1 ...6 7 8 10 11 12 ...21 Esta conexión entre el estudio y la melancolía se encuentra fuertemente establecida en la obra del clérigo y erudito inglés (él mismo un melancólico estudioso y lector) Robert Burton (1577-1640), que publica su Anatomía de la melancolía en 1621. Burton, que se sabe melancólico, también quiere exiliarse: “Si tuviera que ser un prisionero, si pudiera realizar mi anhelo, desearía no tener otra prisión que esta biblioteca y estar encadenado a tantos buenos autores y maestros ya muertos” (Burton, 2015 II, IV, I: 271). Más adelante de esta cita, aconseja esto otro: “A cualquiera que se sienta invadido por la soledad, o arrastrado por una agradable melancolía y por vanas fantasías (…) no puedo prescribirle mejor remedio que el estudio, que se organice él mismo para aprender un arte o una ciencia” (Idem, I: 273).
El melancólico puede parecer, al mismo tiempo, por su modo de comportarse, un genio, un loco, o un estúpido incluso. La pregunta principal, aquí, me decía a mí mismo, es si es el estudio lo que provoca la melancolía o a la inversa. Recordé, entonces, a una mujer: Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, amiga de Gustave Flaubert, que al parecer debió quejarse a su amigo del estado del mundo. Ha debido compartir su ánimo quejoso con su amigo Flaubert. Y en una carta del 18 de mayo de 1857, éste le dice: “Se rebela usted contra las injusticias del mundo, contra su bajeza, su tiranía y contra toda la infamia y fetidez de la existencia. ¿Las conoce bien? ¿Lo ha estudiado todo? ¿Es usted Dios?” (Flaubert, 2009: 106). Flaubert le prescribe, entonces, su propia receta, haciéndole notar que, como ella quizá carece del hábito del “amor a la contemplación”, tal vez sea conveniente ponerse a estudiar:
«Tómese la vida, las pasiones y a usted misma como un motivo para el ejercicio intelectual», le dice. Si queremos vivir, «hay que renunciar a tener una idea tan clara de todo. La humanidad es así, no se trata de cambiarla, sino de conocerla. No piense tanto en usted. Abandone la esperanza de una solución (…) En el ardor del estudio hay alegrías a la medida de las almas nobles. A través del pensamiento, únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja todos sus sufrimientos, todos sus sueños, y sentirá cómo se ensanchan, al mismo tiempo, el corazón y la inteligencia (…) Haga grandes lecturas. Adopte un plan de estudios que sea riguroso y sostenido (…) Impóngase un trabajo regular y fatigoso. Lea a los grandes maestros y trate de captar su conducta, de acercarse a su alma. De ese estudio saldrá deslumbrada y alegre». (Flaubert, 2009: 106-107)
Flaubert le propone a su amiga un régimen de estudio. Le dice que se atreva a la contemplación, al pensamiento, a la vida intelectual. Le dice que es mejor conocer el mundo que pretender cambiarlo. Le está diciendo que estudie; y le observa que ese estudio es un cierto ejercicio intelectual, un ejercicio “espiritual”, un poco como los griegos entendieron que era la actividad del filósofo enamorado de la sabiduría: en suma, una forma de vida.
A la tribu de los melancólicos –la melancolía es una pena que no tiene nombre, decía Joseph Joubert (2009: 304) 18pertenecen, según Lepenies, aquellos pensadores (eruditos, estudiosos o intelectuales) que hacen de su desdicha el fundamento de su existencia: “Está crónicamente insatisfecho; sufre por el estado del mundo. La queja es su oficio (…) Sólo puede reflexionar y no actuar” (Lepenies, 2007: 28). El melancólico se halla un poco al margen de las leyes habituales de la vida (Földényi, 1986: 20). Como le pasa a quien estudia. Su cuerpo no es solo el cuerpo biológico, sino un cuerpo extendido: en él lleva los libros leídos, anotados, engullidos: su biblioteca. Un ser de lo más extraño. Su reino no es de este mundo.
De un tiempo que es libre
Cuando recibí la invitación para participar en este seminario sobre el oficio de profesor se me abrieron varios frentes. Me solicitaron presentar un texto sobre la vida estudiosa, pero en un sentido muy particular, pues debía llevarlo, en la medida de lo posible, hacia el lado del profesor que lleva un régimen de vida estudioso y que traslada a la enseñanza lo ganado en el estudio, a la relación con sus estudiantes, no tanto, quizá, para que aprendan (asunto que puede o no ocurrir) como para que ellos mismos, a su vez, estudien.
Como mis clases en la Universidad no comenzaban hasta el mes de febrero de 2019, disponía de bastante tiempo “libre” –Dulcius ocio studiorum– para ponerme a considerar mi asunto. Pasé meses amaneciendo muy temprano, un poco exiliado en mi cuarto de estudio, en una especie de régimen de vida monacal, leyendo, tomando notas, reflexionando y escribiendo múltiples borradores. Acumulé mucho material, escribí muchas páginas, rellené algunos cuadernos, que funcionaron como “diarios de una vida estudiosa” y luego, lo más difícil, tuve que reestructurarlo todo y decidir qué versión final leería en ese encuentro. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que iba a contar allí, por dos razones.
La primera tiene que ver con la larga tradición en la que se inscribe una vida estudiosa, la Vie du lettré, de la que habla en un ensayo del mismo título William Marx, profesor de literatura comparada de la Universidad de Nanterre. Este libro, que es la dedicatoria que un discípulo le hace a su maestro (Roland Barthes) describe la vida de esos seres extraños que “n’appartient pas à l’ordre des choses” (Marx, 2009: 11), que leen libros y los coleccionan, que los editan, comentan, anotan, los transmiten y los enseñan a las nuevas generaciones, los cuales, a su vez, producirán otros textos y tal vez nuevos libros. Aunque no en todos los casos, esos seres estudiosos parecen disponer de un tiempo suficientemente libre como para poderlo dedicar a los trabajos del espíritu. La segunda razón se encuentra en el hecho de que, al tratar este asunto, uno corre el riesgo de hablar un poco “en general” 19y terminar perdiéndose en las múltiples ramificaciones que se abren por el camino. En realidad, esto último forma parte de un componente central de la vida estudiosa, un rasgo que se encuentra también en esa otra forma de vida que es la filosófica; porque es verdad que el tiempo de los filósofos no es siervo de una temporalidad cronometrada, sino que, inexcusablemente, consiste en una modalidad de tiempo libre: no es neg-otium, sino otium.
Me puse a considerar, entonces, la diferencia entre tiempo libre y tiempo esclavo, y me fui directo al diálogo de Platón Teeteto, que versa sobre la naturaleza del saber. En un momento determinado, cuando la conversación parece haberse desviado de su rumbo inicial, Sócrates advierte a su interlocutor, Teododo, que es mejor no seguir esa vía que se les ha abierto pues los llevaría muy lejos. Entonces, Teodoro, alarmado, pregunta: “¿Es que acaso no tenemos tiempo libre, Sócrates?”. Esta pregunta obliga al maestro a referirse al tiempo esclavo de los que rondan por tribunales y lugares semejantes, “que parecen haber sido educados como criados, si los comparas con hombres libres, educados en la filosofía y en esta clase de preocupaciones” (172d). Esta clase de hombres disfrutan del tiempo libre, y sus discursos los componen en paz y en un tiempo definido por el ocio: no les preocupa nada la extensión de sus razonamientos, sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, son esclavos de un tiempo medido: no pueden hablar de lo que desean porque están bajo presión. Deben alcanzar determinados resultados, y por eso a menudo se buscan sus atajos, “se vuelen violentos y sagaces, y saben cómo adular a su señor con palabras y seducirlo con obras. Pero, a cambio, hacen mezquinas sus almas y pierden toda rectitud. La esclavitud que han sufrido desde jóvenes les ha arrebatado la grandeza del alma, así como la honestidad y la libertad” (173a). Esos jóvenes, dice Sócrates, “llegan a la madurez sin nada sano en el pensamiento” (173b). Podríamos decir entonces que bajo la modalidad de un tiempo esclavo y medido el individuo carece de carácter (pues no ha tenido tiempo suficiente para formarlo debidamente, incluso puede tenerlo corrompido), y por eso necesita que le señalen un método de antemano; en el tiempo de los hombres libres, en cambio, sencillamente no se necesita que prescriban de antemano método alguno, por la simple razón de que ahí siempre, y sin saber cómo, ya se está en camino, aunque uno se pierda con frecuencia en su recorrido.
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