mujer!
– Fue terrible. De la gente que trabajaba con él, nadie osaba hablar de ello, les fulminaba con la mirada en cuanto intentaban darle el pésame.
– Podríais haberos cruzado, vino a verme antes de que tú llegaras.
– Hice negocios con él en otro tiempo. Un hombre susceptible, nada fácil, y al mismo tiempo con mucho encanto, don de gentes, cultura. Entre nosotros le llamábamos Doble Cara.
– ¿Cómo el celo? -preguntó Joséphine, divertida.
– Es todo un cerebro, ¿sabes? Escuela Nacional de Administración, Politécnico, Escuela de Minas. Creo que tiene todos los diplomas. Dio clases en Harvard durante cuatro años. Recibió propuestas para entrar en el MIT. Cuando hablaba se inclinaban con respeto…
– ¡Pues bien! ¡Es nuestro vecino y le ha echado el ojo a mamá! Un nuevo culebrón a seguir -proclamó Hortense.
– Pero ¿qué está haciendo Zoé? Tengo hambre -se quejó Gary-. ¡Qué bien huele, Jo!
– Ha ido a guardar sus regalos a su habitación -dijo Shirley.
Читать дальше