Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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—He oído que Lesley se ha unido a tu gente —dijo.

Un cambio de noventa grados en el tema de conversación; un truco clásico de policía. No funcionó, porque yo había practicado la respuesta para esa pregunta desde que Nightingale y el comisario llegaron a otro «acuerdo».

—No de forma oficial —dije—. Está de baja indefinida.

—Menudo desperdicio —comentó Seawoll mientras sacudía la cabeza—. Es suficiente como para hacerle a uno llorar.

—¿Cómo quiere hacerlo, señor? —pregunté—. ¿AB se encarga del asesinato y yo de… las… otras cosas? —AB eran las siglas de la comisaría de Belgravia, donde tenía base la Brigada de Homicidios de Seawoll (a los policías no nos gusta utilizar palabras de verdad cuando podemos optar por un poco de jerga incomprensible en su lugar).

—¿Después de cómo funcionó la última vez? —preguntó Seawoll—. Ni de coña. Trabajarás fuera de nuestro centro de coordinación como miembro del equipo de investigación. De esa forma podré tenerte vigilado.

Miré a Stephanopoulos.

—Bienvenido al escuadrón de homicidios —dijo.

Capítulo 3

Ladbroke Grove

Scotland Yard tiene un enfoque muy claro con respecto a las investigaciones por asesinato: el instinto del detective o las intrincadas deducciones lógicas del sabio investigador no están hechas para ellos. No. Lo que a Scotland Yard le gusta hacer es mandar a una burrada de efectivos adonde esté el problema y deteriorar todas las posibles pruebas hasta que estén exhaustos, se coja al asesino o el jefe de la investigación muera de viejo. Como resultado, las investigaciones de los asesinatos no las dirigen los inspectores con problemas de pareja, alcohol o mentales, sino un puñado de agentes aterradoramente ambiciosos que se encuentran en el primer arrebato de locura de sus carreras. Así que, como puedes ver, encajo a la perfección.

Hacia las cinco y veinte de la mañana, al menos treinta de los nuestros se habían reunido en Baker Street, de modo que salimos hacia Ladbroke Grove en masa. Un par de agentes vinieron en el coche conmigo mientras Stephanopoulos nos seguía en un Fiat Punto de cinco años de antigüedad. Conocía a una de los detectives que iban en mi coche. Se llamaba Sahra Guleed y una vez estrechamos lazos en el Soho con un cuerpo al lado. También había sido una de los agentes que participaron en la redada del club de striptease del doctor Moreau, de manera que era una buena elección para cualquier cosa extraña.

—Me encargo de mediar con la familia —dijo mientras se subía al asiento del copiloto.

—Me alegro de no ser tú —dije.

Un agente rollizo con el pelo rubio vestido con un traje arrugado se presentó cuando se montó detrás.

—Soy David Carey —dijo—. También mediaré con la familia.

—Por si acaso fuera una familia grande —dijo Guleed.

Siempre es importante contactar deprisa con los familiares de la víctima, en parte porque es una buena costumbre darles la noticia antes de que la vean en televisión y en parte porque nos hace parecer eficientes, pero, sobre todo, porque queremos verles la cara cuando escuchan la noticia. Fingir auténtica sorpresa, un shock o pena puede resultar difícil.

No me gustaría estar en el pellejo de Guleed y Carey.

Notting Hill está a tres kilómetros al oeste de Baker Street, de manera que llegamos en menos de un cuarto de hora y habríamos tardado menos si no me hubiese desorientado cerca de Portobello Road. En mi defensa diré que, por la noche, todas esas puñeteras casas señoriales de falso estilo Regencia de finales de la época victoriana parecen iguales y que nunca había pasado mucho tiempo en Notting Hill salvo en Carnaval. Tampoco ayudaba que Guleed y Carey llevaran puesto el GPS en sus móviles y que cada uno me diera indicaciones contradictorias por turnos. Por fin localicé un punto de referencia que conocía y me detuve delante de la parroquia de Notting Hill. Tiene una congregación pentecostal y es la clase de sitio ruidoso y ferviente que a mi madre le gusta en esas raras ocasiones en las que recuerda que se supone que es cristiana.

Mi padre solo entraba a una iglesia si le gustaba el coro que tenían, así que puedes imaginarte con cuánta frecuencia ocurría eso. Cuando yo era muy pequeño, me gustaba lo de vestirnos con nuestra mejor ropa y solía haber otros niños con los que podía jugar, pero nunca duraba demasiado. Pasados un par de meses, mi madre aceptaba algún trabajo los domingos, se peleaba con el cura o simplemente perdía el interés. Entonces volvíamos a considerar el domingo como un día en el que podía quedarme en casa, ver los dibujos y cambiar los vinilos en el tocadiscos de mi padre.

Salí del coche y nos adentramos en un silencio espeluznante. El viento estaba en calma, se escuchaban sonidos sordos, los escaparates estaban cubiertos del resplandor amarillo de la luz plana de las farolas y parecían un plató de cine por su falsedad. Las nubes estaban bajas y reflejaban lúgubramente la luz. El golpe que emitieron las puertas quedó silenciado en el ambiente húmedo.

—Va a nevar —dijo Carey.

La verdad es que hacía bastante frío. Podía meter las manos en los bolsillos, pero las orejas se me estaban congelando. Guleed se puso un gorro grande y peludo con orejeras sobre el hiyab y nos miró con cachondeo a Carey y a mí, que llevábamos la cabeza descubierta y teníamos las orejas heladas.

—Práctico y discreto —dijo.

Ninguno de los dos le dio la satisfacción de una respuesta.

Nos dirigimos hacia las caballerizas convertidas en viviendas.

—¿De dónde has sacado ese gorro? —pregunté.

—Se lo he mangado a mi hermano —respondió.

—He oído que en el desierto hace frío —dijo Carey—. Necesitarías un gorro como ese.

Guleed y yo nos miramos, pero ¿qué podíamos hacer?

Durante décadas, Notting Hill había luchado una valiente batalla en la retaguardia contra la creciente especulación que se había colado a hurtadillas ahora que Mayfair se les había ofrecido por completo a los oligarcas. Me fijé en que quienquiera que hubiera reformado las caballerizas había adoptado el espíritu del lugar, pues no hay nada que diga «formo parte de un vecindario animado» como poner unas puñeteras puertas de seguridad gigantes en la entrada de tu calle. *Guleed, Carey y yo nos quedamos mirando a través de los barrotes como si fuéramos unos niños victorianos.

Eran las típicas viviendas de Notting Hill: una calle sin salida cubierta de lo que solían ser las cocheras de los ricos y que ahora se habían convertido en casas y pisos. Era la clase de sitio en el que los ministros gais ocultaban a sus novios cuando esa clase de cosas habrían podido provocar un escándalo. En la actualidad era más probable que estuviera lleno de banqueros y de los hijos de los banqueros. Todas las ventanas estaban oscuras, pero había varios BMW, Range Rover y Mercedes aparcados con torpeza en la calzada estrecha.

—¿Creéis que deberíamos esperar a Stephanopoulos? —preguntó Carey.

Lo pensamos detenidamente, pero no durante mucho tiempo, puesto que a los no devotos se nos estaban congelando las orejas. Había un portero automático gris soldado a la valla, así que pulsé el número de la casa de Gallagher. No respondió nadie. Lo intenté un par de veces más. Nada.

—Puede que esté roto —dijo Guleed—. ¿Deberíamos intentarlo con los vecinos?

—No me apetece tratar con los vecinos todavía —dijo Carey.

Comprobé la valla. Tenía pinchos en lo alto muy espaciados y había un bolardo blanco situado lo bastante cerca para ofrecerme un sitio para pasar. El metal estaba dolorosamente frío bajo mis manos, pero me llevó menos de cinco segundos poner el pie en el barrote superior, pasar por encima y caer al otro lado. Los zapatos me patinaron sobre los adoquines, pero conseguí recuperar el equilibrio sin caerme.

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