Elogio del demonio (2021) Eusebio Ruvalcaba
D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2013)
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Edición: Enero 2021
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Para mi hija Érika Coral, con quien comparto el amor
por la música y el asombro por la palabra escrita.
Para mi hijo León Ricardo, violinista.
Para mi hijo Alonso, escritor.
El autor agradece el apoyo
del Sistema Nacional de Creadores del Conaculta
Por enésima vez, Johannes Brahms arrojó al cesto de la basura la partitura de su concierto para violín y orquesta.
Que no quedara satisfecho no era lo más grave.
Desde que concibió el bosquejo original, lo primero que había hecho fue enviárselo a su amigo Joseph Joachim. Confiaba ciegamente en la opinión del esclarecido violinista. Más que en la de cualquier otro músico —incluida Klara Schumann, a quien también solía consultar—, sin importar de quién se trataba. Y no era para menos. Joseph Joachim era uno de los violinistas favoritos de público y crítica. Más o menos de la misma edad que él mismo, lo admiraba hasta la devoción. En muchos sentidos eran afines. Reservados y discretos, enemigos de la vulgaridad en cualquiera de sus manifestaciones, solteros empedernidos —aunque a la postre Joachim contraería matrimonio con una soprano ilustre—, propensos a la lectura de poesía y en general a las bellas artes, los dos eran bien parecidos y admirados por las mujeres. Pero ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer —“libre pero solitario”, se hacía llamar Joachim; “libre pero alegre”, le gustaba a Brahms que le dijesen.
Era el primer concierto para violín que surgiera de la pluma de Brahms. Le preocupaba enormemente, lo mismo porque estaría dedicado a su amigo, que porque aún pesaba en su corazón el fracaso que había sido el estreno de su primer concierto para piano, veinte años antes, en 1859 —justo el año que Joachim fundara su cuarteto de cuerdas y que bautizaría como Cuarteto Joachim. El público lo había silbado y arrojado cojines al escenario. Lo habían insultado en la prensa, y él había logrado mantenerse impertérrito. Y contra lo que sus allegados temían —que se sumiera en la depresión más profunda, o de plano en la amargura devastadora—, no aconteció. Al día siguiente estaba como cualquier cosa. Había aprendido la lección: hacer su mejor esfuerzo y no esperar nada de nadie. No en balde le había escrito a su admirada Klara Schumann, siempre en el tono socarrón que lo caracterizaba: “Mi concierto fue muy bien. Tuve dos ensayos. Habrán llegado por ahí rumores de que fue un fracaso total: hubo el más absoluto silencio en los ensayos, y en la audición (donde sólo tres personas aplaudieron) fue incluso silbado. Disfruté bastante de la música restante y no pensé demasiado en mi concierto, pues nada de aquello me impresionó”. Otra faceta de la personalidad brahmsiana veía la luz. Esta vez en el corazón mismo de la sabiduría. Humana y musical.
Así que ante la partitura en blanco, se planteó una vez más el desarrollo de la obra. Jamás improvisaba una nota. Nunca se daba el lujo de que —como le sucedía a muchos compositores— el azar decidiera por él. Las melodías no le venían estrictamente de la improvisación —o de la introspección—, sino de ese bagaje musical que yacía en su cabeza. Cientos de melodías de extracción popular, miles de notas que había oído desde niño, lo mismo en sus travesías por la ciudad de Hamburgo que en sus escasos paseos por los alrededores, bullían como si se estuvieran cocinando en una olla de aceite hirviendo. Puso la música en el atril del piano y se sentó a tocar. Primero una nota y luego otra, le darían la pauta para arrancar. Siempre era lo mismo. No principiaba a partir de lo que su cerebro le dictara sino de la sonoridad. Que para él era la materia prima de su trabajo. No las ideas, sino los sonidos de las ideas. Ése era su precepto. Seguir siempre la orden de la música, no de sus conceptos.
Vino a su mente la expresión de Joachim con su Guarnerius al hombro. Todo lo hacía ver como sólo un gran maestro podía serlo.
Dejó la pluma en el tintero de plata que le habían obsequiado las chicas de un coro femenino que lo admiraba por encima de todas las cosas. ¿Cómo se llamaban? Las empezó a recordar una por una. Como si les pasara lista. Primero el nombre, luego el rostro, enseguida el apellido y por último la voz. Pero ya estaba distrayéndose una vez más. ¿Dónde estaba su poder de concentración, que todos ponderaban como excepcional? Dejó la pluma, cerró los ojos y tomó aire. Barrió su mente de impurezas, Joachim incluido. Y prosiguió su trabajo una vez más, ahora sí en definitiva.
Para Coral
Paganini cargó por encima de él a su hijo recién nacido. El niño lanzó un grito que se escuchó hasta más allá de las habitaciones reales. Favorito de la nobleza, no faltó quien le ofreciera habitación y servicios médicos dignos de un soberano. Paganini aceptó. Siempre estaba de acuerdo en recibir cualquier dádiva que proviniese de la clase encumbrada. Ganaba dinero a montones —con Liszt, era el intérprete mejor pagado de la historia, además de su propio empresario—, pero le gustaba extender la mano y apretarla con los billetes bien aferrados.
Ahora se encontraba en el palacio de la condesa Francesca de Fiutti, de quien varios se disputaban sus favores. Pero ella no veía a ningún otro más que a Niccolo Paganini. Precedido de una fama sólo comparable a la de Rossini, se contaban de Paganini atribuciones demoniacas. Que si había hecho un pacto con el diablo —había quien aseguraba haberlo visto ensayar sus famosos Caprichos con Satán deteniéndole el arco—; que si su enorme y desorbitada melena ocultaba dos cuernos nacientes; que si hablaba un idioma extraño e ininteligible, sólo para unos cuantos sectarios; que si un rabo le brotaba de la espalda.
Mientras su esposa (ella y la condesa se soportaban cordialmente) lo miraba subyugada —aunque nadie podría decir si por el violinista o por su bebé—, la mente de Paganini era un marasmo. Se preguntaba qué nombre ponerle al niño. En primer término, que hubiese sido varón ya era para él harto significativo. Él había sido un niño golpeado. Sin el menor ápice de piedad, su padre solía golpearlo cada vez que daba una nota falsa. Como había acontecido con otros padres de niños músicos, quería ver en su hijo a un Mozart, que encima de todo lo sacara de pobre. Su padre había sido así con él, pero él no lo sería con su hijo. Nunca. Y sin embargo, encontró un parecido notable entre su hijo y su violín. Si a los violines se les ponía nombre, por qué no a su hijo. Un nombre de violín.
Tenía al niño bien afianzado con sus largas y enflaquecidas manos. Lo admiraba como acostumbraba admirar un violín. Ningún detalle pasaba inadvertido para él. Lo mismo se detenía en el barniz que en el remate, en las efes que en la encordadura. Y entonces se ponía al hombro aquel instrumento y tocaba. Cuántos violines había mandado al diablo porque no correspondían al precio.
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