En todo caso no deja de ser ingenioso el giro que Foucault logra dar para condenar el capitalismo y responsabilizarlo, junto a la civilización que le dio vida, de todo tipo de opresiones imaginables. En esa gimnástica intelectual llegaría a decir que el pueblo, para rebelarse en contra de todas estas formas de opresión invisibles, debía aplicar su propia justicia, sin tribunales ni procesos legales, pues los sistemas legales existentes eran una trampa de la burguesía para impedir la venganza de la masa:
En mi opinión, uno no debería comenzar con la corte como una forma particular, y luego preguntar cómo y en qué condiciones podría haber una corte popular; uno debe comenzar con la justicia popular, con actos de justicia por parte de la gente, y luego preguntar qué lugar podría tener un tribunal dentro de esto. Debemos preguntarnos si tales actos de justicia popular pueden o no organizarse en forma de un tribunal. Ahora mi hipótesis no es tanto que el tribunal es la expresión natural de la justicia popular, sino que su función histórica es atraparla, controlarla y estrangularla, volviéndolo a inscribir dentro de las instituciones que son típicas de un estado aparato167.
Y más adelante insistió en que «la justicia popular reconoce en el sistema judicial un aparato estatal, representante de la autoridad pública e instrumento del poder de clase», añadiendo que la justicia popular no necesitaba la farsa de un juez imparcial y las dos partes de un juicio. Y es que, para Foucault, las masas debían decidir ante sí, basadas en sus emociones y percepciones subjetivas, si alguien calificaba como enemigo:
Las masas, cuando perciben que alguien es un enemigo, cuando deciden castigar a este enemigo, o reeducarlo, no confían en una idea universal abstracta de la justicia, sino en su propia experiencia, la de las lesiones que ellos han sufrido, de la forma en que han sido perjudicados, en la que han sido oprimidos; y finalmente, su decisión no es autorizada, es decir, no están respaldados por un aparato estatal que tenga el poder de hacer cumplir sus decisiones, simplemente las llevan a cabo. Por lo tanto, mantengo firmemente la opinión de que la organización de los tribunales, al menos en occidente, es necesariamente ajena a la práctica de la justicia popular168.
Foucault fue aún más explícito argumentando que el rol del Estado era servir a la masa y educarla no para que aceptara instituciones que medien entre esta y sus supuestos agresores, sino para que simplemente decidiera cuando tenía que matar: «Entonces, ¿el trabajo de este aparato estatal es determinar sentencias? No, en absoluto […] es educar a las masas y la voluntad de las masas de tal manera que sean las propias masas quienes vengan a decir: ‘De hecho, no podemos matar a este hombre’ o ‘De hecho, debemos matarlo a él’»169.
Así, probablemente como todos aquellos que han caído bajo el embrujo de Marx, Foucault fue también, según la descripción de Mark Lilla, un personaje fascinado con la violencia y el desborde, lo que en su vida privada se manifestó con abusos de drogas y una obsesión por el sadomasoquismo homosexual170.
La patológica teoría de la opresión de Foucault, hoy nuevamente de moda, fue sepultada por la publicación de Archipiélago Gulag, del Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsyn. En ella relataba su inhumana experiencia en los campos de concentración soviéticos, cuyo régimen era ampliamente admirado por la intelectualidad francesa de la época. Enfrentados a esa atroz realidad, pocos en Francia siguieron tomando en serio la tesis foucultiana de que la violencia invisible de la sociedad capitalista era peor que la visible, lo que llevó a Foucault a una crisis personal171. Este baño de realidad es el que parece haberse perdido hoy, donde tantos grupos privilegiados, partiendo por estudiantes universitarios, declaran ser oprimidos y luchar por su vida en los países con las mejores condiciones de vida en la historia humana. Ellos son herederos de Foucault, quien atacó la idea de «normalidad» afirmando que esta sería nada más que una estrategia de aquellos que se autodefinen dentro de la norma para excluir a otros. En consecuencia, la homofobia, el sexismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de discriminación eran producto del discurso normalizador, pues este terminaba creando subidentidades oprimidas172.
Excedería las pretensiones de este trabajo realizar un análisis más profundo de los diversos pensadores posmodernos, pero así como conocer las ideas centrales de Foucault es necesario para comprender la crisis de identidad occidental que se manifiesta de manera flagrante en la esfera pública en Estados Unidos, corresponde también dedicarle un breve espacio a Derrida, cuya influencia en las universidades de ese país ha sido enorme, especialmente en lo que concierne a la victimología que configuran los estudios culturales, feministas, homosexual y teoría poscolonial173.
Como Foucault, aunque de manera más ácida y con mayor foco, Derrida las emprende contra el lenguaje, específicamente contra lo que denominó «logocentrismo», que es el predominio del logos, esto es, del lenguaje y de la razón que se expresa a través de él creando jerarquías que, en su visión, deben ser desmontadas. En la línea de Foucault, Derrida cree que no es posible conocer la verdad a través del lenguaje, pues este es en sí mismo una estructura creada por quien la utiliza y, por tanto, es imposible pretender acceso a una verdad fuera de él a través de él. Su teoría de la «deconstrucción» afirma que todos los textos son ambiguos y por tanto no existe un solo significado que pueda atribuirse a la palabra escrita, sino tantos como existan lectores. En otras palabras, se abren las puertas a un completo irracionalismo en el sentido de que no se puede reclamar encontrar verdad alguna en un texto, sino múltiples verdades que pueden incluso ser contradictorias. Y es que, para esta visión, las ideas, interpretaciones o sentimientos no son verdaderos o falsos frente a un texto174. El mismo Derrida admite que su ataque es contra la idea de racionalidad y verdad del lenguaje escrito:
La ‘racionalidad’ —tal vez sería necesario abandonar esta palabra, por la razón que aparecerá al final de esta frase— que dirige la escritura así ampliada y radicalizada, ya no surge de un logos e inaugura la destrucción, no la demolición sino la des-sedimentación, la des-construcción de todas las significaciones que tienen su fuente en este logos. En particular la significación de verdad. Todas las determinaciones metafísicas de la verdad, e incluso aquella que nos recuerda Heidegger, por sobre la onto-teología metafísica, son más o menos inmediatamente inseparables de la instancia del logos o de una razón pensada en la descendencia del logos, en cualquier sentido que se lo entienda…175.
En suma, el lenguaje es inherentemente poco confiable porque las palabras tienen significado en la medida en que son referidas a y se diferencian de otras palabras, como, por ejemplo, gordo y flaco, lindo y feo, hombre y mujer, superior e inferior, etc. Ahora bien, ninguno de estos conceptos tiene un vínculo directo con el objeto referido —la gordura, la belleza, la masculinidad y así sucesivamente—. Más bien forman parte de todo un sistema lingüístico que jamás toca el mundo real y, como consecuencia, el significado de lo que hablamos jamás es estable y siempre se encuentra sujeto a cambio, aun cuando usemos las mismas palabras176.
El problema con la tesis de Derrida es que si el lenguaje es inestable, poco confiable, carece de acceso a la verdad y por tanto debe ser deconstruido para desmantelar esa pretensión, entonces ¿por qué no deconstruir la deconstrucción? En otras palabras, si el lenguaje no es fuente de conocimiento sobre las cosas, entonces la teoría de Derrida, que es formulada obviamente utilizando el lenguaje, tampoco puede serlo. Pero nada de eso le importaba a este intelectual, quien simplemente se defendía diciendo que la deconstrucción era una práctica que buscaba poner a toda la tradición filosófica —y científica, literaria, artística, etcétera— bajo sospecha177. Las consecuencias de esa sospecha han sido devastadoras. Pues si Derrida tiene razón y debemos alejarnos del logocentrismo, entonces no podemos reclamar, por ejemplo, que la filosofía liberal con su pretensión generalmente metafísica de que todos los seres humanos poseemos la misma dignidad y, por tanto, merecemos el mismo respeto, es superior al comunismo o al nazismo. Si el lenguaje no nos dice nada definitivamente verdadero, entonces todo el esfuerzo que ha hecho occidente por avanzar moralmente es absurdo y quedamos totalmente a la deriva, sin un norte filosófico que nos oriente. Lilla explica:
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