Eusebio Ruvalcaba - La tumba del alacrán

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En La tumba del alacrán encontraremos relatos crudos y desgarradores, así como algunos plagados de humor negro. También leeremos cínicos relatos. Todos contados con el alma en la mano, tan así que en muchos nos sentiremos identificados, y quizá incómodos. Esa es la maestría de Eusebio Ruvalcaba —uno de los mejores cuentistas mexicanos—, lograr que un relato breve esté cargado de emociones y ocasione recuerdos y añoranzas.

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La tumba del alacrán

La tumba del alacrán 2017 Eusebio Ruvalcaba DR Editorial Lectorum SA de - фото 1

La tumba del alacrán (2017) Eusebio Ruvalcaba

D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2019)

D.R. © Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Cõeditor digital

Edición: Octubre 2020

Imagen de portada: Shutterstock

Diseño de portada: Ana Gabriela León Carbajal

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

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Para Mariana Salido

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Todo esto le dio un miedo terrible

James Baldwin

Doña Felipa

Para Jorge Alberto Montes

Ese día decidí levantarme temprano, y abrir el negocio a las ocho de la mañana. Dos horas antes de lo acostumbrado. Se dice fácil pero no lo es. Tuve que poner el despertador a las seis en punto. Como vivo solo, abrir los ojos me cuesta uno y la mitad del otro. Luego vino la faena de bañarme. Con el chorrito de agua que sale de la regadera apenas alcanzo a enjuagarme. Enseguida prepararme un par de huevos estrellados —que canto victoria cuando no se revientan. Y por último, encaminarme a mi negocio —que a buen paso hago más de una hora.

Trabajo en el mercado Isidro Fabela del barrio de Carrasco, en la delegación Tlalpan. Mi negocio es un local de ropa usada. Hay de todo. Para todos los gustos. Lo mismo para el caballero que para el niño. Para la dama que para la niña. Ropa seminueva. Pantalones, vestidos, chamarras, camisas…

Pues unos cuantos minutos antes de las ocho ya estaba yo levantando la cortina. Entonces me llamó la atención una suerte de quejido lastimoso. Era doña Felipa, la dueña y cocinera del puesto de comida que está enfrente del mío. “¡Ay, Jesusito de mi corazón, mira nomás cómo vienes! Tan temprano y ya estás tomado”, le increpaba. Todos los escasos peatones que pasaban por ahí se volvían a verla a ella, y enseguida al tal Jesusito.

Que era su hijo.

Un muchachote de 15 o 16 años, tan alto y flaco como el mástil de un barco, y desgarbado como una jirafa. Su mala fama iba de boca en boca entre los locatarios. Se le conocía por su violencia y sus adicciones —alcohol y mariguana, para empezar. Era apenas un adolescente, y las chicas del barrio se echaban a correr cuando lo veían a lo lejos, a la hora que fuera. Para nadie era un secreto que los de seguridad del mercado lo tenían amenazado —más bien a la que tenían amenazada era a doña Felipa. Se le sabían delitos menores, como su afición al robo de cuanta mercancía le salía al paso, así fuera una manzana —que en un mercado una manzana es más cotizada que una cartera.

—¡Mira cómo vienes, hijito! Y no son ni las ocho de la mañana.

—¡Ya no me muelas con esa monserga! Me encontré a mis compas. Ellos me invitaron un traguito.

—¿En dónde están? Tráelos y les doy de desayunar. El departamento de vigilancia anda siempre cerca. Los van a arrestar por andar bebiendo a esta hora.

—Ni nos arrestan ni nos hacen nada. Nos tienen miedo. Cabrones coyones.

—Hijito, desayuna. Si no te va a hacer daño. ¿Qué te preparo?

—Traigo un hambre de perro. Hazme lo que quieras. Que pique. Mientras pásame una coca.

Y como si nada, sacó una anforita y vació la mitad en un vaso. En el que enseguida vertió la coca-cola. Dio un gran trago y emitió un eructo estruendoso.

En menos de un santiamén, doña Felipa puso el desayuno delante de su hijo. Que lo devoró. Dio otro sorbo a su bebida. Se levantó y se dirigió hasta donde su madre lavaba los trastes. Abrió los cajones de los cubiertos, y de repente levantó los brazos con unos cuantos billetes en las manos y clamó al cielo. Como dando las gracias a una corte celestial que solamente él veía.

Su madre lo contemplaba paralizada. Y no nada más su madre. Todos los que alcanzábamos a contemplar la escena.

—¡Hijo, no te atrevas a robarle a tu propia madre! ¡Dios te va a castigar!

—¡Me canso! —exclamó, mostrándonos a todos los mirones el tesoro que había extraído del cajón de los cubiertos.

—¡Hay que pararlo! —gritó el locatario de la verdura, y se aferró a Jesusito. Enseguida otro hizo lo mismo. Y otro. Y otro. Yo también me sumé. Pronto éramos más de diez. Pese a su flacura, el muchacho era endemoniadamente fuerte. Seguro llevaba mariguana entre pecho y espalda. Lo sacamos al pasillo. Lo tiramos al suelo —que él puso su grano de arena para desplomarse en posición fetal, como si supiera que de ese modo se protegía— y empezamos a tundirlo a patadas. Le llovían en la cara, en el estómago, en la espalda. Si bien en un principio trataba de esquivar los golpes, pronto se dio por vencido. La sangre le escurría empapando la camisa, y a la sangre le siguieron las lágrimas, y el grito de ¡mamá, mamá! ¡ayúdame!

Vino a mi mente el rostro de Jesús.

En ese momento sentí un golpazo en la sien. Era doña Felipa, que había agarrado una cuchara y a todos nos lanzaba palazos, al grito de ¡dejen a mi hijo, montoneros desgraciados!

Uno tras otro, nos fuimos retirando.

Unas gotas de angustia

Para Perla Itzel

Llevo dos noches sin dormir. Me van a correr de la chamba de un momento a otro. Ya me lo advirtieron. Como no tengo dinero para apoyar al candidato, mi destino es la calle.

La calle de donde yo provengo.

¿Tendrán idea estos políticos de lo que significa ser callejero, como un perro? ¿Tendrán idea de lo que es para un hombre ganarse el pan, o, mejor que ganarse la vida, luchar por una ínfima ración? Claro que saben lo que significa vivir en un estado de jodidez. Quizás alguno de ellos lo sufrió. Pero más que eso, lo saben porque por ahí aprietan. Ante la sola amenaza de que van a mocharte la quincena, todo mundo acepta. Para conservar el trabajo. Yo no quise firmar la carta de aceptación. Al carajo. Prefiero que me corran, antes que sumarme a la corrupción. Si fuera mi candidato, el partido por el cual voté, me aventaba el tiro. Y quizás ni así. Porque me sentiría extorsionado. Qué fácil para ellos.

MI familia cabe en un buró: tres niños, mi esposa y yo. No tenemos gastos excesivos. De ninguna manera. Porque sé guardar. Mi abuelo me enseñó a vivir con lo mínimo. Porque gracias al cielo así vivía él. Es lo único que te puedo enseñar. Me decía en la comida. Comíamos en la cocina. Siempre vivió con nosotros. La misma casa donde ahora yo vivo. Pero él ya no vive. Mi madre sí. Y cosa rara, se lleva bien con mi mujer. Quizás porque no se hablan. Y lo digo muy en serio.

En estos tiempos ahorrar ya no es una enseñanza, es una obligación.

Con dificultades sobreviviré un mes. Sobreviviremos, quiero decir. Aunque estemos tan apretados, no soy de los que admiten que su mujer trabaje. ¿Qué podría hacer para remontar esta situación?

Veamos.

Podría matar al candidato este. Pero eso no me iba a generar plata para la manutención de mi familia. Tal vez no, pero quedaríamos a mano. Quizás no sea culpable. Quizás atrás de él hay toda una maquinaria de trabajadores que lo obligan a seguir ese tipo de preceptos. Quizás no sea culpable pero se merece una cuchillada en el cuello. Mi abuelo alguna vez me dijo que todos los políticos deberían morir. Asesinados por sus víctimas.

Mi abuelo tenía razón en todo.

Conseguí mi trabajo a los 30 años. Tengo 40. Me lo van a quitar. Me van a despedir. Me van a despellejar como se despelleja a un pollo. Me van a despedir sin darme gratificación alguna. Creo que me odian. No debería decir eso. Así son con todos.

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