Sus tribulaciones se alejaban cuando volvía al siglo XII. A los tiempos de Hildegarda de Bingen. Era difícil evitarla, Hildegarda se interesaba por todo: por las plantas, los alimentos, la música, la medicina, los estados del alma que afectaban al cuerpo, que lo debilitan o fortalecen, ya sea riendo o refunfuñando. «Si el hombre que actúa sigue el deseo del alma, sus obras son buenas, malas si actúa según la carne».
«Carne de salchicha. Mezclar las castañas con la carne de salchicha, el hígado y el corazón picados, hojas de tomillo, sal y pimienta». Volver a mi HDI. No tengo ninguna idea para escribir una nueva novela. Ni ideas ni ganas. Debo tener confianza: un día se impondrá el principio de una historia, me cogerá de la mano y me hará escribir.
Tengo tiempo, se dijo, empezando a quitar la dura piel de las castañas, atenta a no cortarse los dedos. ¿Por qué se dice «pavo con marrons» cuando se rellena de castañas? [3] El detalle es importante. El detalle inculca, encarna, desprende un olor, un color, una atmósfera. Añadiendo detalles, se reconstruye una historia, o la Historia. Se han descubierto facetas completas de la vida cotidiana en la Edad Media rebuscando en las humildes casas de los campesinos. Se ha aprendido más que analizando los castillos. Pensó en esos viejos cacharros de barro en cuyo fondo se han encontrado restos de caramelo. En el monasterio de Cluny habían instalado sistemas de acometida de agua, letrinas, habitaciones para lavarse semejantes a nuestros cuartos de baño.
El señor y la señora Van den Brock habían venido a visitarla tras haberse enterado de la muerte de la señora Berthier. Habían llamado a su puerta, solemnes como candelabros. Ella, fantasiosa, redonda, espontánea; él, serio y delgado. Los ojos de ella daban vueltas en todos los sentidos intentando fijarse en un punto con obstinación; él fruncía el ceño y agitaba sus largos dedos de monje boticario como tijeras gigantescas. La pareja se parecía a la unión entre Drácula y Blancanieves. Era una pareja incorpórea. Joséphine se preguntó cómo habían conseguido tener hijos. Un descuido momentáneo y él se había posado sobre ella, encogiendo sus largos dedos afilados para no arañarla. Dos libélulas torpes acoplándose en el aire. Debemos proteger a nuestros hijos, afirmaba ella, si ataca a las mujeres, puede también atacar a los más pequeños. Sí, pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Agitaba su cabeza redonda y su moño ralo atravesado por dos alfileres finos. Habían propuesto que los padres de familia hicieran una ronda en cuanto cayera la noche. Joséphine había sonreído, ese artículo no lo tenía disponible; y, como parecían no haber comprendido, había añadido: quiero decir padre de familia, no tengo marido. Habían invertido una pequeña pausa en digerir su agudeza y habían continuado: de la policía no se puede esperar nada, para ellos no será prioritario, la periferia está ardiendo, así que los barrios buenos… El final de la frase estaba teñido de cierta acrimonia, que rompía el tono hasta entonces responsable y grave.
Joséphine se había excusado por no poder participar en el esfuerzo de guerra, pero había añadido que se negaba a dejarse llevar por el miedo. A partir de ahora sería más prudente, iría a buscar a Zoé a la salida de clase, por la tarde, pero no sucumbiría al pánico. Había propuesto la idea de organizar turnos para recoger a los niños del colegio: todos, los Van den Brock, Lefloc-Pignel y Zoé, iban a la misma escuela. Habían decidido volver a hablar de todo después de las fiestas.
– Voy a decirle a Hervé Lefloc-Pignel que pase a verla, está muy inquieto -aseguró el señor Van den Brock con voz masculina-. Su mujer ya no se atreve a salir. Ni siquiera abre la puerta a la portera.
– Diga, ¿no le parece a usted extraño una portera que cambia de color de pelo cada tres semanas? ¿No tendría algún amiguito que…? -se había inquietado la señora Van den Brock.
– ¿Que acabara de salir de la cárcel y escondiese un gran cuchillo en la espalda? -había preguntado Joséphine-. No, ¡no creo que esté involucrada en esto!
– He oído decir que su pareja había tenido problemas con la justicia…
Se habían marchado prometiendo enviarle a Hervé Lefloc-Pignel en cuanto le vieran.
Voy a terminar reconfortando a todo el edificio, había suspirado Jo cuando cerraba la puerta esa tarde. Resulta irónico, ¡me atacan a mí y soy yo quien les tranquiliza! He hecho bien en no hablar de eso con nadie, me hubiese convertido en una curiosidad, vendrían a lanzarme cacahuetes al felpudo.
En el primer piso de su edificio vivían un hijo y su madre, los Pinarelli. Él debía de tener unos cincuenta años, ella ochenta. Él era alto, delgado, el pelo teñido de negro. Se parecía, en más mayor, a Anthony Perkins en Psicosis. Sonreía de forma extraña cuando se cruzaba con alguien, una sonrisa con un lado de la boca torcido, como si desconfiara del otro y le pidiese que se apartase. No trabajaba, debía servir de dama de compañía a su madre. Salían todas las mañanas a hacer la compra. Avanzaban despacio de la mano. Él arrastraba el carrito como si tirara de la correa de un lebrel, ella sostenía entre los dedos la lista de la compra. La vieja era una sargento. No reprimía sus palabras y lanzaba comentarios mordaces, como esos ancianos que se creen dispensados de todo civismo por su avanzada edad. Joséphine les abría el portal. Nunca se lo agradecían, pasaban sin saludarla, salían como dos altezas reales, con la guardia formada presentando armas.
No conocía a los otros vecinos, los del portal B al fondo del patio. Eran más numerosos que los del portal A, que sólo contaba con un piso por planta. El portal B tenía tres. Iphigénie le había comentado que, como los propietarios del portal A eran más ricos, los del B les detestaban y en las reuniones de vecinos se producían a menudo violentos ajustes de cuentas. Se peleaban, se lanzaban todo tipo de insultos. Los A ganaban siempre, para mayor consternación de los B, que veían cómo les infligían nuevas cargas, nuevas obras, y pagaban entre protestas.
Sus ojos se fijaron en el gran reloj de Ikea: ¡las seis y media! Hortense, Gary y Shirley estaban a punto de volver. Habían salido a hacer las últimas compras. Zoé estaba encerrada en su habitación, preparando los regalos. Desde la llegada de los ingleses, la casa se había llenado de ruidos y risas. El teléfono no dejaba de sonar. Habían llegado la víspera. Joséphine les había enseñado el piso, orgullosa del espacio que ponía a su disposición. Hortense había abierto la puerta de su habitación y se había tirado sobre la cama, los brazos en cruz, home sweet home! Joséphine no había podido impedir sentirse emocionada por su exclamación. Shirley había reclamado un whisky mientras Gary, sentado en el sofá, los cascos en las orejas, Preguntaba: «¿Qué vamos a comer esta noche, Jo?, ¿qué manjares nos tienes preparados?». Las puertas se abrían y se cerraban, estallaban voces, salía música de cada habitación. Joséphine comprendió lo que no le gustaba de ese piso, era demasiado grande para Zoé y para ella. Al llenarse de risas, de gritos, de maletas abiertas, se hacía cálido.
La gran cacerola de agua salada esperaba sobre el fuego a que ella echara las castañas peladas. Estar ocupada en la cocina le daba siempre ideas. Como cuando corría alrededor del lago. Las manos se agitan, las piernas se mueven, la cabeza, libre de las preocupaciones con las que solemos llenarla, ofrece miles de ideas.
Cada mañana se ponía un chándal, se calzaba unas deportivas y se iba a correr alrededor del lago del Bois de Boulogne. Antes de llegar al estanque, trotaba observando a los jugadores de petanca, a los ciclistas, a los otros corredores, mientras evitaba los excrementos caninos y saltaba sobre los charcos de agua. Por encima de todo le gustaba pasar por los senderos llenos de agua de lluvia. Lo hacía cuando estaba sola, cuando nadie podía lanzarle una mirada de reproche. Le gustaba el ruido que hacían sus zapatillas al golpear el agua, las gotas que saltaban. En cuanto llegaba a lo que ella llamaba pomposamente «su circuito», aceleraba. Daba una vuelta al lago en veinticinco minutos. Después se detenía, sin aliento, y hacía estiramientos para no tener agujetas al día siguiente. Salía de su casa cada mañana, a las diez y veinte, se cruzaba con un hombre que, también, daba la vuelta al estanque. Caminando. Las manos en los bolsillos, la nariz enfundada en un chaquetón azul marino, con un gorro de lana hundido hasta las cejas, gafas negras y una bufanda que le tapaba completamente. Parecía cubierto de vendajes elásticos. Le había bautizado «el hombre invisible». Caminaba aplicadamente, con paso mecánico. Como si siguiese las prescripciones de un médico: una o dos vueltas al lago al día, preferentemente por la mañana, la espalda recta, respirando profundamente. Podían cruzarse dos veces, si él había acelerado el paso o si ella añadía una vuelta al lago a la que ya había realizado. Debe de hacer por lo menos quince días que me lo cruzo, quince días que le veo y que me ignora. Ni siquiera hace una seña con la cabeza que signifique que se ha dado cuenta de mi presencia. Es pálido, delgado. Debe de salir de una cura de desintoxicación. O de una pena de amor. Ha sufrido un accidente de coche y tiene quemaduras de tercer grado. Es un peligroso delincuente que se ha fugado de la justicia. Se inventaba mil historias. ¿Por qué un hombre, solo y obstinado, camina al borde de un lago todos los días entre las diez y las once? Había en su caminar una determinación casi feroz, como si, vendándose los músculos, se agarrase a la vida o ajustase alguna cuenta pendiente.
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