Gusanos (2013) Eusebio Ruvalcaba
D. R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2019)
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Edición: Febrero 2021
Imagen de portada: Daniel Moreno / Gabriela León
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
In memoriam
Jack London, Guy de Maupassant y Anton Chejov
El autor agradece el apoyo del Sistema Nacional de Creadores del Conaculta
Ésta ha sido la única ambición que he podido satisfacer,
sin experimentar la amargura de la desilusión.
William Somerset Maugham
Sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Allí estaba, a sólo unos metros, la mujer de la que había estado perdidamente enamorado hacía apenas un año. O tal vez menos.
La miró en una combinación de incredulidad, fascinación y reclamo.
Vino a su mente uno de los múltiples pleitos que habían tenido, que al final de su historia, de la historia vivida por ambos, se había convertido en la marca de todos los días. Porque los pleitos eran el pan cotidiano. ¿Cómo había acontecido semejante cosa? No sabría responder a ciencia cierta. Sin duda, los celos eran elemento protagónico. Primero fueron los celos de él, y luego los de ella. Cada uno era proclive a la seducción del sexo opuesto. Se dejaba cautivar y perdía la cabeza. Les había pasado docenas de veces. Y lo que en un principio era divertido y peligroso, o cuando menos atractivo y emocionante, terminó convirtiéndose en una pesadilla. Porque llegaba un momento en que no había control alguno, y cada quien se precipitaba en su propio abismo. Del reclamo iracundo pasaban al insulto, a las palabras soeces y terribles que el uno y el otro dominaban, y que cada vez parecían adquirir tintes dramáticos, más bien insoportables. Al grado de que amigos mutuos —pues solían echarse en cara lo que fuera aun delante de terceras personas— les aconsejaban ser prudentes antes de que sobreviniera una tragedia sin V de vuelta.
Cuando sus ojos negros se depositaron en aquella mirada verde —la más hermosa del mundo, se decía él—, no pudo evitar una mal disimulada sonrisa. Que lo viera ella, aun de soslayo, pero que lo viera. Que advirtiera cómo alguien era capaz de reírse de tan extraordinaria belleza. Sabía que no podía hacer nada. Ni dirigirle palabra alguna. Iba acompañada de un hombre —seguramente LM, así le decían cuando pasaban lista a los numerosos hombres de los que ella se jactaba— que no le quitaba la mano de encima, es decir, que no la soltaba. Cuántas veces se la había imaginado en brazos de otro. Cuantas veces, con alcohol o sin alcohol, la había imaginado en la cama con otro hombre. Un hombre sin rostro, por cierto. Pero cuyas siglas —LM— lo desquiciaban. Aunque podía ser cualquier otro. Entonces perdía la noción de las cosas. Había extinguido al lado de esa mujer todos los niveles de su resistencia. Sólo verla era la provocación de un estallido. Su cuerpo parecía cargado de una bomba de tiempo. La adrenalina iba y venía desde su estómago hasta la última de sus terminaciones nerviosas. Un millón de veces se había jurado que sólo matándola encontraría la paz. Y esa idea merodeaba por su cabeza hasta que ella se lo propuso: ¿y si nos matamos? Tú no puedes ser mi hombre porque eres casado, y yo no puedo ser tuya porque no estás conmigo cuando me entra el deseo. ¿Y si nos matamos? Pero él se había limitado a responder: ¿Y tu hijo? Que se quede con su padre. Yo no quiero ni puedo vivir más sin ti. Consigo la pistola de mi papá, se la robo, y nos damos un balazo en la sien. Yo primero y luego tú, para que veas que no me voy a echar para atrás. En la sien. Y enseguida te disparas.
Eso hubiera hecho.
Se la imaginó en la cama con ese hombre. Con LM. Una punzada le atravesó la cabeza y lo hizo trastabillar. Los vio haciendo el amor. A ella arriba de él. A él arriba de ella. Nada le provocaba tanto placer, en la medida que nada lo torturaba más. Era algo que escapaba a su entendimiento, pero que ahí estaba. Maldito entendimiento, se repetía y descargaba un puñetazo en la pared.
Pero él también —por fortuna, se dijo— iba acompañado. Y no mal acompañado. De una mujer rubia, que en alguna época remota había sido su amante. La había localizado, le prometió el mejor banquete del siglo, y habían acudido a aquel restaurante. Aquel sitio en el que tantas veces había estado con ella, en el que se habían declarado su amor, en el que se habían besado por vez primera; pero también en el que se habían insultado, vejado, propinado cachetadas y dicho las más atroces maldiciones.
Sin quitarle la vista, no pudo evitar el impulso de acercarse. Así que dejó a la rubia en la mesa que habían reservado, le dijo aguántame un segundo, ahora vuelvo —esperar que le sirvieran el aperitivo era demasiado tiempo—, y encaminó sus pasos hacia aquella mujer, hacia aquel sitio que se le antojaba tan cerca que podía tocar a su ex amante con sólo estirar la mano, y tan distante como una estrella en la bóveda celeste.
Eso hubiera hecho, suicidarse, en lugar de dirigirse hacia aquella mesa. El nombre de ella lo llevaba en la punta de la lengua.
Una noche con Leonard Cohen
Pocos hombres como yo tienen conciencia —o acaso debería precisar: valor— de lo que voy a decir, pese al juramento de verdad que tengan hecho consigo mismos, o a su grado de honestidad probado en el trabajo o en las relaciones amorosas, terrenos ambos que exigen cierta entrega.
Odio a mi madre.
Odio a mi madre, es algo que me gustaría gritar en medio de una cantina ati- borrada de hijos dóciles y educados —como ésta en la que ahora mismo estoy—, de una función de cine para niños donde los mocosos sólo sueltan la mano de su mami para llevarse a la boca un puñado de palomitas, o de un espectáculo por el día de las madres. ¿Alguno de ustedes se ha preguntado qué pasaría? ¿A alguno de ustedes le gustaría hacer la prueba? Primero tendría que hacerse un examen de conciencia y atisbar muy dentro de sí, aunque sea con la luz de un cerillo alumbrar ese sórdido interior y descubrir la podredumbre.
La detesto por dos razones. Porque es mi madre, la primera, y porque está viva (porque vive, sería menos brutal decir), la segunda.
Y aquí no cabe aquello de que matamos todo lo que amamos, de que no he podido sublimar complejos o estupideces así. Si las palabras tienen algún signi- ficado es aquel que se manifiesta con su evidencia aplastante y brutal. Te dicen entra, y entras, así de simple; te dicen vete y te vas, así de sencillo; te dicen cállate y te callas, así de fácil. Las palabras son las palabras, y yo aquí, ahora y siempre las utilizo para lo único que sirven: para decir lo que siento y pienso.
¿Quién no odia a su madre?, alguno de ustedes se preguntará por ahí, y añadirá por lo bajo: el tema más trillado del mundo. Cierto, pero qué ocurre cuando el hijo ha sido educado bajo las imbatibles alas del amor, cuando su madre le cantaba canciones de cuna noche tras noche, le narraba cuentos de prodigio y maravilla, le preparaba sus tortas para el recreo, o le almidonaba los cuellos de las camisas, ¿qué sucede entonces? ¿Qué habrá de acontecer en el alma de esa persona cuando en
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