Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– ¡Oh, eso no!

– ¡Incluso habrá pedaleado marcha atrás con todas sus fuerzas!

– ¡Y sigo pedaleando!

– Tenga cuidado de todas formas. Porque cuando eso se desintegra, ¡no se puede recuperar con un recogedor!

– La que va a quedar desintegrada voy a ser yo si esto continúa.

– ¡Vamos! Este tipo de asuntos son más bien un regalo, ¡no lo transforme en un drama! Preguntaré por usted a madame Suzanne. Déjeme un mechón de su cabello y, con sólo palparlo, ella le dirá si lo suyo va a funcionar.

Y entonces Josiane le explicó el don y las virtudes de madame Suzanne. Joséphine arrugó la nariz, no, no, no me gusta demasiado ese tema de los videntes.

– ¡Oh! ¡Ella se sentiría muy molesta si la llamasen vidente! Es una lectora de almas.

– Y además, no tengo ganas de saberlo. Prefiero la belleza de lo impreciso…

– ¡No vive usted en este planeta! Bueno, lo entiendo. ¡Pero tenga cuidado con sus hijas! Sobre todo con la pequeña, ¡no parece dispuesta a morder el anzuelo!

– Está en lo que se llama la edad del pavo. Metida de lleno. Lo único que puedo hacer es tomármelo con mucha paciencia. Ya he pasado por ello con Hortense. Una noche se acuestan siendo unos angelitos mofletudos y se despiertan al día siguiente convertidos en demonios con cuernos.

– ¡Si usted lo dice!

Josiane parecía pensar de modo distinto.

– Es una pena que no quiera usted ver a madame Suzanne. Ella predijo la muerte de su marido. «Un animal de afiladas fauces…». ¿Es cierto que lo devoró un cocodrilo?

– Eso pensaba, pero el otro día, en el metro…

Y Joséphine le contó la historia. El hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz, la postal de Kenya. Lo soltó todo sin reticencias. Sentía que Josiane la escuchaba con aire condescendiente, y la contemplaba con su mirada cálida y atenta, fija en su pechera blanca.

– ¿Cree que tengo alucinaciones?

– No… pero madame Suzanne lo vio en las fauces de un cocodrilo y raramente se equivoca. ¡No me negará que es una muerte muy poco común!

– ¡No! Es incluso la única cosa original que le ocurrió.

Joséphine soltó una risa extraña, una risa nerviosa, y después se detuvo, incómoda.

– Quizás le haya visto, en efecto, en las fauces de un cocodrilo, pero quizás no haya muerto -sugirió Josiane.

– ¿Cree que habría podido salvarse?

– Eso explicaría el ojo cerrado y la cicatriz.

Josiane reflexionó un instante y después, como si acabara de comprender algo, exclamó:

– Por esa razón quería usted la dirección de esa mujer, Mylène… ¡Para saber si ella también había recibido noticias!

– Fue la amante de mi marido. Si nos ha escrito, seguramente le ha escrito a ella también. O la ha llamado por teléfono…

– Sé que llamó a Marcel hace poco. Habla mucho de sus hijas. Pregunta por ellas. Le pidió su dirección para enviarle una felicitación de Navidad.

– Tiene sentido de la tradición. Me he dado cuenta de que uno presta más atención a esas cosas cuando vive en el extranjero. En Francia tenemos tendencia a olvidarlo. Marcel tiene su dirección…

– La anotó en un papel que me enseñó esta mañana. No quería olvidarse de dársela.

Se levantó, buscó en una mesita de noche, vio una hoja de papel allí encima, la leyó y se la tendió.

– Es ésta, creo… En todo caso, ésta es la última que tuvo de ella. A veces se pone en contacto con él, cuando tiene problemas…

– ¿Y a usted no le gusta?

Josiane sonrió encogiéndose de hombros.

– Esa chica es lista. Así que no me fío… Ya sabe usted que la pasta ¡vuelve a la gente miope! Mi osito se convierte en un Apolo, rodeado de todos esos billetes que le borran los michelines.

* * *

En el camino de vuelta, mientras Philippe conducía el coche, Joséphine se dijo que le gustaba mucho Josiane. Las raras veces que había visitado el almacén de Marcel, en la avenida Niel, sólo había obtenido una imagen parcial de ella: la de una secretaria detrás de su mesa mascando chicle. Las palabras de su madre habían completado el retrato, «esa secretaria asquerosa», decía Henriette escupiendo cada sílaba. Sobre la imagen de ese busto femenino se había superpuesto otra, la de una mujer de poca virtud, común, venal, maquillada como una máscara de carnaval. Es todo lo contrario, suspiró. Es buena, dulce, atenta. Esponjosa.

Shirley y Gary habían ido a pasear por el Marais. Joséphine volvía a su casa con Philippe, las niñas y Alexandre. Philippe conducía la gran berlina en silencio. En la radio sonaba un concierto de Bach. Alexandre y Zoé charlaban detrás. Hortense acariciaba con las yemas de los dedos el sobre que contenía los doscientos euros. La lluvia mezclada con nieve blanda dibujaba sobre el cristal círculos vacilantes, que los limpiaparabrisas borraban con un ballet regular.

Fuera, sobre los árboles helados vestidos de bombillas luminosas, veía la decoración navideña de los Campos Elíseos y la avenida Montaigne. ¡Navidad! ¡Nochevieja! ¡Año Nuevo! ¡Cuántos rituales para justificar vestir de guirnaldas los árboles helados! Seremos una familia que vuelve a casa, es domingo por la tarde, los niños jugarán mientras se prepara la cena. Acabamos de comer, no tenemos hambre, pero vamos a forzarnos a cenar. Joséphine cerró los ojos y sonrió. Siempre sueño en «conyugal», nunca sueño «canalla». Soy una mujer aburrida. No tengo ninguna fantasía. Pronto Philippe volverá a Londres. Mañana o pasado irá a ver a Iris a la clínica. ¿De qué debían de hablar durante esas visitas? ¿Se mostraría tierno? ¿La cogería en sus brazos? ¿Y ella? ¿Cómo se comportaría ella? ¿Alexandre estaría siempre presente?

La mano cálida y suave de Philippe cubrió la suya y la acarició. Ella se la apretó también, pero tuvo miedo de que los niños se diesen cuenta y se soltó.

En el vestíbulo del edificio se dieron de bruces con Hervé Lefloc-Pignel, que corría detrás de su hijo Gaétan gritando: «Vuelve, vuelve, in-me-dia-ta-men-te, he dicho inmediatamente». Se los cruzó sin detenerse, abrió la puerta y se precipitó por la avenida.

Atravesaron el vestíbulo y se dirigieron hacia el ascensor.

– ¿Has visto? ¡Estaba completamente despeinado!-cuchicheó Zoé-. ¡El, normalmente tan impecable!

– Parecía fuera de sí, ¡no me gustaría estar en el lugar de su hijo! -murmuró Alexandre.

– ¡Callaos, ahí vuelven! -susurró Hortense.

Hervé Lefloc-Pignel atravesaba el amplio vestíbulo del edificio sosteniendo a su hijo por el cuello de su chaqueta. Se detuvo frente al gran espejo y gritó:

– ¿Te has visto, niñato estúpido? ¡Te había prohibido tocarla!

– ¡Pero si yo sólo quería que tomase el aire! ¡También ella se aburre! ¡Nos aburrimos todos en casa! ¡No podemos hacer nada! ¡Estoy harto de colores obligatorios, yo quiero cuadros escoceses! ¡Escoceses!

Había pronunciado esas últimas palabras gritando. Su padre le sacudió violentamente para hacerle callar. El niño tuvo miedo y, levantando los brazos para protegerse, dejó caer un objeto redondo y marrón que rebotó en el suelo. Hervé Lefloc-Pignel soltó un chillido.

– ¡Mira lo que has hecho! ¡Recógela, recógela!

Gaétan se agachó, cogió la cosa entre sus dedos y, manteniéndose a distancia por miedo de recibir un golpe, se la tendió a su padre. Hervé Lefloc-Pignel la cogió, la posó delicadamente en la palma de su mano y la acarició.

– ¡No se mueve! ¡La has matado! ¡La has matado!

Se inclinó con suavidad sobre la cosa hablándole con dulzura.

Gracias al efecto de los espejos, ellos asistían a la escena sin mostrarse y no perdían comba. Philippe les hizo una seña para que no hiciesen ruido. Se metieron en el ascensor.

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