Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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—No creo que sea un estudiante —dije—. Incluso es posible que haya estado durmiendo en la calle.

Guleed me dedicó una sonrisa de medio lado.

—Debe de ser un malo, entonces.

—¿Has hecho ya alguna búsqueda en el sistema informático de la Policía Nacional?

—No te preocupes por mi trabajo, Peter. Se supone que deberías estar buscando cosas mágicas o lo que sea. —Sonrió para demostrarme que estaba medio bromeando, aunque no del todo. Dejé que continuara con su trabajo y entré en la habitación de James para ver si podía detectar alguna puta rareza.

Y daba la impresión de que escaseaban.

Me sorprendió que no hubiera pósteres en las paredes, pero James Gallagher tenía veintitrés años. A lo mejor se le había pasado la edad de los pósteres o quizás estaba reservando el espacio para obras más serias. Había un montón de lienzos apoyados en la pared. Sobre todo eran escenas urbanas, de la zona, pensé cuando reconocí el mercadillo de Portobello. No parecían las típicas porquerías de guiri, así que asumí que probablemente serían creaciones suyas…, aunque eran un poco retro para alguien que estudia en una escuela de bellas artes moderna.

La cama estaba arrugada, pero habían cambiado las sábanas hacía poco tiempo y el edredón estaba encima y doblado. Había una pila de libros en la mesilla: libros sobre arte, pero de los que son serios y académicos, no de los que suelen tenerse en la mesilla. Eran sobre el realismo socialista, carteles de propaganda de los años treinta, carteles clásicos del metro de Londres y un volumen titulado Right About Now – art theory since the 1990s [«Justamente ahora: arte teorías desde 1990»]. Los únicos libros que no trataban sobre arte eran la edición antológica de la trilogía de Londres de Colin MacInnes y un libro de consulta sobre salud mental que se titulaba 50 Signs of Mental Illness [«50 síntomas de las enfermedades mentales»]. Cogí el libro de medicina por el lomo y lo agité, pero no reveló ninguna pista en las partes que se habían leído con asiduidad.

¿Estaría buscando ideas?, me pregunté. ¿Le preocupaba otra persona o él mismo? El libro estaba reluciente y era relativamente nuevo. ¿Estaría, tal vez, preocupado por Zach?

Eché una ojeada alrededor de la habitación, pero no había ningún libro sobre esoterismo ni sobre nada místico y no digamos muestras de vestigia que fueran más allá de lo normal. Era un ejemplo típico de lo que yo había empezado a llamar la ley inversa del uso de la magia, es decir, la probabilidad de dar con fenómenos mágicos es inversamente proporcional a lo puñeteramente útil que sería encontrarlos.

Era completamente posible que cualquier rastro de magia en el asesinato proviniera del asesino y no de la víctima. Probablemente tendría que haberme quedado en los túneles con el sargento Kumar y el equipo de búsqueda.

De manera que, como era de esperar, encontré lo que estaba buscando cinco minutos después, en el piso de abajo, mientras le tomábamos declaración a Zach.

Este se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta mientras yo estaba arriba. Estaba medio sentado encorvado sobre la mesa mientras Carey le tomaba declaración. Guleed se apoyaba despreocupadamente en un módulo de la cocina de falso estilo rural, dentro del campo de visión de Zach. Lo miraba a la cara con detenimiento y tenía el ceño fruncido. Supuse que ella también había encontrado el libro sobre la salud mental.

Me esperaba una taza de café sobre la mesa. Me senté al lado de Carey, pero adopté una postura relajada, cogí la taza y me recliné ligeramente hacia atrás cuando me lo bebí. A Zach le temblaban las manos y se balanceaba adelante y atrás sin darse cuenta mientras repasábamos con él lo que había hecho en las últimas veinticuatro horas. Siempre resulta útil que el testigo esté un poco nervioso, pero todo en exceso es malo.

Encima de la mesa de la cocina había un cuenco de cerámica con dos manzanas, un plátano moteado y un puñado de tarjetas de compañías de taxis en su interior. Tenía el mismo color tostado que el fragmento que me había encontrado en el metro, pero era demasiado curvilíneo para que fuera idéntico.

Le di otro sorbo al café, que, sin duda, era de buena calidad, y paseé los dedos despreocupadamente por el borde del cuenco. Allí estaba, más débil que en el fragmento: calor, carbón, algo que identifiqué como mierda de cerdo y… no estaba seguro de qué más.

Saqué la fruta y las tarjetas del cuenco y pasé la punta de los dedos por la suave curva del interior. Me parecía que tenía una forma hermosa, pero no sabía por qué. Después de todo, un círculo es solo un círculo. Pero era tan precioso como la sonrisa de Lesley… o, al menos, como la sonrisa de Lesley solía ser.

Me percaté de que los demás se habían quedado callados.

—¿De dónde ha salido esto? —le pregunté a Zach.

Me miró como si estuviera loco… y lo mismo hicieron Guleed y Carey.

—¿El cuenco? —preguntó.

—Sí, el cuenco —respondí—. ¿De dónde ha salido?

—Solo es un cuenco —dijo.

—Ya, lo sé —dije con calma—. ¿Sabes de dónde ha salido?

Zach miró a Carey con consternación mientras se preguntaba a sí mismo, como era obvio, si estábamos empleando la rara técnica de poli bueno/poli malo para interrogarlo.

—Creo que lo compró en el mercadillo.

—¿El de Portobello?

—Sí.

El mercadillo de Portobello mide al menos un kilómetro de longitud y debe de tener unos mil puestos, por no mencionar las más de cien tiendas alineadas a ambos lados de Portobello Road y esparcidas por las calles aledañas.

—¿Podrías ser más específico, si es posible? —pregunté.

—Por el principio, creo —dijo Zach—. Ya sabes. No en el extremo pijo, sino en el otro, donde están los puestos normales. Eso es todo lo que sé.

Cogí el cuenco, lo así entre mis manos y lo elevé a la altura de los ojos.

—Necesito empaquetarlo —dije—. ¿Tiene alguien plástico de burbujas para embalar?

Capítulo 4

Archway

La respuesta a esa pregunta resultó ser un sí, sorprendentemente. Por lo visto, es habitual que los estudiantes de arte tengan que transportar sus obras más frágiles, así que resultó que, en un armario de la cocina, no solo había un montón de espaguetis que se estaban poniendo rancios y de paquetes de sopa instantánea, sino también plástico de burbujas, papel de seda y cinta de carrocero.

También era donde Zach tenía su alijo: una bolsa de autocierre con una hoja amarillenta que Carey insinuó que era más un condimento que una sustancia ilegal. No obstante, la confiscó de manera extraoficial hasta que decidiéramos si podría servirnos como pretexto para detener a Zach.

El cuenco terminó dentro de una bolsa de pruebas con una etiqueta blanca que la cerraba y que llevaba mi nombre, mi rango y mi número. Después, con torpeza y con una letra enana, escribí la hora, la dirección y las circunstancias bajo las que lo había incautado. Siempre he pensado que era un descuido imperdonable que no hubiera un curso de caligrafía en el entrenamiento básico de Hendon.

Me sentía indeciso. Quería descubrir de dónde había salido el cuenco, pero también quería echarle un vistazo a la taquilla de James Gallagher en St. Martin, o a su espacio de trabajo, o a lo que sea que tengan los estudiantes de arte, para comprobar si tenía más objetos mágicos. Decidí ir primero a St. Martin porque acababan de dar las ocho y era poco probable que todo el despliegue del mercadillo estuviera listo antes de las once más o menos. Según las normas de los mercadillos, a primera hora se encuentran las verduras y las frutas, no la cerámica; a los turistas les lleva un par de horas abrirse camino por ese difícil tramo que hay entre la estación de metro de Notting Hill y el cruce con Pembridge Road.

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