Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Una gota de agua salpicó fuera de la cacerola. Ella soltó un grito y redujo el fuego. Vertió la primera tanda de castañas y continuó pelando las otras.

«Dejar hervir treinta minutos y retirar la segunda piel en el horno y a medida que se sacan del agua».

Papá hacía una cruz en las castañas para que fuera más fácil pelarlas. Siempre era él el que hacía el pavo de Navidad. Poco antes de morir había copiado su receta en una hoja en blanco. Había firmado al pie de la hoja: «El hombre que ama a su hija y la cocina». Había escrito su hija. Y no sus hijas. Era la primera vez que ese detalle le saltaba a la vista. Y sin embargo, cada año, el día de Nochebuena, sacaba la hoja manuscrita. Yo era su hija preferida. Iris debía de intimidarle. Era a mí a quien sentaba sobre sus rodillas para escuchar sus discos. Léo Ferré, Jacques Brel, Georges Brassens. Iris nos miraba avanzando por el pasillo y se encogía de hombros.

¿Sabrá Philippe cocinar? Buscó un pañuelo de papel con la mirada y se rascó la punta de la nariz con el cuchillo pelador. Philippe. Su corazón se aceleraba cada vez que pensaba en él. Forget me not [4] Fueron sus últimas palabras, sobre el andén de una estación, en junio. Desde entonces no se habían vuelto a ver. Cuando se enteró de que pasaría la Nochebuena solo con Alexandre, se apresuró a invitarles.

Dibujar los límites, trazar la frontera entre lo posible y lo imposible, crear una distancia que se prohibiría sobrepasar. Será más sencillo si establezco reglas. Me gustan las reglas, soy una mujer que se inclina ante la ley. Igual que uno se detiene ante un semáforo en rojo. En la vida hay que fijarse límites. Distancias entre uno mismo y los demás. Para sobrevivir. Para aprender a conocerse. A conocer el sentimiento confuso que me atrae hacia él y a dominarlo. Cuando no está presente, no pienso en él. Cuando se acerca todo se enturbia. Todo se inflama.

«Encender la parte baja del horno. Precalentarlo a termostato 7 durante veinte minutos». Nuestra relación ha evolucionado sin que me diese cuenta. De ser invisible, he pasado a ser amable, diferente, especial, valiosa, codiciada, prohibida. En cuanto a mí, ese hombre que me dejaba fría ha pasado a ser accesible, familiar, atento, atractivo, peligroso. Esa admirable graduación de sentimientos nos ha conducido, sin darnos cuenta, al borde de un precipicio. La camelia blanca, en el balcón, es el último escalón. Cuando la riego, pienso en él. Le lanzo un beso. El no lo sabe, y nunca se lo diré.

Creería que soy una lela.

Debo de ser una lela, eso seguro. Vittorio se lo repite sin cesar a Luca. ¿Vas a ver hoy a tu lela? ¿Qué va a hacer la torpona en Navidad? ¿Va a ir a besarle los pies al Papa en el Vaticano? ¿Bendice el pan antes de comérselo? ¿Se riega de agua bendita antes de follar? Luca no debería repetirme esos comentarios. Me hacen daño. Dice que Vittorio es cada vez más incoherente, que el paso del tiempo acentúa su angustia. Habla de hacerse un lifting, pero no tiene dinero. Pídeselo a tu lela, está forrada por los cuatro costados gracias a su novelucha de quiosco. Las lelas tienen un gran corazón. ¿Y tú llamas a eso una escritora? Luca suspiraba, si la veo menos, no es culpa mía, él me necesita.

En tres cacerolas de cobre se cocían las zanahorias, los nabos y el apio que iba a reducir a puré. Pronto estarían cocidas y peladas las castañas. Había previsto foie gras como entrada. Y lonchas de salmón salvaje. A Zoé le volvía loca el salmón salvaje. Tenía un gusto muy desarrollado y podía decir si el salmón estaba suculento, bueno o malo, estudiando simplemente la palidez o el brillo de la carne. Arrugaba la nariz ante el mostrador del pescadero. Era la señal que advertía: «Ése no es bueno, mamá. Salmón de criadero: hacinados como sardinas y tragándose los excrementos de los demás». Zoé adoraba los sabores, los olores, se encallaba buscando un color preciso, o imitando un sonido determinado, cerraba los ojos y creaba paletas de sabores chascando la lengua. Le gustaba cuando llegaba el invierno, con su cortejo de fríos que ella clasificaba. Frío cortante, frío húmedo, frío gris y bajo que anuncia la nieve, frío sordo que te empuja a refugiarte ante la chimenea. «Me gusta el frío, mamá, me calienta el corazón». Había confeccionado sus regalos con cartón, trozos de lana, tela, grapas, pegamento, clips, lentejuelas. Fabricaba muñecas magníficas, cuadros, móviles. No le gustaba comprar, al contrario que a Hortense. Es una adolescente de antaño, mi hija. No le gustan los cambios, le gusta que cada año se repita el mismo menú de fiesta, que se decore el árbol con las mismas bolas, las mismas guirnaldas, que se escuchen los mismos villancicos. Es por ella por lo que respeto la etiqueta. A los niños no les gusta que se cambien sus costumbres. Por sentimentalismo, por deseo de sentirse cómodos. En el tronco de Navidad, que prueba con la lengua antes de morderlo, Zoé busca el sabor de todos los demás troncos, y puede que también el de los que había probado junto a su padre. ¿Dónde pasará esta Nochebuena el hombre que descubrí en el metro ¿Es posible que se trate de Antoine? Tenía una cuchillada y el ojo medio cerrado. Si está vivo y nos busca, debe de rondar el edificio de Courbevoie. La portera ha cambiado. La nueva no nos conoce. Mi nombre no figura en la guía.

Zoé había pedido que hubiera un sitio libre en la mesa durante la cena de Nochebuena.

– Ya verás, mamá, será una sorpresa, una sorpresa de Navidad.

– ¡Nos va a traer a un mendigo! -había pronosticado Hortense-. ¡Si lo hace, yo me largo!

Los ojos de Shirley reían en silencio.

– Si Zoé no lo hace ¡lo hará tu madre! -había replicado.

– Me pone enferma tanto festejo cuando fuera hay muchos…

– ¡Para, mamá, para! -había gritado Hortense-. ¡Me había olvidado de que iba a volver con la Madre Teresa! ¿Por qué no montas un orfanato de negritos ya que estamos?

«Añadir el queso fresco y las ciruelas al relleno. Mezclar. Rellenar el interior del pavo». Era lo que prefería cuando era pequeña. Atiborraba el pavo de espeso y oloroso relleno. El vientre del pavo se inflaba, y preguntaba a papá ¿crees que va a estallar? Iris y mamá hacían una mueca de disgusto, papá se reía a carcajadas. Iris no estará esta noche. Ni Henriette. No tendré el sabor de las Nochebuenas pasadas, la rama de acebo colgada en la puerta, el collar de perlas de tres vueltas de Henriette sobre su vestido negro, la cinta de terciopelo violeta que Iris llevaba en el pelo y que provocaba siempre la misma exclamación por parte de Henriette: «¡No debería decirlo delante de esta pequeña pero nunca he visto unos ojos tan azules! ¡Y los dientes! ¡Y la piel!». Se extasiaba como si descubriese un collar de zafiros sobre papel de seda. ¿Y yo? Yo me sentía fea, con la certidumbre de que nadie, nunca, me miraría. Esa es la herida que nunca se ha cerrado.

«Coser la abertura con hilo grueso. Untar el ave de mantequilla o margarina. Sazonar. Disponer el ave sobre la placa del horno bien caliente. Al cabo de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, moderar el calor del horno. Dejar cocer una hora. Salsear a menudo durante la cocción».

Tras la muerte de Lucien Plissonnier habían pasado Nochebuenas tristes en las que el lugar del jefe de familia había permanecido vacío, y después había llegado Marcel, con sus chaquetas escocesas y sus corbatas Lurex. En sus platos había montones de regalos. Iris los recibía con condescendencia, como si se dignara a perdonarle por estar sentado en el lugar de su padre, Joséphine dudaba si correr a abrazarle ante la expresión de reproche de su madre y su hermana. Esta noche, Marcel Grobz iba a festejar su primera Nochebuena con Josiane y su hijo. Iría a visitarlos pronto. Tendría la impresión de traicionar a su madre, de pasarse al enemigo, pero le daba igual.

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