96 grados (2015) Eusebio Ruvalcaba
D. R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2015)
D. R. © Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
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Cõeditor digital
Edición: Marzo 2021
Imagen de portada: Ilustración de portada: Julio Farell / Gabriela León
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Asombra lo que puede hacer un rayo de sol
en el alma de un hombre.
Dostoievsky
Hay extraños momentos en la vida humana en que
la intensidad de una emoción soterrada respecto
a otra persona —un rencor o un afecto reprimido—
se abre paso hacia la superficie de la conciencia
con inmediata claridad.
William Styron
A la sensibilidad literaria y humana de Coral.
Para mi hijo León Ricardo, que en su violín toca a Schumann.
Para mi hija Érika Coral, que lee a Dostoievsky en su lengua original.
Para mis hijos Alonso y Flor, que ya están viejos. Para Koechel 622, mi perro, por su dulzura.
Agradezco el apoyo del Sistema Nacional de Creadores del Fonca.
Herminio chico firmó en la entrada. Mostró y dejó su credencial del IFE, y la puerta le fue abierta vía electrónica. Todo él iba temblando.
Estaba en el manicomio. En Tlalpan. En lo que se conocía como clínica psiquiátrica.
Iba a visitar a su padrino Herminio.
Hubiera querido hacer un comentario con el policía de la entrada; pero lo único que vino a su cabeza fue un lamentable ay. No se imaginaba qué habría de toparse. Lo mandaron por un largo pasillo. Oscuro. Hasta el final da vuelta a su derecha. Ahí le informan. Dijo gracias sin decirlas. Y prosiguió su camino. ¿De dónde sacaba tanto aplomo?, se preguntó.
Faltaba poco para que su padrino de bautizo, de confirmación y de comunión cumpliera un año en aquella institución. Quién iba a pensarlo. Hermano de su madre, su padrino Herminio había dado muestras de una desintegración progresiva desde diez años atrás. A todos les había afectado. Familia muy unida, ninguno de sus integrantes habría pensado que el tío Herminio estaba perdiendo la razón. Pero día a día se pronunciaba la catástrofe. Consultaron a todo tipo de especialistas. Se sabían de memoria los cuestionarios. Desde cuándo esto, y desde cuándo aquello. Por supuesto, siempre había un pariente cerca, que respondiera las preguntas. Porque una terrible y desastrosa pesadumbre caía en el alma. A punto del llanto. Cuando se enteraban de que el tío Herminio había sido interrogado, unos a otros se responsabilizaban. “Te lo encargué a ti”, “No, yo a ti”.
Así que cuando el psiquiatra recomendó —ordenó— una temporada en el manicomio, a todos les pareció trágico pero necesario. Nadie protestó. Ni siquiera el tío Herminio. Más bien se puso feliz. Se echó a correr por toda la casa —una casa muy grande, por cierto—, con los brazos levantados al cielo: “¡Soy libre! ¡Soy libre!”. Todos sus parientes se sintieron dichosos. La aflicción había pasado a segundo plano. ¿Así que cualquiera de sus parientes podría llevárselo como si fuese un muñeco? Sí, seguramente sí.
Herminio chico —sabía perfectamente que el nombre se lo habían puesto como recipiente genético de su padrino—, Herminio chico había decidido sentarse en una banca que no estuviera embarrada de heces fecales. Se puso la mano en forma de visera y buscó a su padrino a lo lejos. No lo veía por ninguna parte. Aunque por ahí andaría. Un enfermero se lo había dicho. Y había añadido algo de una changa.
Carajo. Se la debía a su padrino. Él era ya un adulto. Ya hasta había pedido la mano de su novia. En término de meses se casaría. Pero ahora más que nunca la figura de su padrino Herminio se le aparecía constantemente. Lo recordaba de niño. Lo había querido mucho. Se habían querido mucho. Incapaz de sostener una conversación, el padrino se limitaba a sacar al perro a pasear. Se llamaba Tormenta. Y era el momento de máxima felicidad del día para el padrino. Hasta que se le perdió el perro. Se soltó y desapareció. Su padrino había llorado toda una semana. Además era la única persona que le daba domingo. Ni su padre ni su madre lo hacían. Los únicos centavos que caían en su bolsillo provenían del bolsillo de su padrino. Vivía en la vieja casa. Donde vivían todos los parientes. Porque todos cabían allí. También se encargaba de llevarlo a comulgar todos los domingos. Los dos Herminios caminando rumbo a la iglesia. Los dos Herminios entrando a la iglesia de la Candelaria. Se veía a sí mismo de lejos. Y ahora la imagen se reproducía en su cabeza.
Echó a andar. El área estaba poblada de enfermos. Algunos platicaban solos. Una mujer jugaba con tierra. Un hombre ocultaba algo en una suerte de fosa miniatura. Alguien por allá arengaba a un grupo. Tenía un libro en las manos. Entonces su vista cayó en el pequeño monumento del asta bandera. No había más bandera. Pero sí el asta, enclavada con majestuosidad. Encadenada al asta, se encontraba lo que supuso una changa porque tenía una falda bordada. Era la changa que le había mencionado el enfermero. Y junto a ella, un hombre que no dejaba de acariciarla, de besarla, de tocar lascivamente sus partes nobles. Identificó al hombre. Era su padrino Herminio.
Se dio media vuelta para volver el estómago. Lo cual hizo y a nadie le llamó la atención. A leguas se veía que eran amantes. Se encaminó hacia la salida, pero a los pocos pasos se arrepintió. Cambió su destino y se dirigió hasta su padrino. Hola, padrino. ¿Te acuerdas de mí? Soy Herminio chico. Tu ahijado. El padrino se le quedó mirando con unos ojos infinitamente tristes. Atrás de esa mirada había desamparo. Balbuceó una palabra. Balbuceó otra. Tomó entonces la mano de la changa y la besó. Es mi amor, dijo.
Claro, padrino. Yo también te amo —dijo Herminio chico, con los ojos anegados de lágrimas. Y ahora sí se dirigió a la salida. Definitivamente.
Mi tío George purga una condena de cadena perpetua en Connecticut. Por un tris se salvó de la pena máxima. Es un criminal. Y todos en casa lo detestamos. Ni siquiera podemos pronunciar su nombre; excepto mi papá, que es su hermano.
Mi tío George no se llama George sino Germán, y, como mi padre, también es negro. Para muchos, un negro nacido en Veracruz puede considerarse algo perfectamente normal, pero ni hablar que mi tío George, hasta donde recuerdo, tenía algo como de tránsfuga, como que no era de ninguna parte, ni de Veracruz, ni del Caribe, ni de África. Ni siquiera de Estados Unidos.
País al que decididamente se marchó en busca de mejor suerte.
Todos —aun yo, que era un chiquillo— le aconsejamos que no hiciera eso. Que en Estados Unidos le iba a ser imposible conseguir trabajo, o destacar en lo que fuera —él quería ser piloto comercial— por su calidad de negro, y por su falta de educación escolar pues con dificultades había cursado la educación básica.
Pero él insistió en que no, que el destino no le podía jugar una mala pasada. Y aun sin cumplir los 18 años, se fue de espalda mojada. Era muy audaz, y logró librarse de un coyote que lo quería pasar a cambio de 5 mil dólares. La verdad no sé cómo le habrá hecho, pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el otro lado. Y a pesar de tener ofertas de trabajo en la industria de la construcción en el estado de Nevada, una fuerza inexplicable guió su camino y decidió no detenerse hasta Nueva York. Algo tenía esta ciudad que lo atraía poderosamente.
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