Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– ¡Ya les dije que, ahora, contratan a los profesores en los suburbios! -dijo una madre apretando los labios.

– ¡Cuando las élites se desmoronan, ya nadie se hace responsable de nada!-gruñó un padre-. ¡Pobre Francia!

Joséphine hubiera dado cualquier cosa por estar en otro sitio. Decidió organizar su fuga.

– Creo que, mientras espero, voy a ir a ver…, esto…, ¡al profesor de educación física!

Una madre la miró de arriba abajo y, en sus ojos, Joséphine percibió el desprecio de un general ante un soldado que deserta. Se alejó. Ante cada clase había un padre o una madre pataleando, invocando a Jules Ferry. Había uno que amenazaba con hablar con el ministro, al que conocía bien. Sintió un impulso de solidaridad hacia los profesores y decidió aligerar su tarea saltándose sus dos últimas citas.

Hizo un resumen a Zoé. Subrayó la buena opinión que los profesores tenían de ella, le contó las escenas de motín a las que había estado a punto de asistir.

– Tú no perdiste la calma porque estabas contenta -le hizo notar Zoé-. Quizás los otros padres tienen un montón de problemas con sus hijos y se enfadan…

– Lo mezclan todo. No es culpa de los profesores.

Empezó a recoger la mesa. Zoé se levantó para abrazarse a su cintura.

– Estoy muy orgullosa de ti, mi amor -murmuró Joséphine.

Zoé le devolvió el beso y siguió pegada a ella.

– ¿Cuándo crees que volverá papá? -suspiró al cabo de un momento.

Joséphine se sobresaltó. Había olvidado al hombre del metro.

La abrazó más fuerte. Volvió a ver el jersey rojo de cuello vuelto. El corte en la mejilla, el ojo cerrado. Murmuró, no sé, no sé.

Al día siguiente, cuando Iphigénie le trajo el correo, le informó de que la víspera habían apuñalado a una mujer, en la arboleda de Passy. Al lado de su cuerpo habían encontrado un sombrero, un curioso sombrero con fruncidos verde almendra… ¡Exactamente igual que el suyo, señora Cortès!

SEGUNDA PARTE

La receta decía: «Fácil, precio razonable, tiempo de preparación y cocción: tres horas». Era Nochebuena. Joséphine preparaba un pavo. Un pavo relleno de auténticas castañas, y no uno de esos purés congelados insípidos que se pegan al paladar. La castaña fresca es esponjosa, perfumada; si la congelas queda blanduzca y pastosa. También estaba preparando purés de apio, zanahoria y nabos para acompañar el pavo. Unos entrantes, una ensalada, una tabla de quesos que había ido a comprar a Barthélemy, en la calle Grenelle, y un tronco de Navidad con enanos y setas de merengue.

¿Qué me pasa? Todo me pesa y me aburre. Normalmente me gusta preparar el pavo de Navidad; cada ingrediente me aporta su lote de recuerdos, me remonto a mi infancia; de pie sobre un taburete, mirando oficiar a mi padre con su gran delantal blanco, bordado con letras azules: Soy el chef y hay que obedecerme. Conservo ese delantal, me lo ciño a la cintura, paso los dedos sobre las letras en relieve y releo mi pasado en braille.

Su mirada cayó sobre el pavo pálido y flácido que reposaba sobre el papel de estraza del carnicero. Desplumado, las alas desplegadas, el vientre hinchado, la carne sonrosada y salpicada de puntos negros, mostraba cruelmente su miseria de pavo atado de pies y manos. A su lado reposaba un largo cuchillo de brillante filo.

La señora Berthier había sido apuñalada. Cuarenta y seis puñaladas en pleno corazón. La habían encontrado inerte, con las piernas abiertas y boca arriba. Habían citado a Joséphine en la comisaria. La agente de policía había relacionado las dos agresiones. Las mismas circunstancias, el mismo modus operandi. Había tenido que explicar de nuevo cómo el zapato de Antoine, colocado a la altura de su corazón, la había salvado. La capitán Gallois, que la había recibido la primera vez, la escuchaba con los labios prietos. Joséphine podía leer su pensamiento: «La ha salvado un zapato».

– Es usted un milagro viviente -había dicho la mujer policía mientras sacudía la cabeza como si no pudiese creerlo-. La señora Berthier ha recibido puñaladas extremadamente violentas. Las heridas tienen una profundidad de unos diez o doce centímetros. Es un hombre fuerte; y sabe manejar un arma blanca, no es un aficionado.

Al oír esas cifras macabras, Joséphine había escondido las manos entre los muslos para reprimir el temblor que la sacudía.

– La suela del zapato debía de ser extraordinariamente gruesa -señaló la capitán como si intentara convencerse-. La ha golpeado a la altura del corazón. Como a usted.

Le había pedido que trajese el paquete de Antoine para poder analizarlo.

– ¿Conocía usted a la señora Berthier?

– Era la tutora de mi hija. Habíamos vuelto juntas una tarde del colegio. Había ido a visitarla para hablar de Zoé.

– ¿No hablaron de nada que le parezca importante?

Joséphine sonrió. Iba a contar un detalle cómico. La capitán creería que lo hacía adrede o que no se lo tomaba en serio.

– Sí. Teníamos el mismo sombrero. Un extraño sombrero de tres pisos, un poco extravagante, que yo no me atrevía a llevar y que ella me animó a ponerme… Tenía miedo de dar la nota.

La mujer se había inclinado y le había mostrado una foto.

– ¿Éste?

– Sí. Lo llevaba la noche que me agredieron -había murmurado Joséphine mirando la foto del tocado-. Lo perdí en el parque… No tuve el valor de volver a buscarlo.

– ¿No había nada más que la intrigara?

Joséphine había dudado, otro detalle cómico… Después había añadido:

– No le gustaba la Pequeña serenata nocturna de Mozart, le parecía que era una cantinela soporífera. Hay poca gente que se atreva a decir eso. Es cierto que es una melodía bastante repetitiva.

La oficial de policía la había mirado con un aire entre irritado y desdeñoso.

– Bien -había concluido-. Permanezca localizable, la llamaremos si es necesario.

Tirar de los hilos, esbozar hipótesis, trazar fronteras entre lo posible y lo imposible, el trabajo de búsqueda se había puesto en marcha. Joséphine ya no podía ayudarles. Era un trabajo para los hombres y mujeres de la brigada criminal. Un detalle: un sombrero verde de tres pisos, denominador común de las dos agresiones. El asesino no había dejado ningún rastro, ninguna huella.

Tirar de los hilos, establecer un límite a no sobrepasar, no pensar más en la señora Berthier, en el asesino. ¿Es posible que viva en el barrio? ¿Quería quizás apuñalarme a mí y se encarnizó contra la señora Berthier? Había fracasado, quiso volver a intentarlo y se equivocó de blanco. Vio el sombrero, creyó que era yo, la misma talla, el mismo aspecto… ¡Para!, gritó Joséphine. ¡Para! Vas a fastidiar la velada. Shirley, Gary y Hortense habían llegado la víspera de Londres y esta noche Philippe y Alexandre se les unirían para cenar.

Crearme una burbuja. Como hacía cuando daba conferencias. El trabajo me calma. Fija mi mente, le impide vagabundear en pensamientos morbosos. La cocina también la llevaba a pensar en sus amadas investigaciones. No existe nada nuevo, reflexionaba Joséphine hundiendo los dedos en las castañas. Los fast-food ya existían en la Edad Media. No todo el mundo poseía su propia cocina, las viviendas en las ciudades eran demasiado pequeñas. Los solteros y los viudos comían fuera. Existían comerciantes de comidas preparadas, profesionales de la alimentación o chair cuitiers, que instalaban puestos al aire libre y vendían salchichas, patés o tortas para llevar. El ancestro de los perritos calientes o de las hamburgueserías. La cocina representaba un sector muy importante de la vida cotidiana. Los mercados estaban bien provistos: aceite de oliva de Mallorca, cangrejos y carpas del Marne, pan de Corbeil, mantequilla de Normandía, tocino del Ventoux, todo llegaba a los mercados de París. En las casas importantes existía un maître queux, quien, desde lo alto de su trona, agitaba un cazo para indicar el trabajo de cada uno. Vigilaba a los happe-lopins o galopines, los pinches de cocina que arrancaban trozos de comida para comérselos a escondidas. Los cocineros se llamaban «Pera blanda», «Tragón», «Limpiapotes», «Cortavientos». Las recetas se escribían en unidades de medida religiosas. Se hacía cocer «desde vísperas hasta el anochecer», hervir los raviolis de carne el tiempo de dos paternóster y las nueces durante tres avemarías. En las cocinas, los marmitones recitaban oraciones, vigilaban la cocción, probaban, oraban de nuevo cogiendo el rosario. La alta nobleza decoraba los platos con hojas de oro. Las comidas se convertían en una auténtica ceremonia. Los cocineros se esforzaban en preparar platos llenos de color, el conejo encebollado rosa, la tarta blanca, la salsa camelina para acompañar el pescado frito. El color despertaba el apetito, los alimentos blancos estaban reservados a los enfermos a los que no convenía excitar. Cada plato cambiaba de color según la estación: el potaje de tripas era marrón en otoño, amarillo en verano. El colmo del refinamiento era la salsa italiana «azul celeste». Y, para complacer a los invitados, el cocinero pintaba sus escudos sobre los platos con gelatina, colocando granos de granada o flores de violeta. Inventaba «manjares disfrazados», dignos de aparecer en una película de horror. Fabricaba animales fantásticos o escenas humorísticas uniendo mitades de animales diferentes. El gallo con yelmo representaba a un caballero montado sobre un lechón. También estaban los entremeses sorpresa: se colocaban pájaros dentro de una torta de pan, se levantaba la tapa en el momento de servir y los pájaros salían volando, ante la sorpresa de los asistentes. Debería intentarlo un día, se dijo Jo, volviendo a sonreír.

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