Josiane se dejó caer sobre la cama a su lado. Él iba recién afeitado y perfumado. Sobre una silla estaban dispuestos un traje de alpaca gris, una corbata azul y gemelos a juego.
– Qué guapo te pones…
– Me siento guapo, Bomboncito. ¡Es distinto!
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió.
– Antes ¿no te sentías guapo?
– Antes era un sapito feo. ¡Anda! Incluso me pregunto cómo pudiste fijarte en mí.
Es verdad que no era un dios griego, el tal Marcel. Al principio, debía reconocerlo, se había sentido más atraída por su cartera que por su encanto pero, muy pronto, su vitalidad, su generosidad la habían conmovido, y había terminado por convertirse en su amante titular, antes de verse consagrada como única mujer de su vida y madre de su pequeño.
– No me fijé en los detalles, ¡me quedé con el conjunto!
– ¡ Es lo que se dice de los feos! ¡El famoso encanto de los adefesios! Pero me da igual, ahora soy el gran Mamamouchi…
– Aún más sexy que el gran Mamamouchi…
– ¡Para, Bomboncito, que me estás excitando! ¡Atenta a mi slip! ¡Recto como el mástil de un barco en la tempestad! Si nos volvemos a acostar ¡tardaremos en levantarnos!
Seguía teniendo el mismo apetito en la cama. Ese hombre estaba hecho para comer, beber, reír, gozar, escalar montañas, plantar baobabs, acallar truenos, apagar rayos. ¡Y pensar que esa víbora de Henriette había querido hacer de él un caniche empolvado! Otra vez había soñado con ella. ¿Qué coño hace rondando mis noches, esa vieja?
– ¿Tienes noticias de la Escoba? -preguntó, prudente.
– Sigue sin querer divorciarse. Sus condiciones son exorbitantes ¡y no cederé! ¿Me hablas de ella para que se me desinfle?
– ¡Te hablo de ella porque se me aparece por las noches!
– ¡Ah! Por eso te falta ánimo estos últimos tiempos…
– Me siento triste como una media secándose sola. Ya no tengo ganas de nada…
– ¿Ni siquiera de mí?
– ¡Ni siquiera de ti, ¡mi osito!
El barco perdió el mástil de golpe.
– ¿Hablas en serio?
– No hago nada, no tengo hambre, ya no como…
– ¡Debe de ser grave!
– Me duele la espalda. Como si me acuchillaran.
– Tienes ciática. Ha sido el embarazo, que te ha arruinado la osamenta.
– Sólo tengo ganas de sentarme y llorar. Incluso Júnior me deja fría.
– Por eso pone mala cara. Le veo huraño últimamente.
– Debe de aburrirse. Antes le entretenía constantemente. Le daba vueltas por el aire, le deslizaba de un lado a otro, bailaba el cancán vestida con muselinas…
– ¡Y ahora estás desinflada como un globo en un bosque de cactus! ¿Has visitado a un matasanos?
– No.
– ¿Y a madame Suzanne?
– ¡Tampoco!
Marcel Grobz se incorporó, inquieto. La situación era grave si ni siquiera se planteaba visitar a madame Suzanne. Madame Suzanne había predicho la firma del contrato con los chinos, la mudanza al gran piso, el nacimiento de Júnior, la caída de Henriette, e incluso la muerte de un familiar entre las afiladas fauces de un monstruo. Madame Suzanne cerraba los ojos y veía. El ojo miente, afirmaba, se ve mejor con los ojos cerrados, la verdadera visión es interior. Nunca se equivocaba y cuando no veía nada, lo decía. Y para asegurarse de conservar su don intacto, no pedía nunca dinero.
Para ganarse la vida, trabajaba como pedicura. Pelaba los dedos de los pies, retiraba las pieles muertas, limaba las durezas, auscultaba los órganos presionando puntos precisos y, mientras sus dedos recorrían, ágiles, el largo de los metatarsos y de las falanges, se introducía en el alma y descifraba el Destino. Con una simple presión sobre la bóveda plantar, se remontaba hasta los órganos vitales, descubría la bondad o la maldad de aquel cuyo pie sostenía. Ponía al descubierto el fluido blanco de aquel con un gran corazón, el sucio carbón del conspirador, la ácida bilis del malvado, el humor amarillento del celoso, el cálculo azul del avaricioso, el coágulo rojo del libidinoso. Inclinada sobre los tres cuneiformes, penetraba en el alma y leía el porvenir. Sus dedos iban y venían, murmuraba frases deslavazadas. Había que aguzar el oído para recibir el oráculo. Cuando el mensaje era importante, se balanceaba de derecha a izquierda y repetía in crescendo los mandatos de una voz llegada de lo alto que le susurraba al oído. Así fue como Josiane supo que tendría un hijo, «un hermoso varón bien dotado, con cabeza de fuego, palabras de plata, cerebro de platino, el oro fluirá de su boca y sus brazos poderosos harán vacilar las columnas del templo. No habrá que contrariarle, pues pronto surgirá el hombre de los pañales del niño».
También podía ocurrir que, tras haber guardado sus afiladas pinzas, sus limas, sus pulidores, sus ungüentos y sus aceites, se levantara y dijera: «No creo que vuelva, su alma es demasiado malvada, apesta a azufre y a algo podrido, no serviría ni para fiambre». El cliente, debilitado de placer sobre la camilla, defendía su blancura inmaculada. «No insista», añadía madame Suzanne, «arrepiéntase, enmiéndese y quizás vuelva a ocuparme de las plantas de sus pies».
Una vez al mes, madame Suzanne desembarcaba con su maletín y su expresión aguda de zahorí de almas. A veces, Marcel, tras haber cometido alguna indelicadeza financiera o un golpe bajo, escondía su bóveda plantar a la vidente, pues lo que más deseaba era conservar su estima. Madame Suzanne le explicaba entonces que, a veces, en el mundo sin piedad en el que vivíamos, había que emplear las mismas armas que los rivales, entonces, en ese caso, y a condición de no dañar al más débil, la maldad le sería perdonada.
– Es como si me hubiesen vaciado por dentro -proseguía Josiane-. Como si no hubiese nadie en mi interior. Estoy como desdoblada. Me ves, pero no estoy aquí.
Marcel Grobz escuchaba, incrédulo. Nunca Bomboncito había mencionado algo parecido.
– ¿No estarás sufriendo una depresión nerviosa?
– Es posible. No sé nada de esa enfermedad. En mi familia no ha habido nunca nada de eso.
El estaba perplejo. Posó la mano sobre la frente de Josiane y sacudió la cabeza. No tenía fiebre.
– ¿Quizás un poco de anemia? ¿Te has hecho unos análisis?
Josiane hizo una mueca negativa.
– Bueno, habrá que empezar por ahí.
Josiane sonrió. Estaba inquieto, su gordito. Su expresión preocupada le recordaba que ella era sus nieves eternas. Le bastaba con observarla para tranquilizarse.
– Dime, Marcel, ¿me quieres todavía como a la Virgen Santa con la que te acostarías?
– ¿Acaso lo dudas, Bomboncito? ¿Todavía lo dudas?
– No. Pero me gusta oírtelo decir… A fuerza de frotarnos la piel, nos olvidamos de pulirla.
– Te voy a decir una cosa, Bomboncito, no me he levantado ni un solo día, óyeme, ni un solo día, sin agradecer a los de arriba la felicidad inmensa que me ha sido concedida al encontrarte.
Estaban sentados sobre la cama, apoyados uno contra otro. Meditando sobre ese extraño mal que atacaba a Josiane, esa languidez que la envolvía y le quitaba las ganas, el apetito, el deseo, todas esas virtudes que la mantenían viva desde que era una niña.
La comida fue un éxito. Júnior, sentado presidiendo la mesa en su trona de bebé, reinaba como el señor del castillo. Sostenía su biberón con la mano y lo golpeaba contra el armazón de su silla para imponer su voluntad. Le gustaba que la mesa estuviese bien puesta, que vasos, cuchillos y tenedores estuviesen en su sitio y si, por casualidad, algún comensal se equivocaba de lugar, golpeaba su silla con el biberón, hasta que el culpable hubiese rectificado su error. Se notaba, por cómo fruncía el ceño, que intentaba seguir la conversación. Se concentraba tanto que parecía congestionado.
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