Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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Pero aquel recuerdo amargo no fue más que un momento, muy breve, antes de mirar hacia otro lado, con aparente indolencia. Se encogió de hombros y bostezó.

—Prefiero el dinero al destino, Gus. Es menos caprichoso.

****

Siempre que estaba frente al espejo intentaba no fijarse, pensar en otras cosas. Después de tanto tiempo, tendría que resultarle sencillo: cualquier persona acaba pasando por alto las imperfecciones de su cuerpo por mera costumbre. Pero no había forma de evitarlo. Terminaba levantando el parche y quedándose hipnotizado por el brillo cambiante del ojo; por aquella diminuta llamarada que latía en la pupila, si es que podía llamarse así al hueco oscuro que exhibía en su centro.

A veces, Viktor perdía la noción de la realidad al mirarlo durante minutos, y todavía no tenía claro si no era aquel otro efecto misterioso de su unión con Gus. Pero era preferible a lo que había sucedido al principio, estaba claro. Los primeros días después de que aquel ojo parasitario se hubiera instalado en él. Quizás había sido una sugestión de su mente, demasiado propensa a la grandilocuencia, pero en aquellos días ya lejanos le había parecido que se adentraba dentro de su cabeza, horadando un túnel hasta su cerebro. Buscando un lugar para acomodarse como un perro que diera vueltas sobre sí mismo antes de dormir. Minando, escarbando, ultrajando su intimidad. Fueron noches terribles. Había vomitado, había gritado, había caído en la terrible tentación de arrancárselo de cuajo con sus propios dedos. Estar tuerto era una perspectiva mucho más halagüeña en aquel entonces que vivir de esa manera.

Pero sabía lo que hubiera significado librarse de su nuevo ojo: la muerte de Gus. La muerte de un desconocido, en otras palabras. Solo un tipo que lo había encontrado a él entre cientos de posibilidades aquella desgraciada noche y con el que había unido su alma de manera imposible. Se había sentido en medio de una tragedia barata, de las que escribía cuando era un mocoso, donde volcaba aquellos bobos dilemas preadolescentes. ¿Sería capaz de matar a alguien en su propio beneficio si ese alguien fuera un extraño, en el fondo, y seguir viviendo como si nada?

Aquella tribulación ética le duró apenas una semana. El tiempo suficiente para que la simbiosis se completara, el dolor se desvaneciera y se percatara de lo que había ganado en realidad. De lo que era capaz. Pronto dejó de compadecerse de sí mismo: el descubrimiento de sus nuevas habilidades pasó a ocupar el centro de su interés.

—Tú y yo nos llevamos bien, después de todo —dijo a su reflejo. A su ojo derecho. Le hablaba a veces, sí. Una costumbre privada un tanto embarazosa, inconfesable—. No tengo derecho a quejarme. Te he sacado bastante partido. Quizás sí que estábamos destinados a encontrarnos, ¿eh?

Al momento se arrepintió de tales palabras, se mordió con fuerza el labio. No habría destinos ni misticismos aquella noche, se aseguró mientras se ajustaba la corbata y se colocaba las solapas de la camisa rectas, alineadas la una con la otra (nada lo exasperaba más que notar irregularidades o torceduras en su ropa). Prohibido pensar en ello, DeRoot. Haría lo que debía hacer, cobraría y seguiría con su vida. Lake le había dicho que el trabajo era de lo más sencillo, aunque le daría los detalles exactos durante la recepción. Como siempre, dándose aires de misterio.

—Claro que necesitamos dinero, maldita sea. Como si no fuera evidente, Gus. —Esta vez se dirigió a la imagen mental de su compañero. El trasgo recaudaba dinerillo aquí y allá por publicar historias de sucesos inventadas para un par de periódicos, y cuentos y poemas picantes en folletines, pero no era suficiente—. Es lo malo de tener que comer todos los días. Pero será la última vez que tenga nada que ver con el viejo zorro, ya lo creo.

No quería pensar más en ello ni plantearse que se estuviera rebajando a nada. A pesar de que, como casi siempre, su amigo acertaba cuando lanzaba los dardos. A veces, como en su conversación de hacía cuatro días, en las cicatrices más antiguas, las que todavía escocían. Le había costado un gran esfuerzo convencerse de que no le daría importancia a lo que sucediera aquella noche. Si es que algo pasaba. Si acaso... bueno, si se encontraba con ella. No era un idiota ni un crío obsesionado. Ya había superado todo eso.

Miró su ojo derecho por última vez, antes de colocarle el parche y esconder el pozo en el que latía el alma de Gus, ahogando sus acusaciones.

****

La vida nocturna de Heidelberg se componía en su mayor parte de estudiantes, crápulas irredentos tan interesados en el fondo de los libros por la mañana como en el de las botellas por la noche. Si uno conocía las esquinas y las tabernas adecuadas terminaba por toparse siempre con las mismas caras y por aprenderse los nombres. Quizás, incluso, acabase formando parte de alguno de los clubes de los que surgían incontables artistas con ganas de comerse el mundo. Al final, lo que la mayoría devoraba era el orgullo y el dinero de sus padres.

Aquel baile de máscaras, el alma de la ciudad, tenía su máxima expresión en eventos como aquel: la recepción en el palacio Boisserée, uno de los centros culturales más relevantes. Los dos hermanos que ostentaban el apellido, Sulpiz y Melchior, poseían una notable colección de pintura y gustaban de fastos como aquel de vez en cuando para presumir de ella. Que el propio Goethe les hubiera obsequiado con una visita años atrás, expresando sin rodeos su admiración e incluso componiendo un poema para la ocasión, había significado un increíble impulso y les había otorgado un halo casi divino. Corría el rumor, además, de que estaban planteándose cerrar el palacio y mover la colección a Stuttgart en unos meses. Siendo como eran almas inquietas, historiadores de pura cepa, los hermanos estaban deseosos de cambiar de aires y asumir nuevos retos, quizás en Colonia o en Munich. Así que tal vez aquella noche fuera una de las últimas en las que el público podría contemplar la pinacoteca. Nadie en su sano juicio querría perder la oportunidad.

Las reuniones sociales eran momentos anhelados por todo el que quisiera labrarse un nombre y estrechar las manos adecuadas. Cierto que muchos de los estudiantes de Heidelberg eran hijos de nobles o comerciantes ricachones y se sentían allí como peces en el agua, pero otros, por el contrario, pertenecían a familias más humildes, nuevos burgueses que de la noche a la mañana veían abrirse ante sí un destino diferente. A estos se les distinguía por sus ademanes vacilantes, por la risa forzada y la notoria incomodidad con la que todavía se desenvolvían en las conversaciones. Aunque no por sus ropas, sus pañuelos y sus sombreros, igual de costosos y con los mismos adornos de moda que el resto.

Había que ser un buen observador, sin embargo, para darse cuenta de aquellos detalles nimios. Viktor lo era, por naturaleza y por obligación. Así que se entretenía con aquello, de pie en un rincón del gran patio que daba entrada al palacio, con una copa de champán en la mano. La antesala de la recepción era siempre el mejor momento para aquella labor de etología social que tanto le gustaba. Ya había calado a un jovenzuelo rubio, de mirada despierta, con una barba que le recorría el mentón y los laterales de la cara recortada de manera irregular. Sus risotadas exageradas y el nervioso movimiento de su mano derecha, con la que no sabía muy bien qué hacer (entraba en uno de los bolsillos de su chaqueta, salía, se frotaba el brazo izquierdo, hacía aspavientos un tanto amanerados en el aire), le delataban. ¿Sería su primera fiesta del estilo? ¿Estaría intentando impresionar, tal vez, a alguno de los nobles tiesos y emperifollados con los que charlaba en un corro? Sin duda, su padre le había hablado de lo importante que era cultivar amistades provechosas.

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