Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– ¡Oh! ¡Gracias, mamá! ¿Cómo lo has adivinado?

Te conozco tan bien…, tuvo ganas de decir Joséphine. Sé que la única cosa que puede reunimos sin heridas ni malicia es una carrera alocada hacia una avalancha de gastos. No dijo nada y recibió, emocionada, el beso de su hija.

– ¿Iremos adonde yo quiera? ¿Todo el día? -preguntó Hortense, asombrada.

Joséphine asintió con la cabeza. Había acertado, aunque esa constatación la pusiera un poco triste. ¿Cómo transmitir de otra forma el amor por su hija? ¿Quién la había hecho tan ávida, tan aburrida, para que sólo la esperanza de un día gastando dinero pudiera arrancarle un impulso de ternura? ¿La existencia que le he impuesto, o los desapacibles tiempos que vivimos? No hay que echar siempre la culpa a la época o a los demás. Yo también soy responsable. Mi culpabilidad data de mi primera negligencia, de mi primera impotencia para consolarla, comprenderla, impotencia que he ocultado detrás de la promesa de un regalo, con ir de compras las dos; yo maravillada ante la elegante caída de un vestido sobre su esbelta figura, el exquisito ajuste de un top, cómo se adaptan los vaqueros a sus largas piernas, ella, feliz de recibir lo que yo deposito a sus pies. Mi admiración ante su belleza, que deseo celebrar para esconder las heridas de la vida. Es más fácil crear ese espejismo que darle consejo, mi presencia, esa ayuda al alma que no sé ofrecerle, enredada en mis torpezas. Pagamos, pues, las dos mi negligencia, mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.

La retuvo un instante entre sus brazos y le repitió al oído sus últimas palabras:

– Mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.

– Yo también te quiero, mamá -balbuceó Hortense en un suspiro.

Joséphine no estaba segura de que mintiera. Experimentó una ola de auténtica alegría que la animó, le aclaró la mente y el apetito. La vida se volvía hermosa si Hortense la amaba, y hubiese rellenado veinte mil cheques con tal de recibir una declaración de amor de su hija, susurrada en su oído.

La distribución de regalos continuaba, animada por los anuncios de Zoé y Alexandre. El papel de envolver revoloteaba por el salón antes de morir en el fuego, los lazos cubrían el suelo, las etiquetas rotas se pegaban al azar en el papel abandonado. Gary echaba troncos a la chimenea, Hortense desgarraba los lazos de los paquetes con los dientes, Zoé abría sobres sorpresa temblando. Shirley recibió un par de botas y las obras completas de Oscar Wilde en inglés, Philippe una bufanda larga de cachemira azul y una caja de puros, Joséphine la colección completa de discos de Glenn Gould y un iPod, «oh, pero si no sé cómo funcionan esos trastos». «Yo te ensenaré», prometió Philippe pasándole el brazo alrededor de los hombros. Zoé ya no tenía sitio en los brazos para llevárselo todo a su habitación, Alexandre sonreía, maravillado, ante sus regalos y, recuperando su puntilloso sentido de la observación, preguntó a la asistencia: «¿Por qué los pájaros carpinteros no tienen nunca dolor de cabeza?».

Todo el mundo se echó a reír y Zoé, que no quería permanecer muda, exclamó:

– ¿Creéis que si alguien habla mucho tiempo, mucho tiempo con otra persona, al final se olvida de que tienes una narizota?

– ¿Por qué preguntas eso? -quiso saber Joséphine.

– Porque le di tanto la lata a Paul Merson ayer por la tarde en el trastero que ¡me ha invitado a ir a escuchar a su grupo este domingo en Colombes!

Hizo una pirueta y se inclinó haciendo una profunda reverencia para recoger los aplausos.

La melancolía de la tarde se había desvanecido por completo. Philippe descorchó una botella de champán y preguntó dónde estaba el pavo.

– ¡Ay, Dios! ¡El pavo! -se sobresaltó Joséphine apartando su mirada de las enrojecidas mejillas regordetas de su hija la bailarina.

¡Zoé parecía tan feliz! Joséphine sabía hasta qué punto quería gustar a Paul Merson. Había descubierto una foto suya en la agenda de Zoé. Era la primera vez que Zoé escondía la foto de un chico. Corrió a la cocina, abrió el horno y comprobó el grado de cocción del ave. Concluyó que estaba todavía muy rosado. Decidió subir el termostato.

Estaba delante del horno, el gran delantal blanco ceñido, los ojos fruncidos por el esfuerzo de salsear el pavo sin derramar una gota sobre la placa caliente, cuando sintió una presencia tras ella. Se volvió, cuchara en mano, y se encontró en brazos de Philippe.

– Qué alegría verte, Jo. Hace tanto tiempo…

Ella levantó la cabeza hacia él y enrojeció. Él la abrazó.

– La última vez -recordó-, tú acompañabas a Zoé y yo me la llevaba con Alexandre hasta Évian…

– Los habías inscrito en un curso de equitación…

– Nos encontramos, los dos, en el andén…

– Era un día de junio, soplaba una ligera brisa bajo la gran marquesina de la estación.

– Eran los primeros viajes de vacaciones. Yo pensaba: otro año escolar que se acaba…Y me decía ¿y si pidiese a Joséphine que se viniese con nosotros?

– Los niños se fueron a comprar bebidas…

– Llevabas una chaqueta de ante, una camiseta blanca, un fular de cuadros, pendientes dorados y ojos almendrados.

– Tú me dijiste: «Qué tal», y yo contesté: «¡Bien!».

– Y tuve muchas ganas de besarte.

Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.

– Pero no nos… -empezó él.

– No.

– Nos dijimos que no podíamos.

– Que estaba prohibido.

Ella afirmó con la cabeza.

– Y teníamos razón.

– Sí-susurró ella intentando separarse.

– Está prohibido.

– Completamente prohibido.

La volvió a atraer hacia sí y, acariciándole el pelo, murmuró:

– Gracias, Jo, por esta fiesta en familia.

Le rozó la boca con los labios. Ella vaciló, volvió la cabeza.

– Philippe, ¿sabes…?, creo que… no deberíamos…

Él se irguió, la miró como si no comprendiera lo que le decía, arrugó la nariz y exclamó:

– ¿Hueles lo que yo huelo, Joséphine? ¿No se estará saliendo el relleno y quemándose en la bandeja? ¡Sería un fastidio comer entrañas resecas y vacías!

Joséphine se volvió y abrió el horno. Tenía razón: el pavo se estaba vaciando lentamente. Se estaba formando una avalancha marrón que se caramelizaba en los bordes. Se preguntaba cómo detener la hemorragia, cuando la mano de Philippe se posó sobre la suya y los dos, manejando la cuchara con precaución, devolvieron a su lugar el exceso de relleno que brotaba del vientre del pavo.

– ¿Está bueno? ¿Lo has probado? -preguntó Philippe en el cuello de Joséphine

Ella negó con la cabeza.

– Y las ciruelas, ¿las has puesto en remojo?

– Sí.

– ¿En agua con un poco de armagnac?

– Sí.

– Está bien.

Susurraba junto a su cuello, ella sentía sus palabras imprimirse en su piel. Con la mano todavía posada sobre la suya, la guiaba hacia el oloroso relleno. Retiró un poco de carne de salchicha, castaña, ciruela, queso fresco y, despacio, despacio, subió la cuchara llena y humeante hasta los labios de ambos, que se juntaron. Probaron cerrando los ojos el delicado relleno de ciruelas reblandecidas que se fundía en sus bocas. Dejaron escapar un suspiro y sus labios se mezclaron en un tierno, largo y sabroso beso.

– Quizás le falte sal -comentó Philippe.

– Philippe… -suplicó Joséphine, rechazándole-. No deberíamos…

El la estrechó contra su cuerpo y sonrió. Un poco de salsa grasienta brotaba de la comisura de sus labios, ella sintió ganas de probarla.

– ¡Me haces reír!

– ¿Por qué?

– ¡Eres la mujer más divertida que he conocido nunca!

– ¿Yo?

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