– Voy a preparar el salmón y el foie gras, eso la hará venir -decidió Joséphine-. Podéis instalaros en la mesa, he puesto vuestros nombres en una tarjetita en cada sitio.
– ¡Yo voy contigo, me toca a mí desaparecer! -dijo Shirley.
Se encontraron en la cocina. Shirley cerró la puerta y, apuntando a Joséphine con el dedo, ordenó:
– ¡Y ahora, vas a contármelo todo! ¡Porque eso del pavo es una excusa penosa!
Joséphine enrojeció y cogió un plato para colocar el foie gras fresco.
– ¡Me ha besado!
– ¡Ah, por fin! ¡Ya me estaba preguntando a qué esperaba!
– ¡Pero es mi cuñado! ¿Lo has olvidado?
– ¿Y ha estado bien? En todo caso, os habéis tomado tiempo. Nos preguntábamos qué estabais haciendo.
– ¡Ha estado bien, Shirley, muy bien! ¡Cómo podría imaginarlo! ¡Así que eso es un beso! He sentido escalofríos. ¡De la cabeza a los pies! ¡Y con la barra del horno quemándome la espalda!
– Ya era hora, ¿no?
– ¡Tú ríete!
– ¡Nada de eso! Siento el máximo respeto por un beso tórrido, uno auténtico.
Joséphine sacó el foie gras del molde con la punta de un cuchillo sumergido en agua hirviendo, lo dispuso sobre un plato, lo rodeó de gelatina, de hojas de lechuga y añadió:
– Y ahora ¿qué hago?
– Sírvelo con tostadas…
– ¡No, idiota! ¡Con Philippe!
– ¡Te has metido en un buen marrón! Deep, deep shit! Welcome al club de los amores imposibles.
– Preferiría pertenecer a otro club. Shirley, en serio…, ¿qué voy a hacer?
– Poner el salmón en una bandeja, calentar las tostadas, abrir una buena botella de vino, colocar la mantequilla en una bonita mantequera, cortar rodajas de limón para el salmón… ¡Tus problemas no han hecho más que empezar!
– Muchas gracias, ¡eres de gran ayuda! Tengo la cabeza a punto de estallar, mis dos hemisferios están luchando entre sí, el de la derecha me dice bravo, te has dejado llevar, has conocido la voluptuosidad, el de la izquierda me grita ¡atención, peligro!, ¡compórtate!
– Eso me lo sé de memoria.
Las mejillas de Joséphine se sonrojaron.
– Me gusta cuando me besa, tengo ganas de que lo vuelva a hacer. ¡Ay, Shirley! ¡Me gusta tanto! No tengo ganas de que pare.
– ¡Ay! El peligro se concreta.
– ¿Crees que voy a sufrir?
– La voluptuosidad intensa viene a menudo acompañada de un gran sufrimiento.
– Y tú eres una especialista…
– Y yo soy una especialista.
Joséphine reflexionó un buen rato, bajó la vista hacia la barra del horno, la acarició con los ojos, suspiró.
– Soy tan feliz, Shirley, ¡tan feliz! Aunque esta enorme felicidad no pueda durar más de diez minutos y medio. Hay gente, estoy segura, que no tiene ni diez minutos y medio de felicidad en la vida.
– ¡Vaya pandilla de afortunados! ¡Dime quiénes son para que los evite!
– En cambio, ¡yo soy rica en diez minutos y medio de gran, gran felicidad! Me pasaré la película de ese beso una y otra vez y eso me bastará. Pulsaré lectura, pausa, rebobinado, beso al ralentí, pausa, rebobinado, beso al ralentí…
– ¡Tus veladas van a ser apasionantes! -se burló Shirley.
Joséphine se había apoyado en el horno y fantaseaba, los brazos alrededor de su cuerpo, como si acunase un sueño. Shirley la hizo reaccionar:
– ¿Y si volviésemos a la fiesta? Se van a preguntar de verdad lo que estamos haciendo.
* * *
En el salón, esperaban a Zoé.
Hortense hojeaba las obras completas de Oscar Wilde y leía pasajes en voz alta, Gary accionaba el fuelle sobre los troncos de la chimenea. Alexandre olía los puros de su padre, con aire reprobador.
– «La belleza está en los ojos del que mira» -declamó Hortense.
-Very thoughtful indeed [6] -comentó Gary.
– «Las mujeres se dividen en dos categorías: las feas y las maquilladas, ¡madres aparte!».
– ¡Se olvidó de las guarronas! -rugió Gary.
– «Cuando era joven creía que, en la vida, lo más importante era el dinero. Ahora que soy viejo, estoy seguro».
Gary se burló de Hortense:
– Eso no está mal… ¡para ti!
Ella hizo como si no le hubiese oído y prosiguió:
– «Sólo hay dos tragedias en la vida: una es no tener lo que se desea, la otra es obtenerlo».
– ¡Falso! -exclamó Philippe.
– ¡Archiverdadero!-respondió Shirley-. El deseo sólo permanece vivo mientras se corre tras él. Se alimenta de distancia.
– Yo sí que sé lo que nutre mi deseo -susurró Philippe.
Joséphine y Philippe estaban sentados en el sofá, cerca del fuego. El se apropió de la mano que Jo apoyaba junto a su espalda. El rostro de ella se volvió carmesí y le suplicó con la mirada que le soltara la mano. Él no hizo nada y la acarició suavemente, abriendo la palma, girándola, pasando y repasando por el espacio entre cada dedo. Joséphine no podía soltarse sin hacer un gesto brusco y atraer las miradas de los demás, así que se quedó allí, sin moverse, su mano ardiendo en la de él, oyendo las citas de Oscar Wilde sin escucharlas, intentando reír cuando los demás reían, pero siempre con un ligero retraso, que acabó por llamar la atención.
– Pero mamá, ¿has bebido o qué? -exclamó Hortense.
Fue ese momento el que eligió Zoé para irrumpir en la habitación y decretar, solemne:
– ¡Todo el mundo a su sitio! Voy a apagar las luces…
Se dirigieron hacia la mesa, buscando su nombre en el plato. Se sentaron. Desplegaron sus servilletas. Se volvieron hacia Zoé que les vigilaba, los brazos a la espalda.
– Y ahora, todo el mundo cierra los ojos y nadie hace trampas.
Hicieron lo que les decía. Hortense intentó percibir lo que tramaba, pero Zoé había apagado las luces, y sólo distinguió una forma rígida, cuadrada, que se dirigía a la mesa, sostenida por Zoé. ¿Qué será eso? Debe de ser un viejo chocho que no se tiene en pie. Nos ha traído un senil como invitado misterioso. ¡Menuda sorpresa! Nos va a vomitar encima o le va a estallar una vena al primer eructo. Tendremos que llamar al Samur y a los bomberos. ¡Feliz Navidad a todos!
– ¡Hortense! ¡Estás haciendo trampas! ¡Cierra los ojos!
Obedeció, aguzando el oído. El hombre, al desplazarse, hacía un ruido de papel de envolver. Quizás no tenía zapatos y llevaba los Pies envueltos en periódicos. ¡Un pordiosero! ¡Nos ha traído a un Pordiosero! Se tapó la nariz con los dedos. Los pobres huelen mal. Rebajó la presión para detectar el olor a podrido. No olisqueó nada sospechoso. Zoé ha debido de obligarle a ducharse; por eso ha tardado tanto rato. Después, un ligero olor a cola fresca le cosquilleó la nariz. Y otra vez ese ruidito de frotamiento en la oscuridad. Como el que hace un gato cuando se restriega contra los muebles. Soltó un bufido y esperó.
Se ha traído a un mendigo, pensó Philippe, uno de esos pobres viejos que pasan la Navidad bajo un cartón en la calle. No me molestaría. Puede pasarnos a todos. Ayer mismo, mientras esperaba el taxi frente a la estación del Norte, se había cruzado con un antiguo compañero de trabajo que caminaba apoyado en un bastón. Tenía el cartílago de la rodilla derecha hecho trizas y las piernas ya no le aguantaban. Se negaba a operarse. Ya sabes lo que es, Philippe, paras un mes, dos meses, y te echan de la carrera, pues yo, hace seis meses que ya no hago nada, le había respondido Philippe, y me da completamente igual. Le saco partido a la vida y me gusta, había pensado viéndole marcharse tambaleándose. Compro obras de arte y soy feliz. Y beso a la única mujer del mundo a la que no tengo derecho a besar. Descubrió entre sus labios el sabor del beso, que se prolongaba, se expandía. Buscó con la punta de la lengua un trozo de ciruela, lamió un poco de armagnac. Sonreía beatíficamente en la penumbra. La próxima vez que vaya a Nueva York, me la llevaré. Viviremos felices, escondidos, llenándonos los ojos de belleza, asistiremos juntos a las subastas. El volumen de negocio de las dos últimas semanas de ventas en Nueva York había alcanzado los mil millones trescientos mil dólares, es decir, más o menos el equivalente a doscientos cincuenta años del presupuesto de adquisiciones del Centro Pompidou. Me veo perfectamente dirigiendo un museo privado en el que pueda exponer mis adquisiciones. Enseñaré a Alexandre a comprar pintura. En Christie's, el otro día, el afortunado comprador del Cape Codder Troll, una escultura de Jeff Koons, era un chavalín de diez años, sentado entre su padre, un magnate de la construcción, y su madre, una famosa psiquiatra. El capricho del niño les había costado trescientos cincuenta y dos mil dólares ¡pero parecían muy orgullosos! Alexandre, Joséphine, Nueva York, obras de arte a montones, la felicidad emergía como algo pequeño, que no existía justo antes del beso con sabor a pavo, y a hora ocupaba todo el espacio.
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