Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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—¿Qué te parece? —preguntó Carey—. Yo le doy un nueve con cinco.

—Un nueve con dos —dijo Guleed—. Ha perdido puntos por el aterrizaje.

Había un botón de salida en el muro, fuera del alcance del brazo desde la valla. Lo apreté y entraron los demás.

Puesto que los tres éramos londinenses, nos detuvimos un segundo para llevar a cabo el ritual de «tasar la propiedad». Supuse que valdría, por la zona, al menos un millón y pico.

—Un millón y medio fácil —dijo Carey.

—Más, si tiene pleno dominio de la propiedad —dijo Guleed.

Había un farolillo antiguo ensamblado junto a la puerta principal que demostraba que el gusto no se compra con dinero. Llamé al timbre y escuchamos que sonaba en el piso de arriba. Dejé el dedo sobre él. Era una de las maravillas de ser policía: no tienes que ser considerado a las cinco de la mañana.

Escuchamos unas pisadas torpes que bajaban por una escalera y una voz que gritaba: «Ya voy, vale ya con el jodido timbrecito…». Y entonces se abrió la puerta.

Era un hombre alto, blanco, veinteañero, sin afeitar, con una mata de pelo castaño y desnudo salvo por los calzoncillos. Estaba delgado, aunque no de forma enfermiza. Se le marcaban las costillas, pero tenía un principio de abdominales y los hombros, brazos y piernas musculados. En su rostro delgado, una boca grande se quedó boquiabierta cuando nos vio.

—Eh —dijo—, ¿quién coño sois vosotros?

Le enseñamos nuestras placas y se las quedó mirando durante un buen rato.

—¿Y si me dais cinco minutos de ventaja para esconder mi alijo? —preguntó por fin.

Nos abalanzamos hacia dentro como un solo ser.

No cabía duda de que la planta baja había sido un garaje que, hipotéticamente, se había dividido en dos: la zona de la cocina, de un falso estilo rústico, al fondo, y un «recibidor» diáfano en la entrada con una escalera con barandilla pegada a la pared de la izquierda. Las casas de concepto abierto están muy bien, pero, al no disponer del tradicional pasillo que sirva de cuello de botella, es ridículamente fácil que tres policías ansiosos pasen por encima de ti y tomen el control.

Yo me puse entre las escaleras y él, Guleed pasó por delante de mí y subió las escaleras para comprobar que no había nadie más en la vivienda y Carey se quedó delante del hombre a propósito e invadió su espacio personal.

—Somos policías que nos encargamos de mediar con las familias —dijo—. Así que en el desarrollo normal de los acontecimientos, no nos importa mucho el uso recreativo que hagas de las drogas. Claro que esta actitud dependerá por completo de si nos ofreces o no tu más sincera cooperación.

—Y en si nos das café o no —dije.

—¿Tienes café? —preguntó Carey.

—Sí, sí que tenemos —dijo el hombre.

—¿Está bueno? —gritó Guleed desde alguna parte del piso de arriba.

—No está mal. Podéis hacerlo en la cafetière y eso. Está chupado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Carey.

—Zach —dijo el hombre—. Zachary Palmer.

—¿Esta casa es tuya?

—Vivo aquí, pero es de mi compañero, de mi amigo James Gallagher. Es estadounidense. En realidad, pertenece a una empresa, pero él puede usarla, y los dos vivimos aquí.

—¿Tiene alguna relación sentimental con el señor Gallagher? —preguntó Carey—. ¿Unión civil? ¿Una relación seria de larga duración? ¿Algo?

—Solo somos amigos —dijo Zach.

—En ese caso, señor Palmer, sugiero que nos dirijamos a la cocina para tomar café.

Me aparté mientras Carey azuzaba a Zachary, que tenía los ojos algo desorbitados, hacia la zona de la cocina. Carey buscaría sacarle nombres y direcciones de los amigos de James Gallagher y, si fuera posible, también de su familia, así como determinar el paradero de Zach a la hora del asesinato. Es mejor hacer esa clase de cosas rápido, antes de que la gente tenga tiempo de sincronizar sus historias. Guleed estaría en el piso de arriba localizando cualquier diario, agenda telefónica, portátil u otras cosas útiles que pudieran permitirle ampliar la red de contactos de James Gallagher y rellenar los huecos que había en la línea temporal de sus últimos movimientos.

Le eché una ojeada al salón. Supuse que la casa venía con los muebles, porque, por el estilo, daba la sensación de estar sacada de un catálogo, aunque, a juzgar por la solidez de los muebles y la falta de paneles de madera laminados, provenían de un catálogo más caro que el que habría usado mi madre. La televisión era grande y plana, pero tendría dos años de antigüedad. Había un Blu-ray y una Xbox, pero no televisión por cable o satélite. Inspeccioné las estanterías de roble de imitación que había junto a la tele; la colección era un tanto ostensiblemente extranjera: películas remasterizadas de Godard, Truffaut y Tarkovski. Yojimbo, de Kurosawa, yacía de forma sacrílega sobre la carcasa, sustituida por una de las películas de Saw, a juzgar por la carcasa que había en el suelo, junto al televisor.

La chimenea original, una rareza, dado que la planta baja habría sido una cochera, se había cubierto de ladrillo y yeso, pero la repisa se había mantenido. Sobre ella había un caro equipo de música de Sony, aunque sin ningún iPod conectado (otra cosa que tendríamos que localizar), una figurita sin pintar, una baraja de cartas, un paquete de papel para fumar y una taza sin lavar.

En la zona de la cocina, Carey había dejado a Zach junto a la mesa mientras él se entretenía preparando un café como Dios manda y hurgando en todos los armarios y estanterías, por si acaso.

Si eres un limpiador profesional, como mi madre, una de las formas de asegurarte de que les quitas el polvo a las esquinas es utilizar una fregona húmeda y arrastrarla a lo largo de los rodapiés. Toda la porquería se queda enrollada en unas pequeñas pelotillas mojadas, esperas un poco a que se sequen y después las aspiras. Esto deja un inconfundible dibujo en círculos en la alfombra, que es lo que encontré detrás de la televisión. Eso significaba que James y Zach no se encargaban de limpiar su propia casa y que iba a resultarme difícil encontrar algo útil en el salón. Me encaminé hacia las escaleras.

Alguna profesional había dejado el baño reluciente, pero yo esperaba que quienquiera que fuera la señora de la limpieza hubiera puesto límites con respecto a los dormitorios. A juzgar por la combinación de olores a calcetines viejos y marihuana que había en el dormitorio más pequeño, se había mantenido a raya. La habitación de Zach, supuse. La ropa esparcida por el suelo tenía etiquetas nacionales y había una cachimba de tecnología punta que habían improvisado con un soldador y un tubo de metacrilato oculta bajo la cama. No había mucho equipaje, solo encontré una bolsa de deporte grande con las asas desgastadas y manchas en la base. La olí con cuidado. No hacía mucho que la habían lavado, pero debajo del detergente se percibía el tufillo de algo rancio. Lo que mi padre habría llamado «olor a vagabundo».

Fuera lo que fuera, no tenía nada que ver con la magia, así que salí.

Guleed y yo nos encontramos en el descansillo.

—Ni tiene agenda ni libreta de direcciones, deben de estar en su teléfono —dijo—. Un par de cartas llegadas por avión, creo que de su madre, que tienen la misma dirección que su carné de conducir.

Dijo que iba a llamar a la policía estadounidense y que les pediría que contactaran con la madre. Le pregunté cómo iba a averiguar el número.

—Para eso sirve internet —dijo.

—La cosa no funciona así —dije, pero no me entendió—. Creo que el jefe va a querer investigar bien a Zach, sobre todo si no tiene una coartada.

—¿Y eso por qué?

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