¿Cómo puede entonces la educación católica seguir siendo un actor relevante en el anuncio de la buena noticia en una Iglesia atrincherada? “A la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte” (Ratzinger, 2007: 7).
La educación católica cumple un rol relevante al interior de la Iglesia tanto en un sentido funcional práctico como en el plano trascendental. Práctico, pues son las instituciones educativas católicas donde para muchos se da la transmisión de la fe y se viven experiencias religiosas. Trascendental, pues una escuela está invitada a ser Iglesia doméstica. La comunidad escolar es una Ekklesia en el profundo sentido de la palabra. Pero, tan importante como lo anterior, es el rol de la educación católica en incorporar a los estudiantes en la vida democrática y en la vida social. Al hacer eso no solo cumple su rol de formadora de mujeres y hombres para que habiten la comunidad extendida, sino también aporta desde su perspectiva a la diversidad de la sociedad. Para quienes entendemos que la sociedad tiene uno de sus fundamentos en el pluralismo, es del todo relevante reconocer en la escuela católica una de las instituciones fundantes de la sociedad, que provee y protege tal pluralismo. Las instituciones educativas católicas esperan de sus estudiantes un compromiso generoso con la sociedad en la que viven y un continuo deseo de mejorarla. Es en la educación en donde ese ser co-responsables se imprime con mayor claridad para mujeres y hombres.
A decir verdad, hoy cualquier trabajo en educación aparece cada vez más arduo por las condiciones, muchas veces precarias para una gran mayoría, y también por los contextos de cambio permanentes e incrementales. En el caso de la educación católica, a esas dificultades se suma la de convivir en una cultura altamente secularizada, que tensiona el quehacer de las instituciones en a lo menos dos vertientes. Por una parte, el agnosticismo, cuya génesis es el reduccionismo del intelecto a la razón funcional y práctica, que tiende a suprimir el sentido religioso tan propio del ser humano. Por otra parte, la relativización y destrucción de los vínculos trascendentes, cuya consecuencia fragiliza a las personas en sus relaciones recíprocas. Bien vale entonces la pregunta por cómo la educación católica ejerce un espacio importante de influencia en nuestra sociedad bajo un contexto que, si bien no es nuevo, resulta claro que llegó para quedarse.
Dedicar un libro a la educación católica permite aproximarnos de manera actualizada a los grandes desafíos que esta encuentra. Con este libro queremos aportar a la reflexión general sobre tres desafíos: la calidad y excelencia, la dimensión antropológica, en concreto la pregunta por la mujer y el hombre a formar y, finalmente, el diálogo fe y cultura. Identificamos que estas tres temáticas son enclaves de lectura que la educación católica debe cruzar y resolver satisfactoriamente para gestar procesos educativos que respondan a las necesidades del tiempo actual; y si bien no se trabajan de manera explícita en el libro, estos ejes son transversales a cada una de sus contribuciones.
El primer desafío trasciende la mirada a las instituciones y se reparte entre las diversas formas en las que la Iglesia se acerca a la educación. Se trata de una tensión entre calidad y magisterio. Se tiende a considerar que, por su catolicidad, la institución educativa católica se encuentra obligada a transar la formación en la fe por calidad y excelencia. Juan Pablo II dio luces sobre esta tensión en la constitución apostólica Ex Corde Ecclesiae, de 1990. Ahí mostró que no por el hecho de ser católica una institución (en este caso, una universidad) declina en calidad, sino más bien valora esta dimensión al máximo, toda vez que tiene como misión fundamental “la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad” (Ex Corde Ecclesiae, n.30). Desde esta perspectiva una comunidad educativa católica se distingue por la inspiración cristiana de las personas y de la comunidad misma, por la luz de la fe que ilumina la reflexión, por la fidelidad al mensaje cristiano y por el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios (cf. ib., n.13). Es claro que la pregunta por la excelencia va ligada al sentido de dicha excelencia -ligada a un ‘para qué’- que en el caso de las instituciones educativas católicas se ve tensionado. Esta tensión se expresa entre el polo de las métricas, indicadores de productividad, e índices de rendimiento (por nombrar algunas) y el polo de la construcción del Reino, la posibilidad de contribuir a un país más justo, más orientado al bien común, que da cuenta de la responsabilidad de unos por otros. Cuando las instituciones educativas católicas ignoran o desconocen esta tensión, dejan de ser fieles a su razón de ser y fácilmente podrían entrar en una inercia por buscar un exitismo ausente de Dios o que busca a un Dios lejano del correlato de efectividad y eficacia que marca las coordenadas actuales.
Un segundo desafío es el que viene de la mano de la pregunta antropológica por el qué es ser humano. Esta pregunta constituye una temática central en el quehacer de las instituciones de educación católica, pues en su resolución se juegan las grandes decisiones del tiempo venidero: la concepción del hombre y de la mujer en filiación y relación con Dios. ¿Será Dios o será el hombre la medida de todas las cosas? De las respuestas a estas y otras preguntas dependen la relación entre ciencia y técnica, entre saber y fe, entre otros pares claves.
Finalmente, un tercer desafío es la relación entre fe y cultura, un campo que concierne especialmente a la educación católica. Esta relación se da de manera especial en el diálogo entre pensamiento cristiano y ciencias modernas. Participar de tal discusión exige personas especialmente competentes en cada una de las disciplinas, dotadas de una adecuada formación teológica y capaces de afrontar las cuestiones epistemológicas a nivel de relaciones entre fe y razón. Dicho diálogo atañe tanto a las ciencias naturales como a las humanas, las cuales presentan nuevos y complejos problemas filosóficos y éticos.
Todos estos desafíos se asocian al gran reto transversal de la identidad. La identidad lleva a toda institución de educación, incluyendo a aquellas de corte confesional, a preguntarse por la forma en que puede diferenciarse de sus pares, pero al mismo tiempo a identificar elementos comunes que le permitan sentirse parte de un conglomerado de instituciones que están al servicio de la formación de las futuras generaciones. En dicha tensión la educación católica puede enrielarse en dos sendas igualmente peligrosas: ceder y mimetizarse, perdiendo identidad o, en el otro extremo, encapsularse y transformase en un gueto, justificándose en la exclusión como medio de diferenciación. Ambas salidas opacan la belleza y oportunidad de la educación católica en una sociedad plural que requiere de diversas ofertas formativas.
¿Por qué un libro sobre educación católica en América Latina?
La reflexión que este libro invita al lector a hacer no es en el vacío, sino de manera muy concreta en un contexto temporal y regional claro. Si bien existe literatura abundante sobre educación católica a nivel global, ese no es el caso de la educación católica en América Latina. La carencia de una reflexión latinoamericana sobre educación católica en la región es grande. Y esto es especialmente grave por dos razones.
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