Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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Pasó cerca otra clase de persona a la que conocía bien, que enseguida atrajo la atención de Viktor. El hijo de familia rica que deseaba que se lo tragara la tierra. Era un muchacho de rostro melancólico y granujiento, que no debía de superar la veintena. Sabía cómo disparar sonrisas encantadoras y acertar en la persona exacta, y los espontáneos gestos de cortesía, expresados en todas sus modalidades, revelaban su procedencia. Pero sus ojos traían a la superficie algo muy distinto. El hastío, la ensoñación del que desea volar lejos de las costumbres forzadas y del devenir de la rutina. Un alma dividida, para quien aquella noche resultaba no un solaz sino una pequeña tortura.

A Viktor le cayó bien enseguida aquel tipo. Era uno de los suyos.

No pudo enfrascarse mucho rato más en su catalogación de las almas humanas, puesto que Gus apareció a su lado surgido de la nada. Llevaba una copa en cada mano, la punta de la larga nariz y sus pómulos de huesos marcados tenían un ligero tinte carmesí. Quizás no le gustara la decisión que había tomado Viktor aceptando el trabajo, pero no podía evitar sentirse en su salsa. La cabra tiraba al monte y el trasgo a las libaciones.

—Mira que te gusta este rollo lúgubre, Vik —le soltó sin más, meneando la cabeza—. Todavía falta un rato para que abran las puertas, y ya que no nos queda más remedio que hacer esto, intenta pasar el rato de manera agradable. Por cierto, no he visto por ningún lado a tu patrón —pronunció estas palabras deprisa, como si le quemaran—. Hazte un favor y ve a probar los dátiles con miel de aquella mesa. Y ya que estamos, dale un poco de cháchara a la muchacha pelirroja que está al lado. Ya la he pillado mirándote tres veces por lo menos. Puede que haya oído hablar de ti y te reconozca.

Viktor no pudo evitar desviar la mirada hacia donde señalaba su amigo. Veintipocos, delgada, de mejillas coloreadas. No parecía mala compañía.

—Como si haber escuchado historias sobre mí fuese buena señal—replicó, en cambio—. Si me hubiera leído, cosa que no creo que puedas saber solo con su mirada, ¿cómo iba a identificarme?

—Dedícale una de esas sonrisas melosas tuyas y seguro que entonces sí que habrá leído algo. Venga, pedazo de cenizo.

—Gus... —Viktor se apartó para que dejara de darle golpecitos en el hombro y de tirarle del cuello del chaleco. Lo estaba arrugando, diablos—. Gus. Cálmate. Esa mujer tiene un motivo poderoso para relamerse como dices. Sí, seguro que se ha dado cuenta de que soy poeta. Y ya se sabe lo deliciosos que resultan los poetas para las súcubos.

La sonrisa del trasgo se congeló en sus labios. Giró la cabeza, contempló a la muchacha con los ojos entrecerrados. Un brillo de curiosidad que Viktor conocía de sobra asomó entre las rendijas.

—¿Es un súcubo? ¿Estás seguro de eso? ¿Como es que no he notado su Sayo?

—Tú sabrás cuántas copas llevas encima. ¿Alguna vez me he equivocado? Es más —Viktor se dio un toquecito con el dedo en el parche, con desgana—, ¿alguna vez puedo equivocarme?

Su amigo había enmudecido. Mejor dicho, había decidido cambiar el rumbo de la conversación. Ahora, sus ojos chisporroteaban.

—Vaya. Pues entre nosotros se cuentan cosas interesantes sobre las súcubos. Creo que voy a intentar darle palique, ya que a ti no te interesa. Si me dejas el campo libre, claro. Lo hago por ti. ¿Cómo podría dejar que se aprovechara de la energía de mi amigo?

—Por supuesto. Tú siempre eres así de desinteresado —Gus soltó una carcajada antes de alejarse, arreglándose la corbata.

Viktor estiró la espalda y retomó su silencioso examen del patio. En el fondo, le gustaba sentirse superior a aquellos ricos de pega. No solo por el conocimiento de la psique humana del que se jactaba, claro, eso era solo una pequeña parte. Era mucho más interesante escudriñar la historia detrás de la historia. Ese segundo plano que su ojo le hacía ver.

Identificar al súcubo que ahora charlaba con Gus no había sido más que un juego de manos del prestidigitador que guarda mucho más en la manga. La mujer no era el único de los seres feéricos que campaban por el patio, utilizando sus artes para mimetizarse entre los humanos comunes, aquella habilidad que llamaban Sayo. La fusión entre mundos que había supuesto la apertura de los Senderos, siglos atrás, había traído la aceptación generalizada entre los mortales y los mitos, pero todavía había quien prefería mantenerse en secreto, quizás para evitar los prejuicios más difíciles de erradicar. Nadie tenía por qué saber que su panadero preferido había sido, en otro lugar y otro mundo, un ogro con afición a cocinar niños. O que esa encantadora dama, bajo su tersa y deliciosa piel, escondía una arpía... en el sentido más literal de la palabra. Algunos, como su amigo Gus, en poco o nada se diferenciaban envueltos en su Sayo de cualquier truhan de taberna, de esos que se batían en duelo en los callejones por no haber querido tocarse el ala del sombrero en un encuentro.

Pero el ojo derecho de Viktor se lo revelaba todo de una sentada, en un torbellino que no pocas veces le mareaba o causaba arcadas. Los Sayos caían ante su mirada incluso aunque tuviera puesto el parche, tal era la simbiosis de aquel corazón de trasgo con su mente. El mundo era una aurora boreal constante de energías condensadas, algunas resplandecientes y espectaculares, otras volubles, que crecían y decrecían a intervalos, doliéndole con solo contemplarlas. Un crisol de seres extraños que podría haber tenido cabida en un códice medieval disparatado, surgido de los sueños de un monje febril. En ciudades tan propensas a la multiculturalidad como Heidelberg resultaba todavía más común: lo inusual, se podía decir, era encontrarse seres humanos normales y corrientes. Viktor se debatía entre el orgullo que le producía el saberse especial de aquella manera y la tristeza de la ironía. Cada día se veía rodeado de quienes mejor podían comprender su percepción del mundo, y eso lo sumía en la más infranqueable soledad.

Gus era su confidente, pero no acababa de entenderlo. Al fin y al cabo, la habilidad de Viktor era algo extraordinario entre los humanos, pero banal y cotidiano para los fae; su visión natural les permitía ver tanto el Sayo como a través de él, en una suerte de percepción paralela del mundo. El trasgo siempre le reprochaba que buscase la soledad de manera voluntaria, achacándolo a un reflejo de su personalidad bohemia y a esa manía persecutoria que se había enquistado en su alma. La mayor parte del tiempo intentaba animarle como podía. Ya fuera con vino, con chanzas... No siempre acertaba, todo había que decirlo, pero Viktor tenía que agradecérselo.

Sumido en estas cavilaciones había comenzado a andar sin rumbo por el patio, evitando los corrillos de gente. Se aproximó al pequeño aeródromo, al fondo, que el palacio de los Boisserée había incorporado como otros en Heidelberg. Un símbolo de prestigio, un abrazo tácito al progreso. En los últimos años, el uso de ornitópteros particulares se había acrecentado. Aquellas máquinas voladoras originarias de Italia se habían convertido en medios de transporte mucho más seguros gracias a la intervención de un ingeniero británico, un tal Cayley. Sus investigaciones y rediseños les habían permitido mejorar en autonomía y altitud; también tenía algo que ver el hecho de que poseyera sangre de dragón y hubiera descubierto cómo incorporar su propio Glamerye al mecanismo. El resultado eran ingenios muy distintos a los que ideara Da Vinci en su momento: alas amplias y aerodinámicas, una cabina más espaciosa para que el piloto tuviera la comodidad necesaria, una cola móvil en ocho direcciones que hacía mucho más fácil maniobrar con suavidad y resistir los embates del viento. Aquellos vehículos personales aún no estaban demasiado extendidos, no obstante (eran costosos y la regulación de vuelo seguía siendo muy restrictiva), por lo que los aeródromos en palacios como aquel eran más una cortesía que una necesidad real. Por si alguien quería presumir llegando en uno de ellos en vez de en un carruaje.

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