Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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Viktor contó tres ornitópteros, con escudos nobiliarios bien visibles en sus laterales. Se disponía a acercarse para examinarlos mejor (uno de sus proyectos era componer un poema sobre la reciente conquista de los cielos), cuando escuchó su nombre.

—¿Herr DeRoot?

La voz le descolocó. El verso que nacía en su cabeza salió huyendo de una zancada. Se giró y reparó en la singularidad de quien le había llamado; al menos era refrescante ver a un ser humano que sorprendiera por serlo. Los ojos rasgados y los pómulos marcados en el rostro pálido lo identificaban como un nativo del Este, de la lejana Cipango. En su indumentaria, sin embargo, no se diferenciaba demasiado de cualquier germano, con una chaqueta larga y oscura, y un sombrero de ala corta con una llamativa pluma roja. La única excepción era el collar de cuentas redondas que llevaba al cuello, de los que se utilizaban en las ceremonias del culto sintoísta, por lo que sabía.

—Un placer. Mi nombre es Yon’fai. —No extendió la mano para estrechársela, sino que se limitó a inclinar un tanto la cabeza—. Herr Lake no podrá reunirse con nosotros hoy y me ha encargado que le explique en qué consistirá su tarea. Si no le parece mal, podemos hablar adentro. —Hizo un gesto hacia la entrada del palacio, a donde ya se dirigían gran parte de los invitados. Al parecer les habían invitado a entrar, algo de lo que Viktor no se había percatado. No vio a Gus por ninguna parte, ni al súcubo.

El arco de la puerta dio paso a una inmensa planta baja llena de habitaciones, aunque varios sirvientes les indicaron que debían subir a la superior, donde tendría lugar el festejo. El programa incluía primero un baile y después una lectura de poesía hasta altas horas de la noche. Para esto última era imprescindible esperar a que llegara el duque de Baden: un hombre ilustrado, enamorado de la literatura y de las artes, siempre predispuesto a cualquier celebración de este tipo. Se rumoreaba que había intentado hacer sus pinitos en la Alta Poesía, la alquimia que conmovía el alma y manipulaba los sentimientos. Si de algún modo había tenido éxito, nadie lo sabía, o se había cuidado bien de guardárselo para sí.

Los condujeron arriba, donde una pianola ya comenzaba a interpretar los primeros compases de algún vals que Viktor no fue capaz de identificar. Aquel baile llegado de Austria estaba más en apogeo que nunca, en gran parte debido a la reducción a seis pasos del estilo vienés, más sencillo de aprender. Surgían cada día nuevos compositores en toda la Confederación Germánica a los que era difícil seguir la pista. Le pareció escuchar a alguien comentar que era obra de un joven músico de Heidelberg, desconocido aún pero prometedor; alguien influyente a quien los Boisserée querían agasajar. Tanto Melchior como Sulpiz se encontraban en el centro de la estancia saludando con efusión, sonriendo de oreja a oreja, bien situados para que todo el que llegase tuviera que pasar por su lado. Ni una mano se les escapaba. Los anfitriones perfectos. A lo largo y ancho de las paredes se disponían los cuadros más espectaculares de su gargantuesca colección, que por supuesto empezaban a atraer la atención de muchos de los presentes. No todo el mundo sabía de pintura, pero todos traían bien ensayada de casa aquella expresión de fascinación, aquellos grititos de asombro.

Viktor suspiró y se detuvo, intentando alejarse de la muchedumbre. A decir verdad, no tenía muy claro qué debía hacer o cómo comportarse, pero por supuesto no iba a sumarse a la adulación de baratillo. Esperaba cumplir con su misión y quedar libre pronto. Quizás, con un poco de suerte, le sobrase un rato para recorrer el salón a su manera. Ya había estado allí con anterioridad, pero volvería a contemplar alguno de sus cuadros favoritos, por qué no. Y ya que estaba, echaría un vistazo por si veía, entre aquella maraña de rostros rubicundos y maquillados, el único que le interesaba… Solo por curiosidad, nada más.

El llamado Yon’Fai, que había ascendido las escaleras a su lado en silencio, pareció adivinar su deseo de evadirse cuanto antes; sin duda el gesto agrio que se había ido dibujando en el rostro del poeta ayudó bastante. Lo tomó del codo y lo llevó a una esquina, lejos de miradas indiscretas.

—En un momento nos dirigiremos al estudio particular de los Boisserée. Tened paciencia —señaló allí donde la enorme sala giraba en un pasillo, al fondo—. No tendremos que pasar demasiado tiempo por aquí. Solo espero que mi compañía os sea grata.

Su acento era casi perfecto, no parecía resultarle difícil imitar aquellas consonantes tan características del centro de Europa en las que los asiáticos vacilaban y se trababan. Mostraba una sempiterna sonrisa que estrechaba aún más sus ojos y miraba a su alrededor con un cierto aire de superioridad que a Viktor le resultó bastante familiar.

—Habéis dicho que me explicaríais mi cometido —le recordó. Lo cierto era que no le importaba para nada tratar con un intermediario. Cuanto menos contacto tuviera con Lake, mejor—. Podéis empezar por ahí.

—Oh, por supuesto. Se trata del recital de poesía —comenzó Yon’Fai—. Van a leerse poemas escritos para la ocasión, de autores de toda la región de Baden. Sin embargo —bajó la voz, sus ojos acerados barrieron en un momento los alrededores, asegurándose de que nadie los escuchaba—, nuestros informantes nos han dicho que uno de ellos se encuentra, eh, contaminado. Alta Poesía creada con el terrible propósito de acabar con la vida del duque.

Viktor frunció el ceño. Por supuesto, sabía que aquello era posible. Si en algo destacaba el ser humano era en su capacidad de subvertir para el mal lo que nacía para la exaltación del espíritu. Aquel muchacho iluso que había sido en su momento, un imberbe estudiante universitario con todo el futuro por delante, se habría indignado escuchando algo así. Ahora, sin embargo, el desencantado diletante en que se había convertido lo asumió con resignación.

—Tiene que haber sido alguien que lo conozca, bastante cercano —aventuró, cavilando más para sí que para su interlocutor—. No es nada sencillo construir un poema dirigido a dañar a una persona, y menos aún para darle muerte. No es como provocar un sarpullido. —Sabía de qué hablaba, lo había estudiado a conciencia. Había que separar las capas del alma como si se tratara de una cebolla, encontrar la melodía que resonara en su interior y quebrarla. Desgarrar la partitura, convertirla en vacío. Se necesitaba odio, Glamerye… y ser un poeta fuera de lo común—. No sé, me suena extraño. ¿Cómo estáis tan seguro?

Esta vez, Yon’Fai abandonó un tanto su actitud relajada. Miró a Viktor, desafiante. Por lo visto no le gustaba que pusieran en duda sus aseveraciones o las de su señor.

—Os estoy contando todo lo que sé. Si conocéis a herr Lake bien, como me han dicho, sabréis que tiene ojos y oídos en todas partes, y no hay motivo para pensar que puedan proporcionarle información errónea. No sería inteligente por parte del informador, si sabéis a lo que me refiero.

Por supuesto, se dijo el poeta. ¿Cómo engañar a quien había hecho del engaño su razón de ser desde tiempos inmemoriales? Sintió que estaba a punto de enredarse, como tantas veces en el pasado, en un dédalo de preguntas, quiebros y pulsos mentales con aquel tipo, todo un acólito de Loki de los pies a la cabeza, cuya fidelidad saltaba a la vista. Y no le apetecía nada. Empezaba a perder el ánimo por momentos, rodeado como estaba de gente, de energía feérica exaltada. Una molesta cefalea se insinuaba sobre el ojo derecho, de esas que lo acompañaban hasta el día siguiente y le impedían concentrarse. Su mirada se desvió de nuevo a la sala, ahora ya abarrotada. La recorrió deprisa, deteniéndose en cuanto rostro femenino veía. Aquí creía entrever el paso fugaz de un cabello rojo como el ocaso; allí, una risa furtiva, tan similar a aquella que todavía resonaba en sus sueños. Nada más que espejismos.

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