Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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—¿Quiere que mire en el túnel? —pregunté.

—Pensé que nunca lo preguntarías —respondió Stephanopoulos.

Las personas tienen una concepción graciosa de los agentes de policía. Por un lado parecen pensar que nos encanta ir corriendo a cualquier emergencia sin pensar en nuestra propia seguridad. Y es verdad que somos como los bomberos y los soldados, pero eso no significa que no pensemos. Una cosa en la que pensamos es en el tercer riel electrificado y en lo fácil que es matarse si lo tocas. La sesión informativa de seguridad sobre los placeres de electrificarse nos la ofreció, a mí y a los distintos forenses que se mantenían a la espera, un sargento de la Policía Británica de Transporte que se llamaba Jaget Kumar. Pertenecía al grupo de los raritos: un agente de la PBT que había hecho el curso de cinco semanas sobre seguridad ferroviaria que te permite deambular por entre la maquinaria pesada incluso cuando las vías están funcionando.

—No es que alguien quiera hacer eso —dijo Kumar—. Para empezar, el principal consejo sobre seguridad cuando estás tratando con vías con corriente eléctrica es no estar en ellas.

Seguí a Kumar mientras el resto del grupo de los forenses se quedaba en el sitio. Puede que no estuvieran seguros de cuál era mi función, pero entienden la norma de no contaminar una escena del crimen. Además, de esa forma podían quedarse esperando y ver si Kumar y yo nos electrocutábamos o no antes de ponerse ellos mismos en peligro.

Kumar esperó hasta que estuvimos fuera del alcance de sus oídos para preguntarme si de verdad formaba parte de los Cazafantasmas.

—¿Cómo? —pregunté.

—La ECD 9 —respondió Kumar—. La unidad de los monstruos que acechan por la noche.

—Algo así —dije.

—¿Es verdad que investigas… —Kumar se detuvo y buscó el término adecuado—… fenómenos fuera de lo común?

—No nos dedicamos a los ovnis ni a las abducciones alienígenas —contesté, porque esa solía ser la segunda pregunta que me hacían.

—¿Quién se encarga de los temas de los alienígenas? —preguntó Kumar. Lo miré y vi que se estaba cachondeando.

—¿Podemos concentrarnos en nuestra tarea? —pregunté.

Era fácil seguir el rastro de sangre.

—Se mantuvo a uno de los lados, lejos del raíl central.

—Alumbró con la linterna la perfecta huella de una pisada que había sobre el balasto—. No se acercaba a las traviesas, lo que me lleva a pensar que tenía ciertos conocimientos de seguridad.

—¿Por qué? —pregunté.

—Si tienes que andar por las vías cuando están electrificadas, te mantienes alejado de las traviesas. Son resbaladizas. Si te resbalas, caes, extiendes las manos y te quedas frito.

—Te quedas frito —repetí—. Esa es la expresión técnica, ¿no? ¿Cómo llamáis de verdad a alguien que se ha quedado frito?

—Don Tostado —dijo Kumar.

—¿Eso es lo mejor que se os ha ocurrido?

Kumar se encogió de hombros.

—No es precisamente una de nuestras prioridades más importantes.

Ya habíamos girado en la curva y habíamos desaparecido de la vista del andén cuando llegamos al sitio en el que empezaba el rastro de sangre. Hasta entonces, el balasto y la tierra de la vía habían hecho un buen trabajo al absorber la sangre, pero ahí conseguí iluminar con la linterna un charco de color rojo oscuro brillante e irregular.

—Voy más adelante a comprobar las vías para ver si consigo encontrar por dónde entró —dijo Kumar—. ¿Estarás bien aquí solo?

—No te preocupes por mí —dije—. Estoy bien.

Me agaché y dividí la zona metódicamente en cuartos alrededor del charco de sangre con la luz de la linterna. A menos de medio metro de vuelta hacia el andén encontré un rectángulo marrón de cuero y la luz de la linterna reflejó la parte resplandeciente de un teléfono muerto o apagado. Estuve a punto de recogerlo, pero me detuve.

Llevaba puestos unos guantes y tenía un bolsillo lleno de bolsas para pruebas y etiquetas, y si esto hubiera sido una agresión, un robo o cualquier otro delito menos grave, lo habría metido en las bolsas y etiquetado yo mismo. Pero se trataba de una investigación de asesinato, y pobre del agente que rompiera la cadena de las pruebas, ya que lo harían tomar asiento para explicarle con pelos y señales lo que salió mal en el juicio de O. J. Simpson por asesinato. Con una presentación de PowerPoint incluida.

Saqué mi airwave del bolsillo, volví a ponerle las pilas, llamé a un policía de la científica y le dije que tenía algunas pruebas para él. Estaba volviendo a revisar la zona mientras esperaba cuando me di cuenta de que había algo extraño en el charco de sangre. La sangre es más espesa que el agua, sobre todo cuando ha empezado a coagularse, por lo que, en un charco, no se esparce del mismo modo. Y me di cuenta de que puede ocultar lo que tenga debajo. Me incliné todo lo que pude sin arriesgarme a contaminarlo con mi respiración. Según lo hacía, noté un fogonazo de calor, polvo de carbón y un olor a mierda que te humedecía los ojos y que era como caerse de bruces dentro de un corral. La verdad es que me hizo estornudar. Eso sí que eran vestigia.

Me agaché hacia delante para ver si podía averiguar qué había debajo de toda aquella sangre. Era triangular y tenía el color de las galletas. Al principio pensé que era una piedra, pero vi que tenía los bordes afilados y me di cuenta de que era un fragmento de cerámica.

—¿Algo más? —preguntó una voz detrás de mí; un técnico forense.

Le señalé las cosas que había descubierto y después me hice a un lado para que el fotógrafo tomara imágenes in situ. Iluminé el túnel y vi el destello de la chaqueta reflectante de Kumar unos treinta metros más adelante. Él me iluminó también y me puse en marcha, con cuidado, para unirme a él.

—¿Hay algo? —pregunté.

Kumar utilizó la linterna para señalar un conjunto de puertas modernas de acero situadas en un arco de ladrillo decididamente victoriano.

—Se me ocurrió que podría haber entrado por los antiguos accesos de los trabajadores, pero siguen cerrados. Aunque quizás quieras buscar huellas.

—¿Dónde estamos?

—Debajo de Marylebone Road, hacia el este —dijo Kumar—. Hay un par de respiraderos viejos más adelante que quiero comprobar. ¿Vienes?

Quedaban setecientos metros hasta Great Portland Street, la siguiente parada. No llegamos hasta el final, solo hasta donde se veía el andén. Kumar comprobó los puntos de acceso y dijo que si nuestro chico misterioso hubiera saltado allí desde el andén, lo habrían visto los siempre atentos operarios de las cámaras de seguridad.

—¿Por dónde coño entró a las vías? —preguntó Kumar.

—A lo mejor hay otra formar de entrar —dije—. Algún sitio que no aparezca en los planos, algo que se nos haya escapado.

—Voy a pedirle al agente que patrulla por aquí que venga —dijo Kumar—. Él lo sabrá.

Estos agentes se pasaban toda la noche recorriendo los túneles en busca de defectos y eran, según Kumar, los guardianes de los secretos del metro. «O algo así», dijo.

Dejé a Kumar esperando a su guía experto y retrocedí hacia Baker Street. Estaba a medio camino cuando me resbalé con un fragmento suelto de balasto y me caí de bruces. Lancé los brazos para protegerme de la caída, como es habitual, y no pasé por alto que la palma de mi mano izquierda golpeó sobre el tercer riel electrificado. Un policía achicharrado…, ¡encantador!

Estaba sudando para cuando volví a subir al andén. Me sequé el rostro y descubrí una capa fina de suciedad sobre mis mejillas, tenía las manos cubiertas de ella. «Polvo del balasto», supuse. O quizá hollín viejo de cuando las locomotoras de vapor tiraban de varios vagones tapizados y llenos de respetables ciudadanos victorianos a través de los túneles.

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