Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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Si Viktor notaba aquella incoherencia, tampoco pareció darle importancia. O más bien, se percató Gus un instante después, le parecía divertida. Hizo una mueca, se olisqueó (quién sabía cuántos días llevaría sin darse un baño), luego aspiró el aire impregnado del penetrante olor a hojarasca fresca que emanaba de Lake. Todo con suma afectación. Sin abrir la boca, fingió que buscaba con afán un asiento para su visitante, removiendo la ropa tirada por el suelo y el montón de sábanas arremolinadas al pie de la cama. Un calcetín sucio alcanzó a Lake en el hombro. Al final sacó un taburete de debajo del escritorio y lo situó con displicencia frente a él, invitándole a sentarse con una leve reverencia. Gus sabía que tenía una pata coja.

Lake lo miró y agradeció el gesto, con un movimiento de cabeza y una brillante sonrisa. Acto seguido se quitó el sombrero de copa y lo colocó con cuidado sobre el taburete.

—Me alegro de ver que sigues gozando de buena salud, Viktor. —Lake permaneció de pie, apoyado en su bastón. La cabeza de zorro que adornaba el puño era una metáfora tan obvia que a Gus le parecía un insulto a la inteligencia—. Y de los placeres mundanos, además de los artísticos, por lo que veo. —Señaló con la punta del bastón la botella de vino que el trasgo había llevado aquella mañana, todavía intacta sobre la mesa.

—¿No es una coincidencia deliciosa? —Viktor se apoyó en la mesa y tomó la botella como si la viera por primera vez—. Mi amigo ha traído este vino de la mejor cosecha justo cuando vienes a visitarnos. Después de tanto tiempo, está claro que nuestro reencuentro merece una celebración. No tengo copas para ofrecerte, pero coincidirás conmigo en que nuestra relación ya ha llegado al punto en que podemos compartir una botella sin necesidad de tales mediaciones.

Durante un momento, Gus estuvo tentado de arrebatarle el vino a su compañero y bebérselo de un trago. O lanzarlo por la ventana. Lo que fuera con tal de evitar que aquel desgraciado plantara los morros en semejante maravilla. Pero no hizo falta: Lake declinó el ofrecimiento con un movimiento suave, una de aquellas maneras sibilinas.

—Muy temprano para mí, gracias. Y ya sabes que me gusta reducir las formalidades. Como bien has dicho, creo que estamos más allá de ese punto. Podemos ir al grano, si te parece. ¿No quieres saber cuál es el trabajo que he venido a ofrecerte?

Viktor se limitó a sonreír despacio, enfrascado en la contemplación de la etiqueta de la botella de vino como si fuera un manuscrito de vital importancia. Gus escudriñó su gesto, maldiciendo para sus adentros. Era uno de aquellos extraños momentos en los que su rostro permanecía críptico incluso para él. Había aprendido demasiado bien a bloquear sus sentimientos, a no dejar que se traspasaran al corazón de trasgo en su ojo cuando quería. Y aquello nunca era una buena señal. El Viktor sereno, impredecible, le gustaba menos que el airado. Podía cambiar de un estado de ánimo al contrario en cuestión de segundos.

—Di una sola palabra, Viktor —gruñó el trasgo, resoplando—, y mando a este mamarracho por donde ha venido, rodando por las escaleras.

—Oh. —Lake se volvió hacia él e hizo un mohín—. No vamos a pasar otra vez por eso, ¿verdad? Creía que nos profesábamos una cordial indiferencia.

—Nuestra… sociedad de beneficio mutuo hace ya mucho tiempo que terminó, Wilhelm —intervino Viktor, despacio, sin levantar la mirada—. ¿Por qué habría de tener interés en retomarla? ¿Qué ganaría a cambio? Estoy bien aquí, ya ves. En paz. —Abarcó con un movimiento leve de la mano la estancia—. Con mis trabajillos, mis pinturas y mis versos.

—Pensé que tal vez lo echarías de menos. La emoción de la intriga. —Lake suavizó el tono, lo moduló de manera seductora—. La oportunidad de aprovechar tus habilidades para algo más que los trabajos de poca monta que haces de vez en cuando. Estoy al tanto. Eso de localizar a carteristas, perros perdidos… en fin, seguro que recibes muchos agradecimientos al final del día. Pero sé que tu alma aspira a más.

—Lo que importa es a lo que aspira mi estómago. A él le gusta llenarse cada día, ya ves, y esos encargos me lo permiten —replicó el poeta, provocando que Gus anhelara de nuevo el desayuno que aquella inoportuna visita estaba postergando.

—El trabajo que yo te propongo tendría lugar en una recepción para el duque de Baden. Mucha gente importante irá, ya te imaginas. Quizás puedas hacer buenos contactos. Sería algo nimio, sencillo pero vital. Nadie podría hacerlo mejor que tú… quizás nadie podría, sin más —prosiguió Lake, haciendo caso omiso a las palabras de Viktor—. Y por supuesto, tendrías total libertad para disfrutar de la fiesta y de sus invitados.

Metió la mano en el interior de su levita y sacó un sobre lacrado. Se lo tendió.

—Cuando cambies... bueno, si cambias de opinión, no tienes más que dejarme un mensaje en la dirección donde me hospedo. La encontrarás ahí dentro, junto con tu invitación y una lista de asistentes a la recepción. Ah, por supuesto, tu amigo también está invitado, si lo desea.

Viktor tomó el sobre. Por primera vez miró a los ojos al hombre. Ahora, también por primera vez desde que comenzara la conversación, parecía serio de verdad, sin atisbo de teatro.

—Adiós, Wilhelm. Perdona si no te acompaño a la salida.

Esperó hasta escuchar el último de los pasos en el piso inferior, y la pesada puerta de madera que daba a la calle cerrarse con su bostezo sordo. Solo entonces abrió el envoltorio. Sacó de él la tarjeta rectangular de un hostal y una hoja doblada en varias partes, en cuyo envés destacaba un escudo nobiliario enrevesado. La desplegó y comenzó a leer.

El cambio en su semblante fue imperceptible, similar a esos tics que surgen de forma involuntaria en una partida de cartas. Pero Gus, atento a cualquier variación en el rostro de su amigo, lo cazó al vuelo, como una experimentada rana ante la huida de una mosca. Y no le gustó nada el sabor de la mosca.

—¿Qué pasa? —preguntó al momento—. No estarás considerándolo, ¿verdad?

—Bueno, antes a lo mejor he exagerado un poco. No es que nos vaya tan bien, y no estaría nada mal poder ahorrar algo. —Viktor habló con aparente despreocupación, se encogió de hombros. Volvió a plegar la hoja y la colocó sobre el escritorio, junto con el resto del contenido del sobre. Se pasó la mano por la barbilla y se rascó el vello rubio—. Tengo que comprarme un rollo de lienzo nuevo y esos condenados aranceles han subido los precios.

—Oh, no me vengas con historias. —Gus agarró el papel. Recorrió con la mirada el centenar de nombres en la lista, a toda velocidad. No tardó en detenerse en uno que destacó a sus ojos como un repentino ladrillazo—.Viktor, por las barbas de...

Erin Davies.

—Maldita sea. —El trasgo arrugó la hoja en una bola y la arrojó al suelo, exasperado. Tuvo que reprimirse para no encender una cerilla y prenderle fuego; dada la furia que le embargaba no podía estar seguro de no incendiar la habitación entera con su Glamerye—. Eres un cretino y lo peor es que lo sabes. ¿Qué vas a conseguir, verla a lo lejos? ¿Convencerla de... algo? ¿O es cualquiera de esas estupideces relacionadas con el destino que me has estado contando antes?

Viktor recogió el papel arrugado con parsimonia. Las palabras airadas de su amigo no parecieron inmutarle. Lo desdobló y lo alisó sobre la mesa, casi se diría que con cariño. Su mirada también se detuvo allí, en aquel nombre, y durante unos instantes le transportó hacia otro tiempo, como una suerte de ornitóptero que planeara sobre el valle de su memoria. Recorrió los arabescos de aquellas letras igual que estas habían dibujado, años atrás, las vueltas y requiebros de sus decisiones.

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