Jorge Larrosa Bondia - Elogio del profesor

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"Las nuevas formas de definir la función docente (esas que se derivan de la así llamada cultura del aprendizaje) están destruyendo el oficio de profesor". Con estas palabras se lanzó en Florianópolis en septiembre de 2018 una llamada a quienes quieren repensar la enseñanza. Este diálogo se continúa en los escritos del libro que aquí se presenta, en el que los autores dedican tiempo y atención a las formas, los gestos y las materialidades que componen su oficio común.
Los textos que aquí se presentan responden a una llamada a un conjunto de actividades que tuvieron lugar en septiembre de 2018 en Florianópolis, Brasil. La llamada decía lo siguiente: «Las nuevas formas de definir la función docente (esas que se derivan de la así llamada cultura del aprendizaje) están destruyendo el oficio de profesor. Con el espantajo de la crítica al profesor tradicional, el chantaje empresarial de la calidad y la innovación, la redefinición neoliberal de las funciones de la escuela y la ayuda de un lenguaje anti-institucional y anti-autoritario digno de mejor causa, ese oficio que Hannah Arendt relacionaba con la transmisión y la renovación del mundo común está siendo descualificado y arrasado, y las personas que lo ejercen están siendo reconvertidas en mediadores, coachers, animadores de aula, entrenadores en competencias, gestores de emociones o facilitadores de aprendizajes, al mismo tiempo que están siendo sometidas, cada vez más, al control y al reciclaje permanente, a la precariedad laboral, a la pérdida de su autoridad simbólica y de su autonomía profesional y, lo que es peor, a la disolución del sentido público (y, por tanto, independiente) de su trabajo».
A partir de ahí, y tomando como punto de partida los libros que componen la Trilogía del Oficio, de Jorge Larrosa, los autores de este libro dedican tiempo y atención a las formas, los gestos y las materialidades que componen su oficio común.

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El estudioso necesita apartarse del mundo. Ivan Illich señala en su comentario del libro de Hugo de San Victor que “el lector es alguien que se ha hecho a sí mismo dentro de un exilio para poder concentrar toda su atención y deseo en la sabiduría, que se convierte así en el hogar anhelado” (Illich, 2002: 27). El aislamiento, como en el caso de Proust, es del todo necesario para la vida estudiosa, pues, como dice Barthes, “para tener tiempo de escribir, es necesario luchar a muerte contra los enemigos que amenazan ese tiempo, hay que arrancarle ese tiempo al mundo, a la vez por una elección decisiva y por una vigilancia incesante” (Barthes, 2005: 267).

William Marx, en el ensayo que ya cité, dedica un capítulo a este asunto, “Le cabinet”, en el que describe esas estancias repletas de objetos diversos (instrumentos de escritura, libros, objetos de arte, relojes, curiosidades varias) y que conforma un espacio destinado a “marcar el espacio de trabajo del estudioso y a poner en escena, menos para los otros que para sí mismo, una difícil y exigente actividad (la lectura, la escritura)” (2009: 58).

El que yo tengo ahora, con mi último cambio de casa, es una especie de gabinete razonablemente espacioso unido a mi dormitorio que, al no disponer de una pared que sirva de separación de las dos estancias, he separado con un biombo, que descubrí que tenía, escondido tras una pequeña estantería plegable, en mi anterior domicilio. En esa estantería, colocada en la esquina derecha de la pared que ahora mismo observo desde mi mesa de trabajo, he colocado mis cuadernos de trabajo: mis diarios, mis cuadernos de notas, mis libretas de apuntes. A la izquierda de esa estantería, cubriendo el resto del muro que hay frente a mí, están tres estanterías grandes de madera repletas de libros, y a mi espalda otras dos, con otros tantos libros, del mismo material. A mi izquierda una ventana alargada se abre a un pequeño balcón que da a la tranquila calle donde vivo, y adonde me asomo para ver pasar a la gente y fumar, de vez en cuando, un cigarrillo. Y además están mis tres guitarras en sus respectivos pies: una Fender acústica, y dos guitarras clásicas, una de la casa Manuel Contreras y otra, ecualizada, de la casa Martínez.

De algunas cosas no basta con hablar “en general”. La vida estudiosa es una de ellas. Tengo que hablar yo, hacerlo como profesor que escribe casi a diario, que lee, que un día descubrió que deseaba escribir una novela y que ha dudado de su capacidad para poder hacerla, que quisiera escribir de otro modo y que le gusta esa cosa tan extraña que es ponerse a estudiar, un poco sin plan y sin método, sin programa y sin tener las ideas muy claras; alguien, en fin, que organiza sus cursos, que prepara sus clases, que conversa con sus alumnos, y que no sabe si les servirá o no para algo útil a sus, en muchos casos, desorientados y perplejos estudiantes que están culminando sus estudios de pedagogía.

De una vida, de cualquier vida, se puede escribir una biografía. Me pregunto si podemos hacer lo mismo de un aula: ¿Podemos escribir, dicho todo lo anterior, y teniéndolo presente, la biografía de un aula, en la que alguien deposita todo lo que ha tratado de estudiar para ver qué pasa?

Biografía de un aula

Filosofía como forma de vida. Esa era la fórmula. O bien: filosofía como educación (la Paidea de los griegos, quizá; la Bildung de los románticos). Estas palabras son muy antiguas, y su historia es larga. ¿De qué nos sirven hoy? Lo que yo quería era tratar de pensar con mis estudiantes de tercer curso del grado de pedagogía una cierta idea de la filosofía de la educación a partir de esa fórmula.

Me puse a estudiar, leer, anotar. A Pierre Hadot y los últimos cursos de Michel Foucault; a Jean Greish y Jacques Schlanger; a Alexander Nehamas. Todos ellos han repensado y renovado esas antiguas enseñanzas de formas muy sugerentes. Al leer los textos de estos profesores, uno constata que son estudiosos, que han dedicado una vida al estudio de sus asuntos. Ellos me llevaron, con fuerzas renovadas, a los autores que ellos mismos comentaban en sus obras, alguno de los cuales ya había parcialmente leído: Marco Aurelio, Séneca, Epicteto, Plutarco, Platón, y a otros, como Montaigne. A leer estos libros, uno se da cuenta de que en ese mundo antiguo no había filósofos sin discípulos, sin aprendices, sin estudiantes, sin una comunidad en la que profesores y alumnos vivían juntos y se interpelaban en un diálogo amable y cortés. La conquista de ese modo de vida filosófica pasaba por la transmisión y por la enseñanza.

Así pues, yo trataba de enseñar filosofía de la educación, y lo que tenía en mi cabeza era esa fórmula: filosofía como forma de vida; y el espacio en el que todo esto debía ocurrir era el aula, el lugar donde se estudia junto a otro(s), donde se aprende junto a alguien, y no como el otro (hace).

Es el mes de febrero. Ha comenzado el curso y hoy es mi primera clase. El tiempo es frío ahí afuera. Me presento a los alumnos. Les digo mi nombre y que soy su profesor de filosofía de la educación, aunque eso, por supuesto, ya lo saben. Todos callan. Les observo, me miran. Esas primeras miradas son cruciales. Estamos a la expectativa.

Filosofía como forma de vida, digo: “esta es la fórmula de la que vamos a hablar casi todo el tiempo; ¿Imagináis qué puede querer decir?”, les pregunto. No se trata de llegar a una definición de la esencia de la filosofía, claro. ¿Quién podría hacer eso? ¿Y, además, de qué serviría? El proverbio latino Primum vivere, deinde philosophari, es esto mismo lo que viene a indicar: que antes de ponerse a filosofar hay que acumular cierta experiencia vital. El proverbio tiene como trasfondo la fórmula que describe por entero a Sócrates, y de la que se servía para definir su vocación filosófica: vivir filosofando, una vida examinada.

Vivir filosofando. Repito despacio esta frase al terminar la clase. Me pongo a considerarla con detenimiento mientras salgo a la terraza a fumar ni primer cigarrillo del día. ¿Qué puedo decir sobre esto? ¿No se ha dicho todo ya, o casi todo? ¿Qué puedo recuperar que sea mío? ¿Y por qué esa pretensión de propiedad? Si la filosofía es una forma de vida, ¿de qué vida se trata? ¿Qué significa “ser uno mismo” y que significa “ocuparse” de uno mismo? Es algo que no está en los libros y, sin embargo, hay toneladas de ellos que hablan de lo mismo. Sócrates; ¿Qué hemos heredado de Sócrates, que es una figura literaria en los diálogos platónicos? Eso es lo que me pregunto. La idea de que, en el fondo, la felicidad del ser humano depende exclusivamente del individuo concreto y singular. Esa idea de una apasionada concentración en un fin único, la virtud (cierta fuerza, cierto estilo), decían los griegos, como camino para alcanzar la sabiduría. Si hemos de concentrarnos en lo que depende de nosotros, entonces lo que se coloca en el centro de la filosofía, entendida como una forma de vida, es la existencia humana, el arte de tomar elecciones adecuadas. La filosofía como una opción existencial. ¡Eso es! Me prometo hablarles de todo esto a mis alumnos.

Entro en el aula otro día. Empiezo la clase. Me digo a mí mismo que se trata de jóvenes de poco más de veinte años que estudian Pedagogía. Se supone que quieren saber cosas sobre educación. Para eso están allí. ¿Cómo, entonces, no hablarles de filosofía? Me gusta pensar que al entrar en un aula entramos en una Skholè, con todo lo que esto supone. Suelo decirles que esta palabra griega significa en realidad apartamiento o separación del mundo y, por extensión, “ocio”, aunque no cualquier clase de ocio o de “tiempo libre”, sino ese tiempo en el que el joven muestra lo mejor de su carácter, desplegando su buena disposición y manifestando el tipo de ser humano que aspira llegar a ser. Entrar ahí es ponerse a “estudiar al lado de alguien”. Se lo trato de explicar, recordando lo que he leído el día anterior en algunos libros que me han interesado: “En el mundo griego había muchas escuelas de filosofía, cada una con su estilo propio defendiendo su propia doctrina. Pero en todas ellas pasaba lo mismo: en su interior reinaba un vínculo de amor y amistad que unía a maestros y a discípulos. En ellas no se buscaba preparar individuos disponibles para cargos públicos. En este sentido, lo que allí se hacía (teniendo en cuenta las especiales características del mundo griego) era perfectamente ‘inútil’. En todo caso, lo que se hacía era formar seres humanos capaces de compartir un cierto modelo de vida. Se dedicaban a la filosofía porque se querían, porque eran amigos, y era la amistad la que les permitía pensar juntos. Les recuerdo lo que Epicuro decía cuando hablaba de una relación ética libremente escogida entre los amigos, y que esta relación era la base de todo filosofar”.

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