Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– No te he visto muy a menudo durante estas semanas en la clínica. Tu ausencia era notable.

– Me deprimía.

– Y, de pronto, vienes porque me necesitas, o más bien necesitas el dinero de Philippe. ¡Es desesperante!

– Lo desesperante es que tú renuncies mientras Joséphine, en cambio, se pavonea. Ha ido a comer a casa de ese cerdo de Marcel. ¡Del brazo de tu marido!

– Lo sé, me lo ha dicho él… No se esconde, ¿sabes? Ni siquiera hace ese esfuerzo… Preferiría que me mintiese, eso me dejaría algo de esperanza. Podría decirme que me preserva, que todavía le importo.

– ¿Y tú te dejas hacer?

– ¿Qué quieres que haga? ¿Que me eche a llorar? ¿Que me arrastre a sus pies? Eso estaba muy bien en tus tiempos. Hoy en día la piedad ya no funciona. Ahora hay que competir en todo, incluso en amor. Se necesita nervio, siempre más nervio, seguridad, aplomo y yo carezco absolutamente de todo eso.

– No importa. Lo recuperarás…

– Además, ni siquiera estoy segura de quererle. No quiero a nadie. Hasta mi hijo me deja indiferente. No le di un beso en Nochebuena. ¡No tenía ganas de agacharme para besarle! Soy un monstruo. Así que mi marido…

Había pronunciado las últimas palabras con un tono despreocupado, como si esa observación la divirtiese en vez de afligirla.

– ¿Quién te pide que le ames? ¡Eres tú la pasada de moda, querida!

Iris se volvió hacia su madre y decidió que la conversación se volvía interesante.

– ¿Tú quisiste a papá?

– ¡Qué pregunta más estúpida! Era un marido, no me planteaba esas cuestiones. Nos casábamos, vivíamos juntos, a veces reíamos, otras no, pero no sufríamos por ello.

Iris no recordaba haber oído a sus padres reír juntos. Él se reía solo de los juegos de palabras que inventaba. ¡Qué hombre más curioso! No se hacía notar, hablaba poco, murió como vivió: sin hacer ruido.

– De todas formas -prosiguió Henriette-, el amor es un engañabobos que se inventó para vender libros, periódicos, cremas de belleza y entradas de cine. En realidad, lo es todo salvo romántico.

Iris bostezó.

– Quizás deberías haber pensado en todo eso antes de tener hijos… Ahora es un poco tarde, ¿no?

– En cuanto al sexo al que tanta importancia dais hoy en día, prefiero no hablar… Es un aspecto repugnante que hay que esforzarse en cumplir para satisfacer al hombre que se menea encima de una.

– Cada vez peor. Si querías darme ganas de volver a mi habitación de enferma ¡no podrías hacerlo mejor!

– ¡Pero si no has salido de allí para enamorarte! Has salido para recuperar tu posición, tu piso, tu marido, tu hijo…

– ¡Mi cuenta en el banco y compartirla contigo! Lo he entendido. Pero tengo miedo de decepcionarte.

– No dejaré que caigas por la pendiente de la desesperación. ¡Es demasiado fácil! Voy a cogerte de la mano, hija. ¡Cuenta conmigo!

Iris sonrió con una especie de desencanto tranquilo, y volvió su rostro melancólico a la ventanilla. ¿Qué les pasaba a todos que estaban empeñados en que pasara a la acción? El médico que la trataba le había encontrado un profesor de gimnasia, que iba a ir a su casa a «reconectarla a su cuerpo». ¡Qué espantosa jerga! Como si yo fuese un cable que se conecta a un enchufe. Era un médico joven. Alto, dulce, el pelo castaño, los ojos marrones, redondos como canicas, una barba de bardo melancólico. Un hombre preciso y sin misterio, con el que una está segura de no sufrir nunca. Un hombre que debía de llegar siempre puntual. Él la llamaba señora Dupin, ella le llamaba doctor Dupuy. Ella podía leer, en sus ojos, el diagnóstico preciso que estaba estableciendo. Podía casi descifrar en ellos el nombre de los medicamentos que iba a prescribirle. Ella no provocaba ninguna reacción en él. Antes de entrar en esa aterciopelada clínica, todavía gustaba. Las miradas de los hombres no resbalaban sobre mí como la del doctor Dupuy. Mi madre tiene razón, debo recuperarme. No tengo más que mentir, pretender que tengo cinco años menos y rellenar mi mentira de Botox.

Buscó a tientas la polvera dentro del bolso, y la abrió con el fin de contemplarse en el espejo. Percibió dos manchas azules inmensas y graves, que la miraban. ¡Mis ojos! ¡Me quedan mis ojos! ¡Mientras tenga mis ojos, estoy salvada! Los ojos no envejecen nunca.

– ¡Qué bien se está fuera! -dijo Iris, apaciguada por haberse reencontrado con su belleza.

Después, volviendo al espectáculo de la calle bajo la lluvia, exclamó:

– ¡Qué feo es! ¿Cómo hace la gente para vivir en esas jaulas? Entiendo que les prendan fuego. Amontonan a la gente en conejeras y luego les asombra que se rebelen…

– Piénsalo bien. Si no quieres terminar en una de esas torres, te interesa arreglarte y recuperar a tu marido. Si no, te verás obligada a descubrir el encanto escondido de los barrios pobres…

Iris esbozó una sonrisa cansada. No volvió a pronunciar palabra y se apoyó en la ventanilla.

No ha apreciado mucho mi comentario, pensó Henriette, observando con el rabillo del ojo el perfil terco de su hija mayor. Cada vez que Iris se ve ante una realidad desagradable, intenta evitarla. Nunca se enfrenta a ella. Siempre sueña en otra cosa. Transportada a un mundo ideal con un golpe de varita mágica, que borra todos los problemas y resuelve todas las dificultades. Un mundo aterciopelado, dulce, en el que ella sólo debe aparecer. Estaría dispuesta a escuchar a cualquier charlatán que viniese a venderle la felicidad más blanca que blanca y sin el menor esfuerzo. Dispuesta a ofrecerse al señor que la colme: Botox o Dios. Podría convertirse en monja, encerrarse en un convento, simplemente para no tener que luchar. Ella, a quien todos creen tan fuerte, no se sostiene más que sobre un sueño de pacotilla. Cualquier cosa antes que hundir sus manos en el pringue de la realidad. Sin embargo, va a tener que esforzarse mucho, Philippe no se dejará volver a atrapar fácilmente. Qué hija más extraña. Te barre con su sonrisa luminosa, te roza con su mirada de azul intenso, sin verte. Ni la sonrisa ni la mirada transmiten una pizca de calor, ni el menor interés. Al contrario, las despliega como dos biombos que la protegen. Y sin embargo, todos sucumben a ella: es tan hermosa… ¡Y decir que estoy hablando de mi hija! Podría decirse que estoy enamorada de ella. Como esa Carmen que la espera en casa. En todo caso, no pagaré el taxi. ¡Esta carrera es una ruina!

¿Qué va a ser de mi vida?, se preguntaba Iris limpiando con la yema del dedo el vaho de la ventanilla. Tendré que salir, enfrentarme a los demás. A esas bocas sedientas de calumnias que se han atiborrado evocando mi caso, estos últimos meses. Escuchaba sus cuchicheos malintencionados, sus silbidos de comadres: la bella Iris Dupin agoniza en una clínica a las afueras de París. Lanzó un suspiro. Tengo que encontrar una defensa. Un caballo de Troya que me reintegre a esa alta sociedad cruel y fétida. ¿Bérengère? Demasiado frívola. No da la talla. ¿Un hombre? Un hombre rico y poderoso. Un hombre eminente que se fije en mí. Soltó una risita. ¡En mi estado! Me he hecho invisible. No me queda nada más que seducir a mi marido. Mi madre tiene razón. Esa mujer tiene razón a menudo. Es prudente, tenaz. No me queda más que Philippe. No tengo elección. Es mi única carta. Está colado por ese pavo de Joséphine. Un elefante en una cacharrería. Volcaría las mesas a su paso si la invitara a comer, y sería capaz de agradecer efusivamente a la chica del guardarropa que hubiera colocado bien su abrigo. De pronto se incorporó y golpeó el bolso con las palmas de sus manos.

¿Por qué no se me había ocurrido antes?

¡Sería Joséphine, su caballo de Troya! ¡Pero, claro! Sería con ella con quien se mostraría. ¿Quién mejor que ella podría hacer ver al mundo parisino que la historia del libro no era más que un asunto injusto y exagerado? Uno de esos chismes inflados hasta la desmesura, que la punta de una aguja hace estallar. Hacerles creer a esas bocas de alcantarilla que esa historia no era más que un terrible malentendido, un pacto entre las dos hermanas. La una quería escribir, pero se negaba a firmar, a aparecer en público; la otra, a quien le hizo gracia la broma, consintió interpretar un papel. Sólo querían divertirse. Como cuando eran pequeñas e inventaban juegos de rol.

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