– Perfecto. Ahora ella puede marcharse, voy a concentrarme en la foto. Los efectos serán inmediatos. El sujeto va a sumergirse en una languidez y un malestar perpetuos, en una tristeza existencial, y perderá el gusto por todo.
– ¿Está usted segura? ¿Completamente segura?
– Ella podrá verificarlo, si está en sus manos… Chérubine no fracasa nunca.
Se volvió hacia la estatua de escayola y juntó las manos en signo de sumisión a la Virgen.
– El hombre casado no debe abandonar a su esposa. El sacramento del matrimonio es sagrado. Ya lo verá -añadió volviéndose hacia Henriette-. Ella sabrá decírmelo… ¿Tiene ella un medio para verificar la eficacia del sortilegio?
Henriette pensó en la criada que encontraba en el parque cuando ésta paseaba al niño, y a la que sobornaba desde hacía varios meses para conseguir noticias de la repudiada pareja.
– Sí. Podré, en efecto, seguir los progresos de su…
Quiso pronunciar la palabra «trabajo», pero no lo consiguió. Se sentía oprimida en esa atmósfera de calor sofocante, en la que los muebles parecían acercarse a ella poco a poco y rodearla.
– Serán seiscientos euros. En efectivo. Acepto cheques para las pequeñas sumas, para las grandes quiero efectivo. ¿Ella lo ha comprendido?
Henriette se atragantó. Había calculado que la bruja le pediría doscientos, trescientos euros como mucho.
– Es que sólo tengo trescientos euros aquí…
– No hay problema, ella me los da y volverá con el resto cuando traiga la foto del marido. Pero hay que volver pronto… -añadió con cierto tono de amenaza en la voz-. Porque si empiezo el trabajo…
Se acentuó el silbido de su respiración. Apoyó la mano en el pecho, lanzó un largo suspiro que terminó en un mugido. Henriette tembló. Se preguntaba si no había cometido un gran error recurriendo a esa mujer. Pero la imagen de Marcel y Josiane cubiertos de amor, beatíficos en su gran piso, barrió sus escrúpulos.
Había sacado los billetes escondidos en el sujetador y los había dejado sobre la mesa.
Ese día había salido a la calle, aturdida. Sin un céntimo. Había tenido que hacer un esfuerzo para entrar en una boca de metro y había vuelto a su casa, preocupada. Debería multiplicar sus días a cero euros para pagar a Chérubine.
Tres semanas más tarde, se había desplazado hasta el parque Monceau en busca de la sirvienta, a la que encontró sentada en un banco leyendo una revista, mientras el retoño en su sillita estaba inmerso en la contemplación de un pegajoso envoltorio de caramelo.
– Buenos días… -había dicho sentándose al lado de la chica.
– Buenas -había respondido la chica levantando los ojos de la revista.
– ¿Ha pasado buenas fiestas?
– Así, así…
– Feliz Año Nuevo -añadió Henriette, que pensaba que la muchacha no hacía muchos esfuerzos para animar la conversación.
– Gracias. Igualmente…
– ¿Qué está haciendo? -había preguntado Henriette señalando al niño con la punta de su escarpín.
– Es el papel de su piruleta -había contestado la chica, inclinándose para limpiar las mejillas maculadas de caramelo-. Le encantan las piruletas. Las mordisquea…
– ¡Parece que los devore!-exclamó Henriette-. ¡El caramelo y el papel!
– Está intentando leer el chiste que hay escrito.
– ¿Es que lee?
– ¡Uf! ¡Hace maravillas este niño! No me lo puedo creer. No sé en qué estaban pensando cuando lo fabricaron, ¡pero no debían de estar contándose tonterías!
Dejó a la criada hablar del niño, de los asombrosos progresos que hacía cada día, de sus expresiones joviales o enojadas, del estado de sus dientes, de sus pies, de sus excrementos bien compactos.
– ¡Sólo le falta hablar! Y si quiere usted mi opinión ¡no va a tardar mucho!
Henriette intentó aparentar interés, escuchó todavía algunas anécdotas sorprendentes viniendo de un niño de esa edad, y después la cortó.
No iba a empezar a enternecerse ante un retoño que babeaba con el papel de una piruleta.
– ¿Y la madre? ¿Se encuentra bien? Ya no la veo por el parque…
– ¡No me hable! Está completamente deprimida.
– Pero ¿qué le pasa?
– Tiene una languidez terrible.
– ¿Ah, sí? ¿Con toda la felicidad que acaba de entrar en su vida?
– ¡Resulta completamente incomprensible!-dijo la chica sacudiendo la cabeza-. Se pasa los días en la cama. Llorando a todas horas. Empezó una mañana, me dijo creo que tengo la gripe, me siento débil, todo me da vueltas y se volvió a acostar… y desde entonces, no ha levantado cabeza. ¡El pobre señor no sabe ya qué hacer! Le van a salir costras en el cráneo de tanto rascarse la cabeza. Incluso el pequeño ha dejado de balbucear. Se dedica a sus lecturas, atrapa todo lo que cae en sus manos y, como le digo, ¡pronto leerá solo! A la fuerza, no tiene a nadie que le divierta, se aburre ¡y entonces lee!
Henriette escuchaba, maravillada. Habría besado el aire que respiraba. ¡Así que funcionaba! Era como la quemadura: Josiane iba a desaparecer como por encanto.
– ¡Dios mío! ¡Eso es terrible!-dijo con un tono que pretendía ser de compasión, pero que relinchaba de felicidad-. ¡Pobre señor!
La chica asintió y prosiguió:
– Da vueltas como una peonza. Ella está acostada todo el día, no quiere ver a nadie, ni siquiera quiere que le abran las cortinas, la luz le hace daño en los ojos. Hasta Navidad, todo iba bien. En Navidad, se levantó, incluso tuvo invitados, pero después ¡terrible!
Henriette leía en los labios de la muchacha el boletín de su victoria.
– Tengo que hacerlo todo yo. ¡La casa, la cocina, la ropa y el niño! ¡No tengo ni un minuto libre! Salvo cuando salgo a pasearle… Entonces, respiro un poco, puedo leer un libro.
– A veces ocurren, ¿sabe?, esas depresiones. Se llaman depresiones posparto. En fin, en mis tiempos decíamos eso.
– Ella se niega a ir al médico. ¡Se niega a todo! Dice que hay mariposas negras revoloteando en su cabeza. Se lo juro, son sus propias palabras. ¡Mariposas negras!
– ¡Dios mío!-suspiró Henriette-. ¡Tan grave es!
– ¡Ya se lo estoy diciendo! A mí eso no me viene bien. ¡Y es imposible hacerla entrar en razón! Dice que se le pasará. Y lo que va a pasar ¡es que vamos a acabar marchándonos todos!
– ¡Oh! ¡Él no hará eso! ¡Está enamorado de Josiane!-había protestado Henriette, a quien le costaba contener su alegría.
– ¿Conoce usted a muchos hombres que aguanten la enfermedad? Quince días bueno, ¡pero no más! Y esto ¡hace semanas que dura! No le auguro mucho futuro a esa pareja. Y lo siento por el niño. Siempre son ellos los que pagan en esos casos…
Había dirigido su mirada hacia el bebé, que las observaba fijamente, como si intentara comprender lo que se decía por encima de su cabeza.
– Pobre pequeñín -había susurrado Henriette-. ¡Es tan rico! Con sus ricitos rojos y sus encías en carne viva.
Se había inclinado hacia el retoño, había querido posar su mano sobre su cabeza. Él había lanzado un grito estridente, se había puesto tenso y había retrocedido hasta el fondo de la sillita para evitar su caricia. Peor aún: había unido los pulgares y los dos índices y blandió hacia ella una especie de rombo amenazante, gritando para que se alejase.
– ¡Pero bueno! ¡Se diría que es usted el mismísimo diablo! ¡Así es como alejan al Maligno en El exorcista !
– ¡No, mujer, es mi sombrero! Le da miedo. Me pasa mucho con los niños.
– Es cierto que es extraño. Parece un platillo volante. ¡No debe de ser muy práctico en el metro!
Henriette se contuvo para no mandarla a paseo. ¿Acaso tengo pinta de coger el metro? Su boca se torció para impedir que se le escapara una réplica hiriente. Necesitaba a esa chiquilla.
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