– En todo caso, es efectivamente el Lefloc-Pignel que conocía… No ha cambiado. ¡En qué estado pueden ponerse a veces las personas! -dijo Philippe cerrando la puerta.
– Ahora mismo la gente está a punto de estallar-suspiró Joséphine-. Hay violencia por todas partes. La noto cada día en la calle, en el metro, es como si la gente ya no se soportase. Como si la vida les pasara por encima y estuviesen dispuestos a aplastar al prójimo para evitarlo. Se pelean por cualquier cosa, dispuestos a saltar al cuello. Me da miedo. Antes, no tenía tanto miedo…
– ¡No me atrevo a pensar lo que debe de sufrir ese pobre chico! -dijo Philippe.
Estaban en la cocina, las niñas y Alexandre, en el salón, encendieron la televisión.
– Qué odio había en su voz… Creí que iba a destrozarlo.
– ¡No exageres tampoco!
– Sí, te lo aseguro. Siento el odio, lo siento en el aire. Se infiltra en todos lados.
– ¡Venga! Vamos a abrir una buena botella, hacer un buen plato de pasta y a olvidarlo -propuso Philippe abrazándola.
– No sé si bastará -suspiró Joséphine, poniéndose rígida.
El malestar se expandía, la invadía, la cubría con un pesado manto negro. Perdía el equilibrio. Ya no estaba segura de nada. Ya no tenía ganas de abandonarse a él.
– ¡No exageres! Simplemente ha perdido los nervios. No te llevaré nunca a un partido de fútbol. ¡Quedarías aterrada!
– ¡Lloro al ver un anuncio del amigo Ricoré en la tele! Me gustaría formar parte de la familia Ricoré…
Se volvió hacia él, esbozó una sonrisa temblorosa, que le ofreció en un esfuerzo por compartir la angustia que la paralizaba.
– Estoy aquí, te defenderé…, conmigo no tienes nada que temer -dijo, tomándola en sus brazos.
Joséphine sonrió distraídamente. Estaba pendiente de otra cosa. Había notado algo familiar en la escena a la que acababa de asistir. Una violencia, el estallido de una voz, un gesto que se arrastraba como una larga bufanda. Rebuscó en su memoria para recordar. No lo encontraba, pero se sentía amenazada. ¿Otro misterio de su infancia que empezaba a revelarse? ¿A conducirla hacia otro drama? ¿Cuántos dramas se ocultan, de niño, para no sufrir? Había olvidado durante treinta años que su madre había estado a punto de ahogarla. Esa noche, en el recibidor del inmueble, ante el espejo y las plantas, se había colado otro peligro. Una sombra amenazante, huidiza, sostenida por una sola nota que la había dejado helada. Una sola nota. Sintió un escalofrío. Nadie puede comprender la muda violencia que me amenaza. ¿Cómo explicar ese miedo fantasma que no tiene nombre, pero que se desliza y me envuelve? Estoy sola. Nadie puede ayudarme. Nadie puede comprenderme. Siempre estamos solos. Tengo que dejar de hacerme ilusiones románticas para consolarme, tengo que dejar de refugiarme en brazos de hombres encantadores. Esa no es la solución.
– Joséphine, ¿qué te pasa? -preguntó Philippe, con un halo de inquietud en la mirada.
– No lo sé…
– Puedes decírmelo todo, ya lo sabes.
Ella sacudió la cabeza. Recibía, como una puñalada, la doble certeza de que estaba sola y en peligro. No sabía de dónde venía ese convencimiento. Le miró y sintió rencor contra él. ¿Cómo podía estar tan seguro de sí mismo? ¿Tan seguro de mí? ¿Tan seguro de bastar para mi felicidad? ¡Como si la vida fuera tan sencilla! Sintió su necesidad de protección como una intrusión, su declaración de protección como una intolerable arrogancia.
– Te equivocas, Philippe. No eres una solución. Tú eres un problema para mí.
El la miró, estupefacto.
– ¿Qué te pasa?
Ella hablaba mirando al vacío, los ojos muy abiertos como si estuviese leyendo un gran libro, el gran libro de las verdades.
– Estás casado. Con mi hermana. Pronto te marcharás a Londres; antes de eso, irás a ver a Iris, es tu mujer, es normal, pero también es mi hermana, y eso, eso no es normal.
– ¡Joséphine! ¡Para!
Ella le hizo una señal para que callara y continuó:
– Nada será nunca posible entre nosotros. Estábamos soñando. Hemos vivido un cuento, un cuento de Navidad, pero… Acabo de bajar de nuevo a la realidad. No me preguntes cómo porque no lo sé.
– Pero… estos últimos días parecías…
– Estos últimos días estaba soñando… Acabo de comprenderlo… ahora.
¿Así que eso era, esa infelicidad que había sentido abatirse sobre ella con un negro tijeretazo? Debía renunciar a él y cada palabra que cortaba su relación era una cuchillada en pleno corazón. Ella dio un paso atrás, luego otro y declaró:
– ¡Atrévete a contradecirme! Ni siquiera tú puedes cambiar eso. Iris estará siempre entre nosotros.
El la miraba como si la viese por primera vez, como si nunca hubiese visto a esa Joséphine, dura y decidida.
– No sé qué decir. Quizás tengas razón… Quizás estés equivocada…
– Mucho me temo que tengo razón.
Se había alejado de él y le contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho.
– Prefiero sufrir ahora mismo. De golpe… en vez de perecer a fuego lento.
– Si eso es lo que quieres…
Ella asintió con la cabeza en silencio, se abrazó el pecho con fuerza, para evitar que sus brazos se tendiesen hacia él. Dio otro paso atrás, y otro. Al mismo tiempo suplicaba, va a protestar, a hacerme callar, a taparme la boca, a decir que estoy loca, mi loca querida, mi loca que quiero, mi loca que vuela, mi loca por qué dices eso, mi loca recuerda. El la miraba, inmóvil, con la mirada sombría, y en esa mirada se reflejaban sus últimos días juntos, los dedos que se rozaban bajo una mesa, las manos que se entrelazaban en la penumbra de un pasillo, las caricias robadas al coger un abrigo, al sostener una puerta, al recoger las llaves, besos murmurados con la punta de los labios y el largo, largo beso contra la barra del horno, el sabor a ciruela negra, a relleno, a armagnac… Las imágenes pasaban como una película muda en blanco y negro por su mirada y ella podía leer su historia en sus ojos. Después él parpadeó, la película se detuvo, se pasó la mano por el pelo como para prohibirse posarla sobre ella y, sin decir nada, sonrió. Se detuvo un instante en el umbral, dispuesto a añadir algo, pero cambió de opinión y cerró la puerta al salir.
Le oyó llamar a su hijo:
– Alex, cambio de planes, volvemos a casa.
– ¡Pero no han terminado Los Simpson, papá! ¡Sólo faltan diez minutos!
– ¡No! ¡Ahora! Coge tu abrigo…
– ¡Diez minutos, papá!
– Alexandre…
– ¡Jo, qué fastidio!
– ¡Alexandre!
Su voz había subido de tono. Imperiosa, ruda. Joséphine sintió un escalofrío. No conocía esa voz. No conocía a ese hombre que daba órdenes y esperaba que le obedecieran. Escuchó el silencio que siguió, aguzó el oído, esperó que la puerta se abriese, que volviera, que dijera, Joséphine…
La puerta de la cocina se entreabrió. Joséphine se echó hacia delante.
Alexandre asomó la cabeza.
– ¡Adiós, Jo! -soltó sin mirarla.
– Adiós, cariño.
Oyó cerrarse la puerta de la entrada. Y la voz de Zoé gritar: «Pero ¿por qué se van? No han terminado Los Simpson».
Joséphine se mordió el puño para no gritar su pena.
* * *
Al día siguiente, en el buzón, había una postal de Antoine. Sellada en Mombasa. Escrita con rotulador negro de punta gruesa.
Feliz Navidad, mis amorcitos. Pienso mucho en vosotras, tanto como os quiero. Estoy mejor, pero todavía es demasiado pronto para que pueda viajar y reunirme con vosotras. Os deseo un año nuevo lleno de sorpresas, de amor y de éxito. Besad a mamá por mí. Hasta muy pronto.
Vuestro papá querido.
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