Llamaron a la puerta. Un toque breve y preciso. Joséphine miró el reloj, las siete. Han debido de olvidar las llaves.
Era el señor Lefloc-Pignel. Venía a excusarse por el ruido que podrían hacer durante la velada: él y su mujer recibían a la familia. Llevaba un esmoquin, pajarita, camisa blanca con pliegues y un fajín de satén negro. Llevaba el pelo liso y repeinado como los setos de un jardín francés.
– ¡No se disculpe usted!-sonrió Joséphine elaborando mentalmente la metáfora y concluyendo que prefería el singular encanto de los jardines ingleses-, nosotros seguramente también haremos ruido.
Se dijo que quizás debería ofrecerle una copa de champán. Dudó, y después, como no parecía querer marcharse, le invitó a entrar.
– No quisiera abusar de su tiempo… -se excusó él, franqueando con descaro el umbral.
Ella se secó con el trapo y le tendió una mano algo grasienta.
– ¿Le molestaría seguirme a la cocina? Debo vigilar la cocción del pavo.
El hizo gesto de dejarla pasar y añadió con tono alegre:
– ¡Así que voy a penetrar en su santuario! Es un gran honor…
Pareció que iba a decir algo, pero se calló. Ella sacó una botella de champán del frigorífico y se la tendió para que la abriese. Se desearon feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Tiene algo de muy seductor a pesar de esos mechones como setos, pensó. ¿Cómo es su mujer? No la he visto nunca.
– Me gustaría preguntarle -empezó con voz sorda-, su hija…, esto… ¿Cómo ha reaccionado ante lo que le ha pasado a la señora Berthier?
– Se quedó muy impresionada. Hemos hablado mucho.
– Es que Gaétan, en cambio, no habla de ello.
Se le veía preocupado.
– ¿Y sus otros hijos? -se interesó Joséphine.
– Charles-Henri, el mayor, no la conocía, está en el liceo, Domitille no la había tenido como profesora… El que me preocupa es Gaétan. Y como está en la misma clase que su hija… Pensé que podían haber hablado.
– No me ha dicho nada.
– He oído decir que había sido usted citada por la policía.
– Sí. No hace mucho me atacaron.
– ¿ De la misma forma?
– ¡Oh, no! No fue nada comparado con la pobre señora Berthier…
– No fue eso lo que me dijo el comisario. Pedí una cita con él y me recibió.
– Ya sabe, en las comisarías se exagera mucho.
– No lo creo.
Había pronunciado esas palabras con tono severo, como si quisiera decir: «Creo que me está mintiendo».
– De todas formas, no tiene importancia, ¡no estoy muerta! Estoy aquí, bebiendo champán con usted.
– No me gustaría que atacase a nuestros hijos -prosiguió el señor Lefloc-Pignel-. Habría que pedir protección para el inmueble, un policía de guardia.
– ¿ Día y noche?
– No sé. Por eso he subido a hablar con usted.
– ¿Y por qué iban a hacerlo sólo en nuestro edificio?
– Porque ha sido usted agredida. ¿Para qué negarlo?
– No estoy segura de que haya sido la misma persona. No me gusta que se mezclen las cosas, precipitarse…
– Pero bueno, señora Cortès…
– Puede usted llamarme Joséphine.
– Esto…, no…, prefiero señora Cortès.
– Como quiera…
Les interrumpió la llegada de Shirley, seguida de Gary y Hortense, los brazos cargados de paquetes, la nariz y los pómulos enrojecidos por el frío. Daban palmas en sus gruesos guantes, se soplaban las manos, reclamaban bulliciosos una copa de champán. Joséphine hizo las presentaciones. Hervé Lefloc-Pignel se inclinó ante Shirley y Hortense. «Encantado de conocerla», dijo a Hortense. «Su madre me ha hablado mucho de usted». Primera noticia, pensó Joséphine, nunca hemos nombrado a Hortense. Hortense le dedicó la mayor de las sonrisas. Joséphine supo entonces que Hervé Lefloc-Pignel había captado la verdadera naturaleza de su hija: Hortense se sentía adulada y veía en él todo tipo de cualidades.
– Tengo entendido que estudia usted moda.
¿Cómo lo sabe?, se preguntó Joséphine.
– Sí. En Londres.
– Si alguna vez necesita ayuda, dígamelo, conozco a mucha gente en ese sector. En París, en Londres, en Nueva York.
– Muchas gracias. No lo olvidaré. ¡Cuente con ello! Precisamente, dentro de poco tengo que realizar unas prácticas. ¿Tiene usted un número donde pueda localizarle?
Joséphine, pasmada, asistía a la danza de la araña de Hortense, que tejía su tela en torno a Lefloc-Pignel, balbuceaba, asentía, anotaba el número de móvil y agradecía ya la ayuda que podría aportarle. Hablaron algo más sobre la vida en Londres, la enseñanza, la ventaja de ser bilingüe. Hortense explicó su trabajo, fue a buscar el gran cuaderno donde grapaba las muestras de tejidos que le gustaban, mostró los esbozos que dibujaba a partir de colores, materiales y siluetas que se cruzaba por la calle. «Todo lo que se dibuja ha de poder hacerse después, es la regla número uno de la escuela». Hervé Lefloc-Pignel hacía preguntas a las que Hortense respondía tomándose su tiempo. Shirley y Joséphine habían sido relegadas al papel de figurantes. Apenas se marchó, Hortense exclamó: «¡Ese es un hombre para ti, mamá!».
– ¡Está casado y es padre de tres hijos!
– ¿Y? Puedes tirártelo sin que su mujer lo sepa, ¿no? Y sin tener que contárselo a tu director espiritual, ¿verdad?
– ¡Hortense! -gruñó Joséphine.
– ¡Delicioso este champán! ¿De qué cosecha es? -preguntó Shirley, intentando cambiar de tema.
– ¡No lo sé! Debe de ponerlo en la etiqueta.
Joséphine había respondido distraídamente. Las opiniones de Hortense respecto a su vecino no le gustaban. No debo dejarlas pasar, tiene que comprender que el compromiso amoroso es algo importante, que una no se deja llevar por el primer tipo atractivo que se cruza.
– ¿Y tú, querida -preguntó-, estás… enamorada en este momento?
Hortense bebió un trago de champán y suspiró:
– ¡Ya estamos! Back home! ¡Volvemos a las palabras grandilocuentes! ¿Quieres saber si he conocido a un hombre guapo, rico e inteligente del que me he quedado absolutamente prendada?
Joséphine asintió con la cabeza, llena de esperanzas.
– No -soltó Hortense, dejando algo de tiempo para el suspense antes de responder-. Sin embargo…
Tendió su vaso para que su madre lo rellenara y añadió:
– Sin embargo… He conocido a un tío. Guapo… ¡Pero guapo de verdad!
– ¡Ah! -dijo Joséphine en voz baja.
Shirley seguía la conversación entre madre e hija y se lamentaba por lo bajo: «No sueñes, Jo, ¡vas directa contra el muro con tu hija!». Gary sonreía y esperaba la caída, que sabía ineluctablemente terrible, conociendo lo sentimental que era Joséphine como madre.
– ¿Cuánto tiempo duró?
– Dos semanas. Los dos, inmersos en una pasión ardorosa…
– ¿Y después? -preguntó Joséphine.
– Después ¡se acabó lo guay! ¡Nada de nada! Negro total. Un día, imagínate, se levantó los bajos del pantalón y atisbé un calcetín blanco. Un calcetín blanco sobre un tobillo peludo… ¡Para vomitar!
– ¡Por Dios! ¡Qué idea tienes tú del amor! -suspiró Joséphine.
– ¡Pero es que eso no es amor, mamá!
– Actualmente -explicó Shirley-, folian primero y se enamoran después.
Hortense bostezó.
– ¡Los hombres enamorados son tan aburridos!
– Pues yo no viviré ninguna pasión ardorosa con Hervé Lefloc-Pignel -murmuró Joséphine, que tenía la impresión de que se reían de ella.
– Yo no pondría la mano en el fuego -respondió Hortense-. Es exactamente tu tipo y te miraba con mucha atención. Le brillaban los ojos. Tenía una manera de palparte sin tocarte, ha sido… ¡fascinante!
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