Tal vez la reflexión más aguda sobre este tema la realizó el ex decano de derecho de Yale Anthony Kronman en su libro sobre el ataque a la excelencia en Estados Unidos. En palabras de Kronman, «vivimos en una época que se enorgullece de su aspiración de superar cualquier forma de prejuicio», pero el prejuicio más persistente es «la creencia tácita de que, en comparación con la posición moralmente iluminada que ocupamos hoy, aquellos que vivieron antes que nosotros moraron en la oscuridad y la confusión, buscando a tientas las verdades que ahora poseemos con seguridad»204. Convencidos de lo anterior, muchos creen, dijo Kronman, que debemos «remodelar el pasado» de acuerdo con nuestros principios morales contemporáneos, pues, «hasta que no hayamos limpiado nuestra herencia poniéndola en conformidad con lo que ahora sabemos que es la verdad, el mundo permanecerá desfigurado por emblemas de injusticia que estropean su integridad desde un punto de vista ético». Es de esa mentalidad, que fácilmente podemos calificar de revolucionaria, que surge, en palabras de Kronman, «la pasión por renombrar que está arrasando los campus de Estados Unidos». El peligro que encierra todo este afán jacobino de reconstrucción del pasado a martillazos no puede ser subestimado, pues «destruye nuestra capacidad de simpatía con la gran cantidad de seres humanos que ya no están entre los vivos y, por lo tanto, no pueden hablar por sí mismos, y oscurece la verdad de que no somos más capaces de ver las cosas bajo una luz más perfecta que nuestros antepasados, incluso si juzgamos que su moralidad ha sido, en ciertos aspectos, atrasada o incompleta». Igualmente, esta ideología refundacional «fomenta una especie de orgullo que nos ciega ante la grandeza de lo que se dijo e hizo por aquellos cuyos valores corresponden solo imperfectamente con los nuestros»205.
En otras palabras, es la neoinquisición de izquierda la fuerza verdaderamente oscurantista al atribuirse un conocimiento y categoría moral superior que no posee y que pretende imponer como la única visión aceptable. En la línea de Robespierre y su «república de la virtud», esta crea un ambiente de arrogancia moral y persecución de herejes incompatible con la tolerancia y la idea de fragilidad humana sobre la que esta reposa. Como consecuencia, esta fuerza depuradora arrasa con el respeto por la sabiduría acumulada gracias a nuestros antepasados fabricando una versión de la historia que nos lleva a detestar la identidad cultural que nos define y, por lo tanto, a renunciar incluso a lo mejor que esta es capaz de producir.
La ira refundacional a la que se refiere Kronman no se ha confinado a las fronteras de Estados Unidos. Países como Australia y Nueva Zelandia también tuvieron álgidas discusiones sobre las estatuas del capitán James Cook consideradas ofensivas para la población aborigen, la cual reclama que estas representan el colonialismo invasivo206. Sudáfrica por su parte experimentó un escándalo por la estatua del magnate, filántropo y político Cecil Rhodes, erigida en 1908 en la Universidad de Cape Town, la mejor evaluada de todo el continente africano. La estatua de Rhodes, quien fuera primer ministro de Cape Colony entre 1890 y 1896, fue vandalizada y cubierta en excrementos humanos por activistas que llegarían a formar el masivo movimiento de protesta «Rhodes Must Fall», que eventualmente conseguiría la remoción del objeto. La intención de la campaña, sin embargo, era transformar toda la educación de Sudáfrica para «descolonizarla», lo que implicaba incrementar el número de profesores de color y alterar el currículo de estudios, entre otras demandas cargadas del tipo de retórica victimista observado en universidades americanas207. «En nuestra primera reunión —dijo una integrante del movimiento— comenzamos a hablar sobre cómo íbamos a abordar el dolor en la sala antes de expresar nuestro dolor al mundo. Se trató intentar forjar un espacio donde todos pudieran ser bienvenidos»208. Todos menos los blancos, pues interesantemente, los líderes de la protesta aplicaron su propio apartheid con los estudiantes blancos que querían apoyarlos, excluyéndolos de una serie de instancias.
A la visión condenatoria de la historia imperial de occidente nos referiremos con mayor detención más adelante. Por ahora cabe insistir en la idea de que una vez abiertas las avenidas a la limpieza moral de los portadores de esta ideología no existen límites lógicos que puedan establecerse. El frenesí por derribar estatuas y eliminar vestigios de personas que han vivido hace siglos no puede excluir a casi nadie, pues de alguno u otro modo todos mantuvieron opiniones o conductas propias de sus tiempos. Y tampoco puede eximir a quienes han vivido después, aun cuando sus trayectorias de vida sean genuinamente heroicas. Que la Universidad de Ghana, luego de sistemáticas protestas de parte de docentes de la institución, haya removido una estatua del líder pacifista indio Mahatma Gandhi por haberse referido de manera peyorativa a los africanos en su juventud es la mejor prueba de la imposibilidad de satisfacer el estándar de perfección exigido209. Bastan un par de comentarios inapropiados para que uno de los líderes más admirados del siglo XX, cuya contribución a la filosofía de la paz nadie puede poner en duda, pase a ser considerado un paria y toda la obra de su vida reducida, simbólicamente, a la indecencia.
Quemando libros
La ideología victimista y el correlato autoflagelante que se han apoderado de gran parte de las esferas intelectuales de occidente, esparciéndose hasta regiones como África, exige lealtad absoluta a los dogmas de la fe que predica. De ahí su aroma revolucionario y de ahí también el hecho de que muchos de sus precursores hayan sido quemados en la hoguera pública de la neoinquisición por no cumplir ellos mismos con los estándares imposibles de santidad que fijaron. Esa pretensión totalizante, paradójicamente derivada de un relativismo epistemológico y valórico absoluto, es también lo que lleva a que ni siquiera la literatura quede a salvo de la aplastante maquinaria de subversión moral y cultural que ha montado esta ideología que ya fuera anticipada en la novela Fahrenheit 451, publicada en 1951. En ella, el autor Ray Bradbury describió un mundo en el que la profesión de bombero ya no consistía en apagar incendios sino en quemar libros para hacerlos desaparecer de la tierra. La lógica para justificar dicha función la expone uno de los personajes de la obra, Beatty, reflejando de manera insuperable la racionalidad purgatoria que se invoca hoy en día para censurar y desacreditar distintas obras: «Debes entender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos agitar y molestar a nuestras minorías…», le dice Beatty a Montag, el bombero protagonista de la novela que comienza a tener dudas sobre su trabajo. «A la gente de color le molesta Little Black Sambo. Quémalo. La gente blanca no se siente bien después de leer La cabaña del tío Tom. Quémalo […] quema el libro; serenidad, Montag. Paz, Montag. Lleva tu lucha hacia fuera. Mejor aún, al incinerador»210.
Correctamente Bradbury advirtió que el rol de los libros era provocar, hacer pensar a la gente y explorar los límites de la imaginación llevando la lucha del ser humano «hacia adentro», pues he ahí la clave del crecimiento personal y del avance cultural. Los neoinquisidores, en cambio, pretenden llevarla, como dice Beatty, «hacia fuera», de modo que todos podamos vivir en una impostada, inconsciente y feliz mediocridad servil a quien detenta el poder. «Un libro es un arma cargada en la casa del vecino. Quémalo. Quítale la bala al arma. Rompe la mente de los hombres. ¿Quién sabe quién pueda convertirse en el objetivo de un hombre bien leído?», insiste Beatty, declarando la amenaza que los libros suponen al sembrar dudas en las mentes de las personas211.
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