—Por el amor de Dios, que alguien le traiga a ese muchacho un pañuelo —dijo una voz pretenciosa con acento del norte—. Y después que alguien me explique qué coño hace aquí.
Seawoll, el inspector jefe del cuerpo de detectives, era un hombre corpulento de un pequeño pueblo a las afueras de Mánchester. La clase de sitio que, como dijo una vez Stephanopoulos, explicaba la actitud alegre frente a la vida de Morrissey. *Ya habíamos trabajado juntos antes: había intentado ahorcarme en el escenario del Teatro Real de la Ópera y yo le había inyectado cinco centímetros cúbicos de tranquilizante para elefantes… Todo tuvo sentido en su momento, lo digo en serio. Podría decirse que estábamos en paz; claro que él tuvo que estar cuatro meses de baja, algo que la mayoría de los policías con amor propio habría considerado un regalo.
Estaba claro que los meses de baja habían terminado y que Seawoll estaba de nuevo al frente de su equipo de la Brigada de Homicidios. Se había colocado en el andén de forma que pudiera vigilar a los forenses sin tener que quitarse el abrigo de piel de camello y sus zapatos Tim Little hechos a mano. Nos hizo señas con las manos a Stephanopoulos y a mí para que nos acercáramos.
—Me alegra ver que se encuentra mejor, señor —dije antes de que pudiera contenerme.
Seawoll miró a Stephanopoulos.
—¿Qué está haciendo él aquí?
—Había algo en el caso que no encajaba —dijo.
Seawoll suspiró.
—Has llevado a mi Miriam por el mal camino —añadió—. Pero ahora ya estoy de vuelta, así que espero que volvamos a la antigua y maravillosa práctica de mantener el orden público basándonos en las pruebas y que reduzcamos de forma notable las putas rarezas.
—Sí, señor —dije.
—Dicho esto, ¿en qué clase de jodida peculiaridad me has metido esta vez? —preguntó.
—No creo que la magia…
Seawoll me silenció con un gestó brusco de la mano.
—No quiero oírte decir la palabra que empieza con eme —contestó.
—Creo que no hay nada extraño en la forma en la que murió —dije—, salvo…
Seawoll volvió a cortarme.
—¿Cómo murió? —le preguntó a Stephanopoulos.
—Tiene una fea puñalada en la zona lumbar y posibles daños orgánicos, pero murió desangrado —respondió.
Seawoll preguntó por el arma homicida y Stephanopoulos le hizo señas al policía de la científica, que se acercó y nos ofreció una bolsa de plástico con las pruebas para que las inspeccionáramos. Era el triángulo color galleta que yo había encontrado en el túnel.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Seawoll.
—El fragmento de un plato roto —respondió Stephanopoulos, y retorció la bolsa para que pudiéramos ver que efectivamente era un pedazo triangular de un plato hecho añicos; tenía el reborde decorado—. Parece de cerámica —dijo.
—¿Están seguros de que eso es el arma homicida? —preguntó Seawoll.
Stephanopoulos dijo que la patóloga estaba tan segura como le era posible sin una autopsia.
No me apetecía nada tener que contarle a Seawoll lo del pequeño nudo concentrado de vestigia que se aferraba al arma homicida, pero supuse que solo provocaría más problemas si me callaba.
—Señor —dije—. Eso es la fuente de… las putas rarezas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Seawoll.
Me planteé explicarle qué eran los vestigia, pero Nightingale me había avisado de que a veces era mejor ofrecerles una explicación simple con la que pudieran sentirse identificados.
—Tiene una especie de brillo alrededor —dije.
—¿De brillo?
—Sí, de brillo.
—Que solo tú puedes ver, supuestamente con tus poderes místicos especiales—dijo.
Lo miré a los ojos.
—Sí —respondí—, mis poderes místicos especiales.
—Está bien —dijo Seawoll—. Así que a nuestra víctima la apuñalaron en el túnel con un pedazo de cerámica mágica, se tambaleó por las vías en busca de ayuda, subió al andén, se desplomó y se desangró.
Sabíamos la hora exacta de la muerte: la una y diecisiete minutos de la mañana, porque conseguimos todo el material de las cámaras de vigilancia. A la una y catorce minutos, las imágenes mostraban el borrón de su cara pálida mientras subía al andén, los bandazos que dio mientras intentaba ponerse en pie y aquel terrible derrumbe final, aquel desplome lateral: la rendición.
Cuando detectaron a la víctima en el andén, el jefe de la estación tardó menos de tres minutos en llegar hasta él, pero, como dijo el propio jefe de la estación, estaba completamente fiambre cuando lo encontró. No sabíamos cómo había entrado en el túnel ni tampoco cómo había salido su asesino, pero, al menos, cuando los forenses procesaron su cartera, supimos de quién se trataba.
—Oh, mierda —dijo Seawoll—. Es estadounidense. —Me pasó una bolsa de pruebas con una tarjeta plastificada dentro. En lo alto se leía: «Estado de Nueva York», debajo ponía: «Carné de circulación», y después había un nombre, una dirección y la fecha de nacimiento. Se llamaba James Gallagher, venía de una ciudad llamada Albany, en Nueva York, y tenía veintitrés años.
Tuvimos una pequeña discusión sobre qué hora exacta sería en Nueva York antes de que Seawoll enviara a uno de los agentes mediadores a contactar con la Jefatura de Policía de Albany. Esta ciudad es la capital del estado de Nueva York, cosa que yo no supe hasta que Stephanopoulos me lo dijo.
—El alcance de tu ignorancia es realmente perturbador, Peter —dijo Seawoll.
—Bueno, nuestra víctima estaba sedienta de conocimiento —dijo Stephanopoulos—. Estudiaba en St. Martin’s College.
Había una tarjeta del Sindicato Nacional de Estudiantes en la cartera, un par de tarjetas de visita a nombre de James Gallagher y lo que esperamos que fuera su dirección en Londres: unas caballerizas antiguas convertidas en viviendas al lado de Portobello Road.
—Me encanta cuando nos lo ponen fácil —dijo Seawoll.
—¿Tú qué crees? —preguntó Stephanopoulos—. ¿La casa, su familia o sus amigos primero?
Me había quedado callado hasta ese momento y, sinceramente, habría preferido escabullirme y marcharme a casa, pero no podía ignorar el hecho de que a James Gallagher lo habían matado con un arma mágica. Bueno, o con un fragmento de cerámica mágica al menos.
—Me gustaría echarle un vistazo a su casa —dije—. Por si acaso era un practicante.
—Practicante, ¿eh? —preguntó Seawoll—. ¿Así es como los llamáis?
Volví a quedarme en silencio y Seawoll me dirigió una mirada de aprobación.
—Está bien —dijo—. Primero la casa, reunid a cualquier familiar y a los amigos y haced una línea temporal. La Policía Británica de Transporte va a traer a varios agentes para que limpien los túneles.
—Al Servicio de Transportes de Londres no le va a hacer gracia —dijo Stephanopoulos.
—Mala suerte para ellos, ¿no?
—Deberíamos decirles a los forenses que el arma homicida puede ser un resto arqueológico —dije.
—¿Arqueológico? —preguntó Seawoll.
—Podría serlo —respondí.
—¿Es tu opinión profesional?
—Sí.
—Que, como es habitual —dijo Seawoll—, es tan útil como una chocolatera.
—¿Quiere que llame a mi jefe para que venga? —pregunté.
Seawoll frunció los labios y me asusté al darme cuenta de que realmente estaba considerando la posibilidad de traer a Nightingale. Aquello me molestó, porque significaba que no confiaba en mí para hacer el trabajo, y me inquietó, porque había habido algo reconfortante en la resistencia que sentía Seawoll hacia cualquier clase de «magia de mierda» que vulnerara sus investigaciones. Si empezaba a tomarme en serio, entonces la presión recaería sobre mí.
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